Manuel Marcazzolo
Todos
aquí esperan con ansias a que el alcaide se vaya, son las nueve y cuarto de la
noche y el tipo nada de irse, hace media hora que se ha puesto en una conversa
con los de la celda uno, no se ve indicio alguno de que tenga intención de
cortarla. Los que viven en las celdas
contiguas se desesperan con la demora.
Querida
Abuela: Te extraño.
Hace
un buen chorro de tiempo que no te escribo, y claro, tú con razón le has estado
reclamando a mamá por mi ingratitud. Por
esto van primero mis disculpas a ti, por mi poca consideración, tú que tanto
viste por mí. Hoy que escribo es
viernes, y como tú sabes mañana sábado mamá vendrá a verme. La de siempre, debo aguardar un mes para
poder verla y de esa manera saber algo de todos ustedes que son lo que más
aprecio. Así que me he puesto a
escribirte, para que te hagas una idea de dónde estoy. Te comento que en las celdas no tenemos
fluido eléctrico y tan solo en el pasadizo que está frente a nuestras celdas
hay conexiones. Pero el alumbrado en el
pasadizo no es suficiente para que se iluminen las celdas. Eso sí, como bien sabías decir tú, para todo
siempre hay solución, así que ni bien los alcaides cierran las puertas y se
van, nosotros empezamos la operación cacería que no es otra cosa que sacar un
palo que tenemos bien listo para ser enganchado en la línea del pasadizo. En la
actualidad esa operación la hacemos con facilidad.
Recién
como a las nueve y media el alcaide chequea su reloj, “Chucha, cómo ha pasado
el tiempo, carajo, seguro ya me quedé sin combo”, todos reciben con alivio esas
palabras. Ni bien se tiene la
confirmación de que el policía se ha ido, los internos se movilizan para hacer
su instalación. Cosa digna de
admiración, porque encerrados en sus celdas, trepados a los barrotes en una
situación incómoda en solo una brevedad como decir zum, la conexión está
lista. La maniobra no acaba ahí, después
de hacer la instalación se debe cubrir los barrotes de las celdas, casi siempre
con frazadas, para que cuando prendan sus bombillas eléctricas no sean vistos
por la ronda que sabe subir a los techos de los pabellones y desde allí espiar
lo que hacemos.
Cómo
anda la salud, doña Robertina, ah, Aurelia, eres tú, me asustaste. Aquí pues, mujer, dándole con lo que me queda
de vida. Las dos mujeres se han
encontrado en la tranquilidad de este pedazo de paisaje montuno. Ambas vienen a pastar su minúsculo ganado, la Aurelia sus cuatro cabras,
Robertina sus dos borregas.
A
que no te imaginas, me ha escrito Alonso.
Qué bien, qué cuenta Alonsito, doña Robertina, le responde sonriente
Aurelia. Justo en las cosas que me ha
escrito pensaba cuando llegaste. Serán
buenas cosas las que le cuenta su nieto. Ni creas, en su carta hay como un humo
a tristeza, a dolor que te refriega el alma.
La Aurelia
se sienta a su lado para decirle. Por
qué será así. La prisión, mujer, todos
los seres humanos somos para ser libres.
El verano aprieta con rigor, el calor hace que la brisa que corre entre
la vegetación sea una exhalación caliente y que la tarde no signifique ningún
consuelo. Eso que ambas mujeres están al
amparo de la sombra de los árboles, y cerca de ellas, en la acequia, corre el
agua murmurante.
Robertina,
quizá para darle más tiempo a sus palabras, de entre sus ropas extrae la carta
que su nieto le ha enviado. Las cosas
que aquí me cuenta tienen la apariencia de ser graciosas. Ah, sí, doña.
Sí pues, Aurelia, una mariposa de alas de color brasa de carbón hace
maromas en el aire. Robertina, después
de su breve mutismo, se anima a seguir.
En su carta el Alonso habla justo de este lugar.
Para
todos estos hombres, que han perdido su libertad, el último viernes de cada mes
es víspera de la visita de sus familiares. Por eso se les ve tan atareados,
afanosos con las cosas que hacen, es que son presentes para sus seres queridos
que vendrán. Todos andan a la carrera, afanosos por terminar sus obsequios,
trabajos para que sean vendidos y también están los apresurados por concluir
sus misivas. Entre los que escriben se encuentra Alonso, la carta es para su
abuela, en ella le recrea lo último que ha estado leyendo, aquel libro cuenta
la historia de un palenque de negros, y que el palenque existió en el tiempo de
la colonia española. Le dice por ejemplo que ella no podría imaginar que el tal
palenque del que le habla se ubicara en lo que ahora es la comarca de
Huaynapatá y de donde ellos son, que para mayor asombro justo se ubica en la
rinconada que hoy forma parte de la jurisdicción de lo que es el pueblo.
Ni
te imaginas cómo me impresionó el ir leyendo y enterarme de que esos hechos se
dieron lugar precisamente allá, y de que la historia contase lo que fue la vida
de aquellos pobres negros que fueron traídos del África, para que trabajasen
como esclavos en las haciendas de los españoles. La época en que ocurrieron aquellos hechos es
por lo menos de hace unos doscientos cincuenta años, comprenderás la cantidad
de años que representa esta cifra; eso es lo bueno de los libros, nos permiten
que hechos tan remotos y de tanta importancia no se puedan olvidar o silenciar.
El
que tengan que cubrir los barrotes de sus celdas con frazadas no es algo tan
cómodo, sobre todo en verano, cuando el calor agobia, por más que los barrotes
estén despejados. Entonces imagínate
cómo estoy sudando en este momento, estando como estamos en el pico más alto
del verano, pero eso no importa porque se trabaja con alegría y buscando que
los trabajos que se hacen tengan un hondo contenido. A partir de la medianoche,
día sábado, los que continúan trabajando cuentan el paso del tiempo. En este instante en que escribo, por ejemplo,
ya es la una con cuarenta minutos, faltan cuatro horas con veinte minutos para
que amanezca, y siete con veinte para que lleguen ustedes. La alegría de la
visita nos deberá durar hasta la otra visita, luego la rueda seguirá girando.
A
ver, explíqueme lo que Alonso le habla en su carta, doña Robertina. La mujer, un poco más vieja que la otra, la
queda mirando, antes de responderle.
Quizá no me vayas a creer, pero es precisamente de este mismo lugar en
que estamos del que me habla mi nieto.
Las cuatro cabras de Aurelia, felices, arrancan con sus hocicos hojas de
las ramas, para esto se ayudan de sus patas delanteras y alcanzan los brotes
más verdes y jugosos de los matorrales.
Al mirarles con detenimiento se ve que disfrutan de esto. Las borregas de Robertina pacen con calma; la
calma que exhiben es como si el tiempo no significara gran cosa para ellas.
Después
de estas breves anotaciones, Robertina le explica lo que su nieto le dice en la
carta: en este mismo lugar, hace unos doscientos cincuenta años..., a la Aurelia los ojos se le
ponen como platos y pregunta, y cuánto tiempo es ése, doña, la mujer más vieja
se queda mirando el aire, como buscando una longitud que le permita medir el
tiempo de doscientos cincuenta años, mientras trata de resolver esto se le
ocurre pensar en los líos en que me metes, muchacho. Lo único que se le ocurre
argumentar para salir del aprieto es lo siguiente, cuando primero nació tu
padre, luego más atrás el padre de tu padre, otro tantico de más atrás y nace
el padre del padre de tu padre, aún no contentos con estos nacimientos porque
falta bien regular para que sean doscientos cincuenta años, nace otro padre más
pero siempre yendo hacia atrás. Un
momento, doña, párele que me está mareando, qué cosas son ésas que habla, tenga
cuidado que puede dejar sin padre a mis descendientes y eso sería grave, por
seguridad mejor lo dejamos ahí. Ya, ya, pero déjame que te responda a mi
manera, solo trata de comprenderme, imagínate ocho descendencias más y listo,
pero ojo, siempre respetando la escalerita para atrás. A ver, cuánto suma todo
aquello, mujer. La Aurelia,
en una mezcla de asombro y temor, le responde, mejor no y más bien me voy a
empujar un poco sus borregas que se están distanciando, y mientras se aleja se
va haciendo la señal de la cruz en la frente.
Esos
pobres negros, abuela, fueron traídos de bien lejos para que sirvieran como esclavos en las haciendas de los españoles. De tanto no poder seguir soportando el abuso
que les hacían, huyeron, ¿a dónde?, al principio quizá no lo supieron, al menos
sobre eso no dice nada el libro. Lo que
sí dice es que llegaron cerca de las inmediaciones de Cerro Trapecio, siguieron
adelante, llegaron a la altura de Cerro Toro Mocho, después a la altura de
Ventana Chica, luego a Camote y quizá al ver tan brava vegetación se dijesen,
aquí mejor nos quedamos. Y así fue como se metieron a aquel monte espeso y
bravo, para que los protegiese de aquellos que los viniesen siguiendo. Como
vieron que nadie venía en su búsqueda, se quedaron.
Para
estos seres humanos no hay día más sagrado que la visita, eso que solo les dura
media hora, además que por ese momento todos los problemas quedan abolidos. Ese
precioso instante a vivir con sus seres queridos justificará las dificultades
que vendrán en el nuevo mes. Con qué entusiasmo trabajan para cumplir con sus
presentes o encargos para los familiares. En esa media hora de visita son
olvidadas las humillaciones a las que son sometidos y resplandece la
alegría. Aunque después deban volver a
la rutina dura y militar de la sobrevivencia.
Robertina
se ha quedado en silencio, quizá esperando que la otra mujer le haga más
preguntas, así poder seguirse luciendo con la historia que su nieto le ha
escrito en su carta. La tarde va
recogiendo su luz tras los cerros, con la suavidad y el sosiego de ir pasando
la mano sobre el muslo de una mujer que se desea. Como la Aurelia no dice nada, y la vista se le va en
mirar el paisaje o de vez en vez mirar a la Robertina, esto hace que
la otra mujer siga hablando. Quién podría pensar que hace doscientos cincuenta años
el paisaje aquí era otro, al oírla la Aurelia deja su ensimismamiento y le pregunta qué
tanto, tanto que no te lo podría explicar, solo para que vislumbres una idea te
digo, no existía aún rastro de lo que somos nosotros en el lugar, tan solo
monte bravo y agreste, así de cambiadas andaban las cosas en ese entonces. Sí, estos lugares eran llenos de sacuarales,
caña brava, árboles, enredaderas, pastizales, matojos, y sabráse qué otras plantas
más, además de pantanos, animales de monte, otras alimañas, y también muchas
aves. Hazte la idea, abuela, de un lugar así de por lo menos mil hectáreas de
extensión, que sobre el terreno formase algo así como una herradura. Una ligera brisa se entremete por el follaje,
refrescando y esparciendo el perfume de las plantas. Aurelia, saliendo de ese hito en hito en el
que ha estado sumida, ¿tan real como me lo cuenta usted, en verdad fue aquel
lugar que dice? Sí, así era, qué va a
ser, doña, por supuesto que es cierto, Aurelia, o es que dudas de Alonso, dice
mostrando la carta que su nieto le ha escrito.
La
Aurelia aún incrédula insiste con su duda, ¿no será que usted está confundiendo
el lugar?, Robertina sonríe antes de decir, al principio también pensé lo
mismo, pero después de reflexionar y recordar algunas cosas que mis padres y
mis tíos hablaban, y más aún cuando es el Alonso el que lo dice, la duda
desaparece. Cierto, doña, su muchacho siempre fue hombre de palabra, responde
la otra, sentada a su lado sobre la fresca hierba y amparadas en la sombra de
los árboles. Pero de todas formas es para no creerlo, ¿no, doña Robertina?,
cómo andarían en ese entonces estos lugares llenos de monte, puro verde y la de
animales que habrían, ¿no? Cuando hoy, a
lo mucho, hay una treintena de árboles, entre sauces, eucaliptos y algunas
casuarinas, todos ellos conviviendo en una franja estrecha de terreno, que es
circundado en su recorrido por la acequia y donde también se esfuerza un puñado
de carrizo porque se le reconozca su condición de carrizal, y, por último,
aquella pequeña sabana verde donde están pastando los animales. Hacia delante de donde estamos se ve un
sembrío de alfalfa, un poco más allá crece la chala, y cambiando el matiz del
follaje los sembrados de camote. Pero
este bosque en el que estamos no llega a tener más de media hectárea y no se
compara con lo que usted describe, eso quizá me hace dudar, doña, dice
Aurelia. De haber motivos para dudar los
hay, Aurelia, ciertamente hoy lo único que está quedando en este lugar es la
pampa pelada, llena de huecos por todos lados, con toda la tierra extraída y
que cuando sopla el viento se levanta tremenda polvareda que perjudica a todos
los que vivimos aquí. Solo a distancias
es rota esa aridez por hileras de matojos que seguro siguen la huella de una
vena subterránea de agua. Entre la
conversación que va y viene, las dos mujeres de piel del lugar disfrutan del
oasis que ha dejado la devastación depredadora de algunos hombres.
Qué
ironía, en tanto que su nieto a unos treinta kilómetros del lugar, junto con
otros hombres como él, viven reducidos en celdas minúsculas, en aquellas
prisiones-fortalezas.
En
los largos pasadizos solo hay silencio, en las celdas los hombres trabajan sin
detenerse para lograr concluir sus presentes.
Cuando algún ruido extraño trastorna la quietud de la noche, es señal de
que se acercan problemas, allí sí que la alerta corre abriéndose camino de
celda a celda. Tener cuidado que la
ronda ha entrado al pabellón, los focos de las celdas se apagan, los hombres se
tumban en sus colchones simulando dormir.
A la espera de que la ronda se retire sin perjudicar a nadie. De la celda del fondo informan, la guardia ha
entrado al tercer piso, solo les queda aguardar. Nuevo mensaje, sacar las frazadas que cubren
las rejas de las celdas. En nuestra
celda los tres permanecemos en silencio, cada uno tumbado en su colchón,
cubiertos con la sombra de la noche, la voz de Raúl es como un alfiler en la
oscuridad, qué estará pasando arriba, Pascual, un breve vacío antes de que este
responda. Los de la ronda deben haber
estado espiándonos del techo del pabellón del frente, seguro habrán visto algo
en el tercer piso, por eso han entrado de frente ahí, los minutos pasan, se
espera sin perder la calma. El ruido del
cerrarse de una reja, pasos que bajan por la escalera, voces que hablan, luego
ríen. Todos escuchan, una nueva reja que
se cierra, después le toca el turno a la puerta de ingreso al pabellón, los
pasos cada vez más lejos. Luego la voz
diciendo, pueden continuar.
Así
como te voy comentando, abuela, toda esa parte de la comarca fue monte tupido y
se hizo refugio de negros, de aquellos que tuvieron el valor de escaparse de
las haciendas donde los explotaban. Al
principio los hacendados no supieron hacia dónde huían sus esclavos, así que
los dejaron y después los olvidaron. Los
negros huidos se metieron al monte y no salían para nada, ahí dentro levantaron
poco a poco, conforme se les iba el miedo, sus cotarros. En las haciendas, después de un tiempo y al
ver que a los que huyeron no les había ocurrido nada, otro grupo también se animó a huir. Ahí sí que empezó la murmuración entre los esclavos:
figúrate que se han vuelto a escapar un montón de negros, dicen que han huido
llevándose sus animales, que se van siguiendo el rastro de aquel cerro inmenso
del fondo, que en ese cerro hay un camino secreto que los lleva a un lugar
donde hay de todo. Esas ideas empezaron
a ser divulgadas en todas las haciendas, así que las fugas empezaron a ser
muchas, el monte se empezó a llenar de cotarros y fue cuando los negros huidos
decidieron levantar un palenque para protegerse mejor. También les iba allí, que los negros se
empezaron a sentir libres, los más jóvenes se atrevieron a salir del monte para
husmear los alrededores. Y como nada detiene
a la juventud, terminaron llegando al mismísimo camino grande por donde suelen
transitar todos en sus viajes de la costa a la sierra o también al revés. Cuentan que cuando los blancos que viajaban
vieron sobre el camino a ese grupo de negros casi desnudos, no les alcanzaron
los pies para correr más rápido. Esa
tarde todos en el palenque acudieron para ver la novedad que se trajeron los
que fueron al camino grande. Las incursiones al camino se volvieron costumbre,
de esa forma el palenque se fue llenando de cosas extrañas.
La
temperatura se ha elevado tanto que las noches en las celdas son excesivamente
calurosas, y si a ello se agregan las frazadas que los internos colocan en sus
rejas, ya imaginarán cómo sudan estos individuos. Pascual deja por un momento el trabajo que
hace, se seca el sudor de su frente, su pecho, y por último los de sus axilas,
en tanto que observa el trabajo que hace Raúl, es para mi hermana, le comenta a
Pascual al darse cuenta de que lo observa, se ve bien, alienta a Raúl, también
pienso lo mismo y ojalá que le guste a mi hermana, y agrega, a ti cómo te está
yendo con las pulseras. Pascual se
vuelve a sentar, antes de responderle, ya casi termino, ésta es la última y
completo la docena. Son para mi sobrina
que las vende en su instituto y así ya tiene propina. Alonso los escucha mientras escribe su carta,
y piensa que aún le falta terminar el trabajo de peluche que ha estado
haciendo.
Lo
asombroso no es solamente la existencia del monte, Aurelia, ¿sino qué,
doña? Que a esos montes se vinieran a
meter unos negros majaderos, que venían huyendo. Aurelia abre tamaños ojos de asombro y la
queda mirando, antes de agregar. Negros,
doña. Sí pues, mujer, negros. La pobre Aurelia intenta sonreír antes de
volverle a soltar otra pregunta: ¿Y de dónde salieron aquellos negros, doña? Pues del África, mujer. Humm, del África dice, pero dónde queda eso,
capaz en Cañete o tal vez en Chincha, o posiblemente en Ingenio, allá por
Nazca, porque de esa África jamás he escuchado nada. La otra mujer hizo un mohín, se alisó el
cabello antes de responder a la amiga.
Eso, Aurelia, anda por la vuelta del mundo. Ande usted, doña, carajo que la pone difícil,
cómo que a la vuelta del mundo. Asimismo como lo escuchas, a la vuelta del
mundo, entonces ahora quiero que me explique cómo llegaron aquí, sencillo pues
Aurelia, los trajeron en barco, aquellos blancos sinvergüenzas para que
trabajen como esclavos. Aurelia se
esfuerza para tratar de entender lo que su amiga le dice. ¿Esclavos, dices? Sí, esclavos, la pobre Aurelia en silencio y
desamparo se queda pensando y después de un momento se atreve a decir, será
entonces que el negro Zegarra, Amorí y los Zapata ya estuviesen aquí desde esos
tiempos, eso quiere decir que son de este lugar mucho antes que nuestros
familiares. Robertina no puede contener
la risa ante la ocurrencia de su amiga.
No, Aurelia, esas familias llegaron aquí junto a las nuestras, ya lo
suponía yo, como que tengo la seguridad de que los Zegarra son venidos del
Carmen, doña Robertina, me sigue quedando una duda, cuál Aurelia, esos negros
de África son iguales a los nuestros, creo que sí, mujer, entonces para que se
molestaron en traer a esos otros, quizá porque eran como hoy, la mercadería
china más barata. Robertina evita mirar
a la Aurelia
para que no le fuese a salir con otra de sus brillantes ocurrencias, así que
hace como que observa el desplazamiento de sus borregas y de esa manera darse
tiempo para pensar una respuesta y salir de la situación embarazosa en la que
siente que ha caído, qué tal esta mujercita, las ocurrencias que tienes, antes
de que trajesen a aquellos negros aquí no los había, chuca, doña, eso quiere
decir que los Amorín, los Zapata y los Zegarra son como parientes lejanos de
esos negros esclavos, la verdad que no te lo puedo afirmar, quizá los padres de
los padres, un momentito, doña, no volvamos a empezar con eso que no acabamos
nunca, además que le tengo una curiosidad, cuál es, Aurelia, las cosas de las
que me está hablando son las que ha escrito Alonsito, efectivamente que sí
Aurelia, la mujer de las preguntas le sonríe antes de volver a soltarle otra de
sus dudas, dígame, doña, pero sin molestarse, ¿sabe usted leer? Robertina siente la incomodidad del que ha
estado comiendo pescado y una espinilla se le atasca en la garganta, pero como
mujer sencilla que gusta de las cosas claras, responde, bien sabes tú que no,
pero ése no ha sido impedimento para conocer las cosas que mi nieto me dice en
aquella carta porque primero me la hice leer por mi hija, después por mi yerno,
luego por una vecina que para mejor seña es profesora y aún después me la leyó
Miguelito que bien sabes es el hijo del bodeguero y tan buen amigo de mi
Alonso, que por un solo pelo se libró de que a él también se lo llevasen preso. Después de tan contundente y sincero alegato,
a Aurelia no le quedaron más dudas y
dijo mansamente, siendo como usted dice, no hay nada que objetar a lo que ha
contado.
Las
noches siempre serán enormes aquí, pero no eternas, el pasadizo largo y limpio
está en silencio, algunas celdas dibujan a ras del suelo una delgada pestaña de
luz, que las frazadas no pueden disimular.
En algunas celdas se escucha el apagado ruido de los que trabajan y
conversan en voz baja para no molestar el sueño de los que duermen.
Fuera
de aquí, en otro pliegue del tiempo, la tarde avanza sin haberse hecho sentir,
en medio de toda la devastación que se le ha infligido a la tierra, y en esta
levedad de campiña que queda, estas dos mujeres están por partir a sus casas.
Qué
cosas, ¿no, doña?, para no creerlo, que aquí hubiese podido existir un monte
tupido y que justo ahí se viniesen a esconder esos negros de marras que se
habían fugado del maltrato que les daban en las haciendas, caray, qué buena
historia, cuánto ha aprendido Alonsito.
La otra mujer mira satisfecha y responde, no te apresures que aún no se
termina, ¿cómo, hay más? Claro, pero tan
solo un tantito porque va siendo hora de que nos retiremos, aquellos negros que
cada vez iban siendo más conforme pasaba el tiempo, que llegaron a asustar a
los que los esclavizaban, así que estos últimos enviaron su ejército para que
acabasen con los negros, su pretexto fue, porque debes saber que a esos nunca
les faltará pretextos, que esos negros montaraces eran ladrones, asesinos
desalmados, sembradores del terror en los caminos contra pacíficas
personas. Todo un gran cuento armaron,
para hacer su escarmiento y gran mortandad entre esos pobres negros, quién los
autorizó a esos desgraciados para que fuesen a traer a los negros de sus
pueblos, caramba, doña, está hablando como si usted hubiera vivido eso, hay
necesidad con lo que nos ha tocado vivir.
Bien,
con esto estoy terminando mi carta, abuela, espero que te estés cuidando y no
te preocupes por mí que la estoy pasando bien en mi hotel de cinco puntas. Tu nieto que te quiere.
¡Caramba!,
ya va a ser las dos de la madrugada y aún debo terminar de coser mi trabajo en
peluche.
Ahora
sí, vámonos, Aurelia, ambas mujeres se ponen de pie, quejándose de sus
achaques, el tiempo se ha ido sin que lo sintamos, doña, voy por mis cabras,
Robertina le pide, a ver si me avientas para acá mis borregas. Así, despacio y sin mucho ruido, la vida nos
va acercando de nuevo.