22 jul 2012

EL ELEFANTE AZUL



Todo comenzó con la sugerencia que me dio mi amiga Silvia, quien por aquel entonces era profesora de inicial. Me recomendó que He­lena, mi menor hija, hiciera unos ejercicios de estimulación tempra­na, que consistían en colorear hojas donde estaban impresas siluetas de animales. En ellas, había fotocopiado un pez, un león, una mari­posa y un elefante. Al entregármelas, me dijo:
—Manuel, el hecho de que garabatee es bueno para que la niña desarrolle su capacidad intelectual.
Después de agradecerle, decidí poner en ejecución dicha suge­rencia. Al regresar a casa, le di a Helena las hojas impresas y una caja de colores.




Mi mujer al ver lo que hacía me preguntó:
—¿No te parece que es muy precoz para que esté pintando?
—No lo creo, ya que he hablado con Silvia y me ha dicho que la estimulación temprana ayuda a desarrollar su cerebrito, y, además, a que las interconexiones neuronales se produzcan mejor; asimis­mo, el próximo año que vaya al nido eso es lo que va a realizar.

Después de observar un buen tiempo las hojas y los colores, He­leniza se decidió por coger los lápices y rayar de forma aleatoria las hojas. Yo le iba sugiriendo el cómo debía de coger el lápiz y le bus­caba un color adecuado para que pintase. El pez lo pintó de variados colores sin respetar el contorno, pero el resultado era que daba la impresión de ser un pez tropical, escondido en el fondo marino.
Con la figura del león recogió mi sugerencia y aceptó los lápices de colores que le fui dando, pintándolo entre un marrón amarillento; como resultado el efecto no fue muy halagador, pero quedé satisfecho para lo que lograba a su corta edad. En la figura de la mariposa explotó su creatividad. Al llegar al elefante, tomé el lápiz plomo y se lo di; apenas lo recibió, lo observó minuciosamente y luego lo tiró a un costado, desdeñándolo de inmediato. Luego, cogió el lápiz azul y comenzó a garabatear sobre la silueta hasta gastar la punta; aprove­ché la circunstancia para volver a darle el lápiz plomo, pero ella lo rechazó y quiso volver a pintar con el lápiz de color azul, cuya punta había gastado. Al darse cuenta de que este último no pintaba, me lo dio para que le ayudase a resolver su problema; entonces, procedí a tajarlo. Restablecida la punta, ella volvió a pintar sobre el elefante con una obstinada dedicación; cuando la gastó nuevamente, volví a insistir en darle el lápiz plomo; al querer recibirlo, le ofrecí el de color marrón, pero ella estaba renuente a seguir pintando con cualquier otro color que no fuera el azul. Entonces, yo le dije:
Helenita, los elefantes son plomos.
Y ella de inmediato me respondió con una de sus palabras preferidas:
Mamamagi. Para la ocasión, esa palabra equivalía a "mamá, mira que mi papá no me deja".
Mi mujer intuyó que algo estaba molestando a Helenita, por lo que me dijo:
¿Amor, ¿qué está pasando?
Nada, sino que está pintando al elefante de azul y yo le quiero enseñar que es plomo.
—Déjala que lo pinte como quiera, lo importante es que lo haga.
Sí, tienes razón. Pero para mí refunfuñé:
¡como si fueran azules!
Pasado un tiempo le volví a dar algunas hojas; dibujaba de ma­nera abstracta, por lo que deduje que cuando creciera desairaría lo figurativo. Entre todos sus garabatos, destacaba una figura rechon­cha, azul, con algo que parecía ser un elefante. Pero aquel enton­ces no le prestaría demasiada importancia al asunto hasta que ella comenzó a ir al nido donde Silvia trabajaba y donde le volvieron a dar las figuras impresas, las mismas que pintó aquella primera vez; cuál no sería mi sorpresa al ver que volvía a pintar al elefante con el color elegido que invariablemente era azul; las otras figuras eran de distintos colores, pero en el elefante el color elegido siempre era azul. Entonces, decidí comprar una enciclopedia con fotos de ani­males para enseñarle de qué color era cada uno de ellos, comencé a mostrarle los diferentes colores y a compararlos con sus dibujos hasta llegar al elefante que en las fotos lucía de color plomo terroso. Entonces, le hice recordar que los elefantes no eran azules. Mi hija no le dio mayor importancia a lo que hablamos, y siguió hojeando el libro. Pasados los días y siempre que podía seguía pintando los paquidermos de color azul, lo cual me producía una profunda desa­zón. Al quedarme intrigado por tal preferencia pictórica y en vista que no podía darle alguna explicación lógica, fui a ver a mi amiga Carola, que era psicóloga infantil con tendencias psicoanalíticas. Fue ella la que me dijo:

Mira, Manuel, nosotros en nuestros sueños reflejamos nues­tras inhibiciones, y en la tierna edad de tu hija el espíritu de rebeldía aflora ante una prohibición, seguro que le has dicho que los elefan­tes no son azules, entonces ella te demuestra que no está de acuerdo y los seguirá pintando de ese color; lo mejor es que la dejes y no le des mayor importancia al asunto. Ya ella sola irá descubriendo que los elefantes no son azules, pero si tú la hostigas reiterándole que son de tal o cual color, la niña seguirá en sentido contrario.
Bueno, después de ello, saqué en conclusión que tenía una rebel­de en potencia y lo segundo era que debía darle todas las figuras a pintar menos la de los elefantes.
Al pasar los días, mi hijita fue mejorando su lenguaje y su ca­pacidad pictórica, pero para asombro mío, al traer del colegio sus dibujos había vuelto a pintarrajear al bendito elefante de azul. En aquel momento decidí ir donde el doctor Marcelo Linares, oculista de la familia, para que revisara a Helenita y me dijera si sufría de alguna enfermedad ligada al daltonismo, pero Marcelo, después de examinarla minuciosamente, concluyó que no tenía nada. Después de ello me espetó:
Manuel, ¿Cómo haces para matar a un elefante morado?
¿Qué?
Sí, ¿Cómo haces para matar a un elefante morado? —No tengo ni idea.
—Bueno, te consigues un rifle para matar a un elefante morado. —¿Cómo haces para matar a un elefante azul?
—Con un rifle para matar elefantes azules.
—No, no puedes hacer eso, ya que no hay rifles para ese propó­sito, porque no existen elefantes azules.
Bueno, al menos en algo estamos de acuerdo.
—Mira, le aprietas la trompa hasta que se vuelva morado, y allí le disparas con el rifle para elefantes morados. Terminado de decir esto volvió a reír, risa que era seguida por Helena y que no paró hasta que nos despedimos.
A la sazón fui donde Silvia para que me pudiera explicar qué es lo que pasaba, y ella me dijo que en el nido tenían por costumbre darles los mismos dibujos para que los niños se familiarizaran con las tareas y, a base de repetir los ejercicios, los padres pudieran ver los logros de sus pequeños. Entonces yo le enseñé la hoja en cues­tión en donde mi hija había teñido de añil al paquidermo; ella en tono indulgente me dijo que no debía preocuparme, que Helenita había progresado bastante en su ejercicio y que lo del color no era de importancia, puesto que los chicos copiaban los colores de donde los veían y era posible que en algún sitio hubiera visto a los anima­les de ese color. Comencé a buscar a los animalitos cianóticos; al primero pude encontrarlo en el pañal que usaba; al segundo, en la manta con la cual la tapaban, y, por último, en el bello poncho que le había comprado su abuela, que tenía mucho de esos animalejos ca­muflados por debajo de la capucha. Pensé que era una conspiración contra el discernimiento de alguna corporación, seguramente como los monopolios que nos venden los transgénicos, algo así como Po­peye con lo de la espinaca, o los pitufos azules, era meternos en el subconsciente que los benditos animalitos pueden ser del color que nos dé la gana para vendernos algún día gatos fosforescentes.
Al comentarle el tema a mi mujer, ella me dijo:
Manuel, estás llevando la cosa al extremo, no voy a cambiar la marca de pañales, ni tampoco la manta, porque tenga dibujos con animalitos azules. Y me parece una exageración que no quieras que Helena use el poncho que es tan lindo porque tiene un insignificante elefantito azul.
Al pasar el tiempo, fui descubriendo que el mundo infantil es -taba poblado de seres de colores tan diversos como extraños; llegué a ubicar un dinosaurio melón, una pantera rosa y hasta Dumbo era azul. Era muy difícil que mi hija entendiese que el mundo de la fantasía no era el de la realidad; además, aunque yo pintaba de for­ma realista, el abstracto dominaba al mundo, ¡maldito Kandinsky!, así que la llevé al zoológico para que viera a los animales. Llega­mos donde el elefante y ella pudo apreciarlo en todo su esplendor, escuchar sus bramidos y ver su enorme elegancia al desplazarse; ese era su primer contacto con un paquidermo de verdad. Pasado el incidente, nunca más volvió a dibujarlos de azul.
Helena fue creciendo para convertirse en una muchacha inteli­gente y aunque yo me esforzaba para que se inclinase por el arte, ella prefería las ciencias. Ingresó a la universidad a estudiar bioge­nética y se ganó una beca para un doctorado en el extranjero. Como padre no podía sentirme más orgulloso, pero el destino me tenía reservada una sorpresa. Un día en que me encontraba leyendo el diario electrónico cuál no sería mi sorpresa al ver el nombre de mi hija en la primera página; el titular decía: Gran hallazgo, prestigiosa doctora descubre variante del genoma del mamut; luego explicaban la creación de este nuevo ser, a partir de la línea de los ya clonados, con mezcla del ADN de los elefantes africanos y del tapir peruano, lo cual era un enorme aporte científico, porque estos no envejecían prematuramente y al haber una nueva subespecie, era en la práctica un nuevo mamut que podía ser cruzado con los ya existentes, reno­vando la sangre y facilitando su producción. A ese nuevo animalito, debido a su color, ella lo había bautizado el mamut azul.



Juan Alonso Aranda Company (Segundo Lugar en el concurso de  cuento “Arte y Esperanza 2010”)

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