2 nov 2008

Visperas


Todos aquí esperan con ansias a que el alcaide se vaya, son las nueve y cuarto de la noche y el tipo nada de irse, hace media hora que se ha puesto en una conversa con los de la celda uno, no se ve indicio alguno de que tenga intención de cortarla. Los que viven en las celdas contiguas se desesperan con la demora.

Querida Abuela: Te extraño.

Hace un buen chorro de tiempo que no te escribo, y claro, tú con razón le has estado reclamando a mamá por mi ingratitud. Por esto van primero mis disculpas a ti, por mi poca consideración, tú que tanto viste por mí. Hoy que escribo es viernes, y como tú sabes mañana sábado mamá vendrá a verme. La de siempre, debo aguardar un mes para poder verla y de esa manera saber algo de todos ustedes que son lo que más aprecio. Así que me he puesto a escribirte, para que te hagas una idea de dónde estoy. Te comento que en las celdas no tenemos fluido eléctrico y tan solo en el pasadizo que está frente a nuestras celdas hay conexiones. Pero el alumbrado en el pasadizo no es suficiente para que se iluminen las celdas. Eso sí, como bien sabías decir tú, para todo siempre hay solución, así que ni bien los alcaides cierran las puertas y se van, nosotros empezamos la operación cacería que no es otra cosa que sacar un palo que tenemos bien listo para ser enganchado en la línea del pasadizo. En la actualidad esa operación la hacemos con facilidad.

Recién como a las nueve y media el alcaide chequea su reloj, “Chucha, cómo ha pasado el tiempo, carajo, seguro ya me quedé sin combo”, todos reciben con alivio esas palabras. Ni bien se tiene la confirmación de que el policía se ha ido, los internos se movilizan para hacer su instalación. Cosa digna de admiración, porque encerrados en sus celdas, trepados a los barrotes en una situación incómoda en solo una brevedad como decir zum, la conexión está lista. La maniobra no acaba ahí, después de hacer la instalación se debe cubrir los barrotes de las celdas, casi siempre con frazadas, para que cuando prendan sus bombillas eléctricas no sean vistos por la ronda que sabe subir a los techos de los pabellones y desde allí espiar lo que hacemos.

Cómo anda la salud, doña Robertina, ah, Aurelia, eres tú, me asustaste. Aquí pues, mujer, dándole con lo que me queda de vida. Las dos mujeres se han encontrado en la tranquilidad de este pedazo de paisaje montuno. Ambas vienen a pastar su minúsculo ganado, la Aurelia sus cuatro cabras, Robertina sus dos borregas.

A que no te imaginas, me ha escrito Alonso. Qué bien, qué cuenta Alonsito, doña Robertina, le responde sonriente Aurelia. Justo en las cosas que me ha escrito pensaba cuando llegaste. Serán buenas cosas las que le cuenta su nieto. Ni creas, en su carta hay como un humo a tristeza, a dolor que te refriega el alma. La Aurelia se sienta a su lado para decirle. Por qué será así. La prisión, mujer, todos los seres humanos somos para ser libres. El verano aprieta con rigor, el calor hace que la brisa que corre entre la vegetación sea una exhalación caliente y que la tarde no signifique ningún consuelo. Eso que ambas mujeres están al amparo de la sombra de los árboles, y cerca de donde están, en la acequia, corre el agua murmurante.

Robertina, quizá para darle más tiempo a sus palabras, de entre sus ropas extrae la carta que su nieto le ha enviado. Las cosas que aquí me cuenta tienen la apariencia de ser graciosas. Ah, sí, doña. Sí pues, Aurelia, una mariposa de alas de color brasa de carbón hace maromas en el aire. Robertina, después de su breve mutismo, se anima a seguir. En su carta el Alonso habla justo de este lugar.

Para todos estos hombres, que han perdido su libertad, el último viernes de cada mes es víspera de la visita de sus familiares. Por eso se les ve tan atareados, afanosos con las cosas que hacen, es que son presentes para sus seres queridos que vendrán. Todos andan a la carrera, afanosos por terminar sus obsequios, trabajos para que sean vendidos y también están los apresurados por concluir sus misivas. Entre los que escriben se encuentra Alonso, la carta es para su abuela, en ella le recrea lo último que ha estado leyendo, aquel libro cuenta la historia de un palenque de negros, y que el palenque existió en el tiempo de la colonia española. Le dice por ejemplo que ella no podría imaginar que el tal palenque del que le habla se ubicara en lo que ahora es la comarca de Huaynapatá y de donde ellos son, que para mayor asombro justo se ubica en la rinconada que hoy forma parte de la jurisdicción de lo que es el pueblo.
Ni te imaginas cómo me impresionó el ir leyendo y enterarme de que esos hechos se dieron lugar precisamente allá, y de que la historia contase lo que fue la vida de aquellos pobres negros que fueron traídos del África, para que trabajase como esclavos en las haciendas de los españoles. La época en que ocurrieron aquellos hechos es por lo menos de hace unos doscientos cincuenta años, comprenderás la cantidad de años que representa esta cifra; eso es lo bueno de los libros, nos permiten que hechos tan remotos y de tanta importancia no se puedan olvidar o silenciar.
El que tengan que cubrir los barrotes de sus celdas con frazadas no es algo tan cómodo, sobre todo en verano, cuando el calor agobia, por más que los barrotes estén despejados. Entonces imagínate cómo estoy sudando en este momento, estando como estamos en el pico más alto del verano, pero eso no importa porque se trabaja con alegría y buscando que los trabajos que se hacen tengan un hondo contenido. A partir de la medianoche, día sábado, los que continúan trabajando cuentan el paso del tiempo. En este instante en que escribo, por ejemplo, ya es la una con cuarenta minutos, faltan cuatro horas con veinte minutos para que amanezca, y siete con veinte para que lleguen ustedes. La alegría de la visita nos deberá durar hasta la otra visita, luego la rueda seguirá girando.

A ver, explíqueme lo que Alonso le habla en su carta, doña Robertina. La mujer, un poco más vieja que la otra, la queda mirando, antes de responderle. Quizá no me vayas a creer, pero es precisamente de este mismo lugar en que estamos del que me habla mi nieto. Las cuatro cabras de Aurelia, felices, arrancan con sus hocicos hojas de las ramas, para esto se ayudan de sus patas delanteras y alcanzan los brotes más verdes y jugosos de los matorrales. Al mirarles con detenimiento se ve que disfrutan de esto. Las borregas de Robertina pacen con calma; la calma que exhiben es como si el tiempo no significara gran cosa para ellas.

Después de estas breves anotaciones, Robertina le explica lo que su nieto le dice en la carta: en este mismo lugar, hace unos doscientos cincuenta años..., a la Aurelia los ojos se le ponen como platos y pregunta, y cuánto tiempo es ése, doña, la mujer más vieja se queda mirando el aire, como buscando una longitud que le permita medir el tiempo de doscientos cincuenta años, mientras trata de resolver esto se le ocurre pensar en los líos en que me metes, muchacho. Lo único que se le ocurre argumentar para salir del aprieto es lo siguiente, cuando primero nació tu padre, luego más atrás el padre de tu padre, otro tantico de más atrás y nace el padre del padre de tu padre, aún no contentos con estos nacimientos porque falta bien regular para que sean doscientos cincuenta años, nace otro padre más pero siempre yendo hacia atrás. Un momento, doña, párele que me está mareando, qué cosas son ésas que habla, tenga cuidado que puede dejar sin padre a mis descendientes y eso sería grave, por seguridad mejor lo dejamos ahí. Ya, ya, pero déjame que te responda a mi manera, solo trata de comprenderme, imagínate ocho descendencias más y listo, pero ojos, siempre respetando la escalerita para atrás. A ver, cuánto suma todo aquello, mujer. La Aurelia, en una mezcla de asombro y temor, le responde, mejor no y más bien me voy a empujar un poco sus borregas que se están distanciando, y mientras se aleja se va haciendo la señal de la cruz en la frente.

Esos pobres negros, abuela, fueron traídos de bien lejos para que sirvieran como esclavos en las haciendas de los españoles. De tanto no poder seguir soportando el abuso que les hacían, huyeron, ¿a dónde?, al principio quizá no lo supieron, al menos sobre eso no dice nada el libro. Lo que sí dice es que llegaron cerca de las inmediaciones de Cerro Trapecio, siguieron adelante, llegaron a la altura de Cerro Toro Mocho, después a la altura de Ventana Chica, luego a Camote y quizá al ver tan brava vegetación se dijesen, aquí mejor nos quedamos. Y así fue como se metieron a aquel monte espeso y bravo, para que los protegiese de aquellos que los viniesen siguiendo. Como vieron que nadie venía en su búsqueda, se quedaron.

Para estos seres humanos no hay día más sagrado que la visita, eso que solo les dura media hora, además que por ese momento todos los problemas quedan abolidos. Ese precioso instante a vivir con sus seres queridos justificará las dificultades que vendrán en el nuevo mes. Con qué entusiasmo trabajan para cumplir con sus presentes o encargos para los familiares. En esa media hora de visita son olvidadas las humillaciones a las que son sometidos y resplandece la alegría. Aunque después deban volver a la rutina dura y militar de la sobrevivencia.

Robertina se ha quedado en silencio, quizá esperando que la otra mujer le haga más preguntas, así poder seguirse luciendo con la historia que su nieto le ha escrito en su carta. La tarde va recogiendo su luz tras los cerros, con la suavidad y el sosiego de ir pasando la mano sobre el muslo de una mujer que se desea. Como la Aurelia no dice nada, y la vista se le va en mirar el paisaje o de vez en vez mirar a la Robertina, esto hace que la otra mujer siga hablando. Quién podría pensar que hace doscientos cincuenta años el paisaje aquí era otro, al oírla la Aurelia deja su ensimismamiento y le pregunta qué tanto, tanto que no te lo podría explicar, solo para que vislumbres una idea te digo, no existía aún rastro de lo que somos nosotros en el lugar, tan solo monte bravo y agreste, así de cambiadas andaban las cosas en ese entonces. Sí, estos lugares eran llenos de sacuarales, caña brava, árboles, enredaderas, pastizales, matojos, y sabráse qué otras plantas más, además de pantanos, animales de monte, y qué otras alimañas, y también muchas aves. Hazte la idea, abuela, de un lugar así de por lo menos mil hectáreas de extensión, que sobre el terreno formase algo así como una herradura. Una ligera brisa se entremete por el follaje, refrescando y esparciendo el perfume de las plantas. Aurelia, saliendo de ese hito en hito en el que ha estado sumida, ¿tan real como me lo cuenta usted, en verdad fue aquel lugar que dice? Sí, así era, qué va a ser, doña, por supuesto que es cierto, Aurelia, o es que dudas de Alonso, dice mostrando la carta que su nieto le ha escrito.

La Aurelia aún incrédula insiste con su duda, ¿no será que usted está confundiendo el lugar?, Robertina sonríe antes de decir, al principio también pensé lo mismo, pero después de reflexionar y recordar algunas cosas que mis padres y mis tíos hablaban, y más aún cuando es el Alonso es que lo dice, la duda desaparece. Cierto, doña, su muchacho siempre fue hombre de palabra, responde la otra, sentada a su lado sobre la fresca hierba y amparadas en la sombra de los árboles. Pero de todas formas es para no creerlo, ¿no, doña Robertina?, cómo andarían en ese entonces estos lugares llenos de monte, puro verde y la de animales que habrían, ¿no? Cuando hoy, a lo mucho, hay una treintena de árboles, entre sauces, eucaliptos y algunas casuarinas, todos ellos conviviendo en una franja estrecha de terreno, que es circundado en su recorrido por la acequia y donde también se esfuerza un puñado de carrizo porque se le reconozca su condición de carrizal, y, por último, aquella pequeña sabana verde donde están pastando los animales. Hacia delante de donde estamos se ve un sembrío de alfalfa, un poco más allá crece la chala, y cambiando el matiz del follaje los sembrados de camote. Pero este bosque en el que estamos no llega a tener más de media hectárea y no se compara con lo que usted describe, eso quizá me hace dudar, doña, dice Aurelia. De haber motivos para dudar los hay, Aurelia, ciertamente hoy lo único que está quedando en este lugar es la pampa pelada y llena de huecos por todos lados, con toda la tierra extraída -qué quieres- y que cuando sopla el viento se levanta tremenda polvareda que perjudica a todos los que vivimos aquí. Solo a distancias es rota esa aridez por hileras de matojos que seguro siguen la huella de una vena subterránea de agua. Entre la conversación que va y viene, las dos mujeres de piel del lugar disfrutan del oasis que ha dejado la devastación depredadora de algunos hombres.
Qué ironía, en tanto que su nieto a unos treinta kilómetros del lugar, junto a otros hombres como él, viven reducidos en celdas minúsculas, en aquellas prisiones-fortalezas.

En los largos pasadizos solo hay silencio, en las celdas los hombres trabajan sin detenerse para lograr concluir sus presentes. Cuando algún ruido extraño trastorna la quietud de la noche, es señal de que se acercan problemas, allí sí que la alerta corre abriéndose camino de celda a celda. Tener cuidado que la ronda ha entrado al pabellón, los focos de las celdas se apagan, los hombres se tumban en sus colchones simulando dormir. A la espera de que la ronda se retire sin perjudicar a nadie. De la celda del fondo informan, la guardia ha entrado al tercer piso, solo les queda aguardar. Nuevo mensaje, sacar las frazadas que cubren las rejas de las celdas. En nuestra celda los tres permanecemos en silencio, cada uno tumbado en su colchón, cubiertos con la sombra de la noche, la voz de Raúl es como un alfiler en la oscuridad, qué estará pasando arriba, Pascual, un breve vacío antes de que Pacual responda. Los de la ronda deben haber estado espiándonos del techo del pabellón del frente, seguro habrán visto algo en el tercer piso, por eso han entrado de frente ahí, los minutos pasan, se espera sin perder la calma. El ruido del cerrarse de una reja, pasos que bajan por la escalera, voces que hablan, luego ríen. Todos escuchan, una nueva reja que se cierra, después le toca el turno a la puerta de ingreso al pabellón, los pasos cada vez más lejos. Luego la voz diciendo, pueden continuar.

Así como te voy comentando, abuela, toda esa parte de la comarca fue monte tupido y se hizo refugio de negros, de aquellos que tuvieron el valor de escaparse de las haciendas donde los explotaban. Al principio los hacendados no supieron hacia dónde huían sus esclavos, así que los dejaron y después los olvidaron. Los negros huidos se metieron al monte y no salían para nada, ahí dentro levantaron poco a poco, conforme se les iba el miedo, sus cotarros. En las haciendas, después de un tiempo y al ver que a los que huyeron no les había ocurrido nada, otro grupo también se animó a huir. Ahí sí que empezó la murmuración entre los esclavos: figúrate que se han vuelto a escapar un montón de negros, dicen que han huido llevándose sus animales, que se van siguiendo el rastro de aquel cerro inmenso del fondo, que en ese cerro hay un camino secreto que los lleva a un lugar donde hay de todo. Esas ideas empezaron a ser divulgadas en todas las haciendas, así que las fugas empezaron a ser muchas, el monte se empezó a llenar de cotarros y fue cuando los negros huidos decidieron levantar un palenque para protegerse mejor. También les iba allí, que los negros se empezaron a sentir libres, los más jóvenes se atrevieron a salir del monte para husmear los alrededores. Pero como nada detiene a la juventud, terminaron llegando al mismísimo camino grande por donde suelen transitar todos en sus viajes de la costa a la sierra o también al revés. Cuentan que cuando los blancos que viajaban vieron sobre el camino a ese grupo de negros casi desnudos, no les alcanzaron los pies para correr más rápido. Esa tarde todos en el palenque acudieron para ver la novedad que se trajeron los que fueron al camino grande. Las incursiones al camino se volvieron costumbre, de esa forma el palenque se fue llenando de cosas extrañas.

La temperatura se ha elevado tanto que las noches en las celdas son excesivamente calurosas, y si a ello se agregan las frazadas que los internos colocan en sus rejas, ya imaginarán cómo sudan estos individuos. Pascual deja por un momento el trabajo que hace, se seca el sudor de su frente, su pecho, y por último los de sus axilas, en tanto que observa el trabajo que hace Raúl, es para mi hermana, le comenta a Pascual al darse cuenta de que lo observa, se ve bien, alienta a Raúl, también pienso lo mismo y ojalá que le guste a mi hermana, y agrega, a ti cómo te está yendo con las pulseras. Pascual se vuelve a sentar, antes de responderle, ya casi termino, ésta es la última y completo la docena. Son para mi sobrina que las vende en su instituto y así ya tiene propina. Alonso los escucha mientras escribe su carta, y piensa que aún le falta terminar el trabajo de peluche que ha estado haciendo.

Lo asombroso no es solamente la existencia del monte, Aurelia, ¿sino qué, doña? Que a esos montes se vinieran a meter unos negros majaderos, que venían huyendo. Aurelia abre tamaños ojos de asombro y la queda mirando, antes de agregar. Negros, doña. Sí pues, mujer, negros. La pobre Aurelia intenta sonreír antes de volverle a soltar otra pregunta: ¿Y de dónde salieron aquellos negros, dona? Pues del África, mujer. Humm, del África dice, pero dónde queda eso, capaz en Cañete o tal vez en Chincha, o posiblemente en Ingenio, allá por Nazca, porque de esa África jamás he escuchado nada. La otra mujer hizo un mohín, se alisó el cabello antes de responder a la amiga. Eso, Aurelia, anda por la vuelta del mundo. Ande usted, doña, carajo que la pone difícil, cómo que a la vuelta del mundo. Asimismo como lo escuchas, a la vuelta del mundo, entonces ahora quiero que me explique cómo llegaron aquí, sencillo pues Aurelia, los trajeron en barco, aquellos blancos sinvergüenzas para que trabajen como esclavos. Aurelia se esfuerza para tratar de entender lo que su amiga le dice. ¿Esclavos, dices? Sí, esclavos, la pobre Aurelia en silencio y desamparo se queda pensando y después de un momento se atreve a decir, será entonces que el negro Zegarra, Amorí y los Zapata ya estuviesen aquí desde esos tiempos, eso quiere decir que son de este lugar mucho antes que nuestros familiares. Robertina no puede contener la risa ante la ocurrencia de su amiga. No, Aurelia, esas familias llegaron aquí junto a las nuestras, ya lo suponía yo, como que tengo la seguridad de que los Zegarra son venidos del Carmen, doña Robertina, me sigue quedando una duda, cuál Aurelia, esos negros de África son iguales a los nuestros, creo que sí, mujer, entonces para que se molestaron en traer a esos otros, quizá porque eran como hoy, la mercadería china más barata. Robertina evita mirar a la Aurelia para que no le fuese a salir con otra de sus brillantes ocurrencias, así que hace como que observa el desplazamiento de sus borregas y de esa manera darse tiempo para pensar una respuesta y salir de la situación embarazosa en la que siente que ha caído, qué tal esta mujercita, las ocurrencias que tienes, antes de que trajesen a aquellos negros aquí no los había, chuca, doña, eso quiere decir que los Amorín, los Zapata y los Zegarra son como parientes lejanos de esos negros esclavos, la verdad que no te lo puedo afirmar, quizá los padres de los padres, un momentito, doña, no volvamos a empezar con eso que no acabamos nunca, además que le tengo una curiosidad, cuál es, Aurelia, las cosas de las que me está hablando son las que ha escrito Alonsito, efectivamente que sí Aurelia, la mujer de las preguntas le sonríe antes de volver a soltarle otra de sus dudas, dígame, doña, pero sin molestarse, ¿sabe usted leer? Robertina siente la incomodidad del que ha estado comiendo pescado y una espinilla se le atasca en la garganta, pero como mujer sencilla que gusta de las cosas claras, responde, bien sabes tú que no, pero ése no ha sido impedimento para conocer las cosas que mi nieto me dice en aquella carta porque primero me la hice leer por mi hija, después por mi yerno, luego por una vecina que para mejor seña es profesora y aún después me la leyó Miguelito que bien sabes es el hijo del bodeguero y tan buen amigo de mi Alonso, que por un solo pelo se libró de que a él también se lo llevasen preso. Después de tan contundente y sincero alegato, a Aurelia no le quedaron más dudas y dijo mansamente, siendo como usted dice, no hay nada que objetar a lo que ha contado.

Las noches siempre serán enormes aquí, pero no eternas, el pasadizo largo y limpio está en silencio, algunas celdas dibujan a ras del suelo una delgada pestaña de luz, que las frazadas no pueden disimular. En algunas celdas se escucha el apagado ruido de los que trabajan y conversan en voz baja para no molestar el sueño de los que duermen.

Fuera de aquí, en otro pliegue del tiempo, la tarde avanza sin haberse hecho sentir, en medio de toda la devastación que se le ha infligido a la tierra, y en esta levedad de campiña que queda, estas dos mujeres están por partir a sus casas.

Qué cosas, ¿no, doña?, para no creerlo, que aquí hubiese podido existir un monte tupido y que justo ahí se viniesen a esconder esos negros de marras que se habían fugado del maltrato que les daban en las haciendas, caray, qué buena historia, cuánto ha aprendido Alonsito. La otra mujer mira satisfecha y responde, no te apresures que aún no se termina, ¿cómo, hay más? Claro, pero tan solo un tantito porque va siendo hora de que nos retiremos, aquellos negros que cada vez iban siendo más conforme pasaba el tiempo, que llegaron a asustar a los que los esclavizaban, así que estos últimos enviaron su ejército para que acabasen con los negros, su pretexto fue, porque debes saber que a esos nunca les faltará pretextos, que esos negros montaraces eran ladrones, asesinos desalmados, sembradores del terror en los caminos contra pacíficas personas. Todo un gran cuento armaron, para hacer su escarmiento y gran mortandad entre esos pobres negros, quién los autorizó a esos desgraciados para que fuesen a traer a los negros de sus pueblos, caramba, doña, está hablando como si usted hubiera vivido eso, hay necesidad con lo que nos ha tocado vivir.

Bien, con esto estoy terminando mi carta, abuela, espero que te estés cuidando y no te preocupes por mí que la estoy pasando bien en mi hotel de cinco puntas. Tu nieto que te quiere.

¡Caramba!, ya va a ser las dos de la madrugada y aún debo terminar de coser mi trabajo en peluche.

Ahora sí, vámonos, Aurelia, ambas mujeres se ponen de pie, quejándose de sus achaques, el tiempo se ha ido sin que lo sintamos, doña, voy por mis cabras, Robertina le pide, a ver si me avientas para acá mis borregas. Así, despacio y sin mucho ruido, la vida nos va acercando de nuevo.


Cuento de Manuel Marcazzolo del libro "Historias de Rotonda" (2008)

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