Ahora que
pides que te cuente algo del pueblo, de qué te hablaría… Bueno, te hablaré de
don Augusto Ayala. Ese señor que cuando todavía éramos escolares del pueblo, se
emborrachaba solamente con un cuarto de trago y empezaba a llenar la cantina
con esa canción que dice:
Me voy, me voy
mañana me voy
pero eso sí
con las esperanzas
de volver
si no me muero.
Claro, con
ese mismo tono y a veces hasta se ponía a llorar diciéndonos: Mistichas, el día que yo muera el pueblo se
enterará cuando sobre mi cuerpo ya muerto revoloteen los cóndores; ustedes
serán los primeros en decir: “don Augusto ha muerto”, ahora que saben que eso
pasará. Entonces me encontrarán tirado por la loma de Wayuri; pero no tengan
miedo mirándome de esa manera. Yo seguiré siendo amigo de ustedes hasta en la
otra vida. Y nosotros nos reíamos pensando que no sería así y, además, un
hombre en tragos era capaz de hablar cualquier cosa. El, fue primo de los Ayala
que fueron nuestros compañeros de escuela y murió dicho y hecho
desbarrancándose en la caída de Wayuri por el mes de agosto. Nosotros estábamos
en la chacra cosechando maíz con mamá. Ya era tarde cuando llamó ese hombre
vestido de negro, desde la cruz de Piruru, avisando que había una persona
muerta por el camino de ese lado y si alguien del barrio faltaba fueran a verlo
al lugar. Entonces ahí nomás dijo mamá: Otro
muerto más en esa maldita falda. Y nosotros alzamos la vista, mandados por
no sé qué parte del cuerpo, para buscar los cóndores por el cielo de Wayuri y
logramos ver a tres de esos animales revoloteando en las alturas y dije: Será don Augusto, mamá. Y ella riéndose
nos contestó que esos animales no tenían esa costumbre, que sólo bajaban de los
cerros altos al sentir la muerte de algún animal del gusto de ellos. Y, más
bien, iríamos a la madrugada del siguiente día a ver las vacas por si acaso.
Pero al rato de la llamada de ese hombre vestido de luto, que nunca se llegó a
saber quién y de dónde fue, llamaron al hijo mejor del finado que estaba
trabajando en su chacra más o menos desde el medio día y el muchacho, a su vez,
llamó a los vecinos pidiendo que los acompañara. Por eso mamá fue esa noche al
velorio dejándonos solos; pero antes, cuando nos porfiamos en seguirla, ella
nos habló de los muertos y nos conformó diciendo que don Augusto nunca había
llegado a nuestra chacra cuando vivo. Y nosotros nos quedamos creyendo que sí
antes nunca había venido, tampoco vendría su ánima esa noche a darnos susto. Ya
después, con los años, supimos que ese señor era el esposo de la hermana mayor
de mamá y en la chacra, que antes fue de nuestro abuelo, él había trabajado en
muchas ocasiones. Pero toda esa noticia nos llegó ya muy tarde. Ya cuando no
teníamos miedo a las ánimas y desaparecidos… Esa noche, como te repito, mamá
fue al velorio y no volvió durante cuatro noches y cuatro días porque no
podían, dice, mover el cadáver antes que el Juez diera esa orden. Volvió ya al
quinto día y eso sólo a llevar algunas cosas que se necesitarían durante el
entierro. Ese don Augusto, cuando lo conocimos ya estaba muy pegado a las
copas. Pero dicen que no lo estaba desde mucho tiempo atrás, sino solamente
desde la fecha que lo llevaron a la cárcel por haber castrado al opa Lorenzo
Fernández. Todo había empezado cuando los padres del opa llevaron la denuncia
al pueblo la misma tarde del día en que éste apareció por su casa sangrando
como agua por la castradera; y después, cuando, luego de haber caminado de casa
en casa acompañado por las autoridades, el opa reconoció en don Augusto a su
castrador, por las botas que calzaba. Don Augusto, dicen, ha jurado varias
veces certificando su inocencia en el asunto; pero las autoridades dieron crédito
a Lorenzo Fernández y lo tiraron a las sombras por algo de cinco años. Desde
esa fecha es que se dio a los tragos y también a golpear a su mujer y a sus
hijos. Debes acordarte de él. Fuimos vecinos de barrio y lo conocimos tanto.
Casi a diario veíamos pegar a su esposa como si fuera un animal. Cuando se
ausentaba del barrio, él regresaba ajeando a todo el mundo y los pobres de su
casa, no bien escuchaban su voz, salían como disparados para perderse en casa
de los vecinos. Entonces él llegaba a su casa pateando todo lo que encontraba
en su camino y hasta hacía su dos en la olla de sopa en que su mujer estaba
cocinando en esos momentos. Por eso se dormía y comía en casa ajena hasta que
don Augusto se durmiera o se fuera de nuevo del barrio. A veces también pegaba
de sereno y sin qué por qué a su esposa. Cuando ese gusto le subía a la cabeza,
él se sacaba primero el saco y luego se remangaba la camisa y ahí nomás
empezaba con la golpeadera. Así lo conocimos y esa cosa le duró hasta la hora
de su muerte. Pero el cuento de Lorenzo Fernández sólo ha sido un puro decir de
parte de los principales de pueblo para mandarlo a la sombra. Don Augusto, como
lo conocimos, era huérfano igual que nosotros aunque tenía tantas familias
regadas en todo el pueblo y nunca estaba acostumbrado a lamer el plato de
ningún principal. Vivía su vida callada así como nosotros. Al principio
trabajaba en su chacra junto con su esposa y poseía alguno que otro negocio de
licores y ganados. Según los mayores, era un hombre que no dependía de nadie y
podía mandar a cualquiera a donde estaba su santa madre. Hasta que por fin lo
marcaron como renegado. Pero si tú no crees que fue cierto todo eso, acuérdate
de lo que siempre decía en la cantina conversando con los escolares: Carajo, estos mal paridos de mierda joden a
cualquiera cuando ven que uno no está con ellos, valiéndose de su dinero. Son
cuatro cojudos que pisotean a todo el pueblo; y cuando alguien reclama se valen
de sus padrastros los cachacos, para mandarlo a uno a la chirona. Aquí todo
queda en casa como dicen: ellos son las autoridades; sus hijas las maestras; y
el cura es también de la misma camada aunque no es del lugar. En sus reuniones
hasta hablan de progreso. Carajo, cuando sólo a estos mismos fulanos se les
elimine desde la raíz de sus puterías llegará el progreso a este lugar y no por
obra de estos mismos cojudos. Decía mirando a la maestra sentada en la
puerta de su casa que queda frente a la cantina donde el acostumbraba tomar sus
tragos. Pero allí, nadie le hacía caso; tampoco le decían nada. Ya no tenían
qué perder con dejarlo hablar a su gusto. ¡Ya lo habían jodido al hombre!
También cuando nosotros ya estábamos en la escuela y mientras él permanecía en
la cárcel de la provincia, volvieron a sacarle el otro que le quedaba al opa
Lorenzo Fernández. Pero esa vez a nadie culparon, sino las mismas autoridades
se encargaron de acallar achacándole una sarta de acusaciones. Se hicieron
conocedores de eso de que el opa Lorenzo tenía costumbre de porfiar cuanta
mujer encontraba por los caminos, sin averiguar si eran solteras o no. También
dijeron que para el pueblo era una cosa así como un padrillo maldoso que sólo
sirve para malograr la raza del potrero. Esas cosas anduvieron diciendo por
mucho tiempo y sin que nadie les preguntara. Y cuando el viejo Pedro, padre del
opa, siguió con los reclamos hasta recordándoles de la primera vez, el Teniente
Gobernador le había dicho: Carajo, eso de
la primera vez fue porque lo dejaron con uno solo: Ahora ya lo completaron
debes tener por bien, puesto que caminará sin ladearse. Así despidieron a
los quejantes aquella vez. Entonces corrió el cuento ese de que el opa había
porfiado también a la hija de uno de ellos cuando la chica iba por agua al río.
Todo eso comenzaron a hablar no sé si de cierto o de pura venganza simplemente.
Pero como te sigo contando, a don Augusto lo velaron en el mismo lugar de su
muerte porque al Juez no le dio la santa gana de expedir la orden para levantar
el cadáver del lugar del accidente y porque se demoraba con una serie de
pretextos sólo por sacar más dinero. Como sabes tú, Wayuri, a partir del medio
día hasta que el sol se pierde detrás de los cerros, arde el mismísimo fogón; y
por esa razón, según dijeron, el muerto perdió su peso de tanto sudar como
agua. Ya al quinto día llevaron su cadáver al pueblo para enterrarlo cuanto más
antes. Sin embargo, el Juez ordenó que primero se practicara la autopsia; y lo
descuartizaron como si fuera un carnero, ya apestando y con algunas hormigas
blancas en los orificios principales del cuerpo, al pie del cedro del centro de
la plaza. Y como había afirmado la gente, desde esa noche, seis días después de
su muerte, se empezó a sentir en todo el pueblo el castigo de don Augusto.
Nosotros los menores fuimos los que más sentimos. Claro, de todo eso debes
acordarte ya muy poco, aún estabas pequeño por ese tiempo. Empezó la misma
noche de su descuartizamiento: A eso de la media noche, dicen, se escuchó su
voz ronca y que, en forma de viento, casi se lo lleva a sus descuartizadores.
Después, la noche que sus familiares volvieron al barrio y cuando ya estaban
acostados se había sentido su llegada, montado en su caballo y sus espuelas
sonando claramente y al entrar a su casa había desmontado tosiendo; pero al
sentir cerrada la puerta, hizo su pichi en el balde que estaba puesto a la
gotera y se había marchado de nuevo por el mismo camino. Luego fue en el pueblo
y todos creyeron que don Augusto había regresado desde la otra vida en persona,
cuando llegó ajeando como siempre, montado en su caballo, con sus espuelas
roncadoras y se dio vueltas por el rededor de la plaza hasta casi amanecer. Así
fue durante mucho tiempo la sombra de don Augusto caminando por las noches. Lo
veían en varios lugares a la misma hora y en la misma noche. Por eso las autoridades
se vieron obligadas a dar la orden de no caminar de noche y sin compañía, y esa
ordenanza se cumplía sin ninguna desavenencia durante mucho tiempo –tal vez
sigan todavía cumpliéndola-; hasta de la escuela nos soltaban temprano para
llegar a tiempo a nuestras casas. Si no se escuchaba la voz ronca de don
Augusto, se podía oír el trote desesperado de su caballo y el tintineo de sus
espuelas roncadoras. La sombra de don Augusto pesó tanto, más que las
diferentes sequías que azotaron nuestro pueblo, Floriano. Sin embargo, sus
hijos no presenciaron nada. Ya no estaban allí por ese entonces. Los varones se
habían ido hacia la costa a ganarse la vida y las mujeres encontraron sus
parejas y se fueron a otro barrio. Es que se quedaron muy pobres con eso de
pagar honorarios al Juez y los gastos del velorio durante varias noches. Hasta
el caballo del finado tuvo que ser vendido para los gastos del entierro. Eso
del animal fue otra historia. El pobre no se acostumbró con su nuevo amo y
murió sin querer probar un bocado desde la muerte de su antiguo amo. Como te
recordarás, del caballo se cayó don Augusto. Eso era don Augusto Ayala,
Floriano, si de la memoria ya te escapa, y era familia no solamente de los
Ayala que fueron nuestros compañeros de escuela, sino también de los que vivían
por el lado derecho del pueblo … Bueno, Floriano, el señor dice que desocupemos
la cantina; pero si todavía quieres saber más cosas, te seguiré contando cuando
quieras.
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