PASCUAL GUTIERREZ HA MUERTO

Antes que la figura de su acompañante se diluyera en sus ojos apretados por el tiempo, apareció en la habitación un moscardón con su panza azul celeste y empezó a pasear su huarrr…huarrr… muy cerca de su cabecera.
Entonces, Pascual Gutiérrez pensó: Es mi muerte
-Estoy empezando a cumplir mi turno- dijo-. Seré el tercero en morir.
-No lo creo, don Pascual. Hoy se le nota mejorcito.
-Así es la muerte, Miguel. Antes de callarnos del todo nos da algo de valor para cumplir con nuestros encargos.
Luego se quedó callado. Como conversándose a sí mismo, miraba, seguía el vuelo del animal. Al instante de despertarse, antes que el moscardón se apareciera, había comprendido que su cuerpo le empezaba a traicionar. Ya nada era como en sus tiempos mozos. Ni siquiera como aquella vez- diez años antes, cuando recién habían abandonado el pueblo donde vivían- que respondió al párroco del lugar. Viendo que su acompañante, alzando el trapo que servía para aguantar los emplastos en su cabeza, empezó a perseguir al moscardón para matarlo, volvió a hablar.
-Déjalo, Miguel. Con matarlo no sacamos nada. Ese animal cumple su misión. Ya nada se puede hacer contra lo que no se puede. Es como cuando el cuchillo se queda de espalda, mostrando el filo hacia arriba, y muere un animal. Desde el momento que asomó he empezado a ver claramente todo lo que he vivido. En fin, él sabe lo que hace y yo, lo que debo hacer.
… El párroco amaneció un día delante nuestro: Ahora que quieren vivir en este nuestro lugar tienen que elegir un santo de Patrón. Y nosotros. No nos hace falta padre. Tampoco necesitamos testigos para nuestros secretos.
El fue quien contestó así. Muy contrariado, adelantándose a los demás, lo dijo con rabia disimulada. Pero aquello ocurrió mucho tiempo atrás –por ese entonces, él tenía treintiocho años-. En cambio ahora, diez años más tarde, estaban frescas en su memoria las ocurrencias de ese tiempo. Recordaba todo: ellos fueron doce hombres y algunas mujeres que salieron del pueblo, cansados de vivir pisoteados por parte de gente adinerada, con el fin de levantar un nuevo barrio y vivir tranquilos sin la presencia de esa gente que se había apropiado de sus tierras desde hacía buen tiempo. Y, en el momento, afloraban de su memoria los tropiezos encontrados primero con el párroco del lugar y más tarde con las autoridades políticas.
… Tienen que levantar la capilla primero. El patrón del pueblo no podrá abastecerse con lo lejos que se han apartado ustedes. Y nosotros: Está bien, padre; aunque con solo él nos bastaría.
Así les pareció terminar esa etapa de dificultades. Sin embargo, meses más tarde y cuando ellos estaban ocupados en la construcción de las primeras viviendas volvió el párroco a donde ellos estaban.
-No sé qué esperan para levantar la capilla.
Les dijo viendo que todos estaban reunidos. Entonces, siempre tratando de mostrarse diplomático e impedir cualquier lío, contestó Néstor Huarcaya, compañero y esposo de la primera hermana de Pascual Gutiérrez.
-Los quehaceres padre. Mañana mismo lo haremos.
No les convenía enfrentamientos. Eran gentes que habían perdido su derecho a la tierra en base a engaños, y finalmente obligados a depender sólo de sus fuerzas.
Aunque después nadie estuvo de acuerdo con tales exigencias: No se puede con esta gente. En fin, la haremos para darle gusto. Por ahora no nos conviene buscarnos enemigos. Primero echemos raíz en este lugar. Y levantaron la capilla en un sólo día. Pero lo hicieron a orillas del camino grande, a cinco kilómetros del lugar que ellos ocupaban.
-Don Néstor murió primero- volvió a conversar-. Luego, a los cinco días, su hermano menor. ¡Víctor Huarcaya!
-Así es, don Pascual.
… Iniciábamos el segundo año viviendo fuera del pueblo que fue nuestro desde los abuelos de nuestros abuelos. El lugar donde habíamos nacido todos nosotros, pero que al final éramos extraños… Todo nuestro esfuerzo estaba puesto en la edificación de este barrio; porque, con la capilla levantada, creímos haber concluido con los disgustos: no regresaba el párroco tampoco las autoridades políticas se manifestaban con respecto a lo que veníamos realizando. Hasta la mañana de un día viernes en que apareció nuevamente el párroco. Venía acompañado del Juez. Esta vez querría saber sobre el lugar que ocupaba la capilla. Y nosotros justificamos: Como saben, señores, por ahora somos gente pobre. Aún no poseemos suficientes chacras, tampoco ganados como para formar nuestra cofradía. Y si lo ubicamos a nuestro lado, nuestro santito sufriría, viendo que no tenemos con qué hornarlo. Pero allá, donde ahora está, podrá pasar su vida de la voluntad de los caminantes que nunca faltan… Además, será por poco tiempo, señores autoridades. Cuando crezcan nuestros hijos ya estará en pleno corazón de nuestro barrio. Pronto pensamos aumentar, padre.
Desde entonces quedaron señalados como autores de la nueva población; y por tanto, cabecillas de esa gente que había abandonado el pueblo.
-Ay…, Miguel; sólo esta parte de la espada me duele; y este dolor será mi muerte – se quejó señalándose la espalda del lado del corazón donde le habían caído los vergajos, de las manos del Juez, ante la mirada fría de sus partidarios.
… A los cuatro meses de la venida del Juez, nos llegó una notificación. Nosotros no dijimos nada. Sabíamos que aquello era la única forma de humillarnos. Sólo Néstor Huarcaya, mayor que todos nosotros y que diez días a hoy muriera de pulmonía, se adelantó hacia el mandadero para manchar el papel con su dedo entintado y devolvérselo a las autoridades. Ni siquiera por curiosidad miramos el papel. Nos bastó con que el mandadero nos dijera que era para que todos nosotros nos presentásemos ante las autoridades…
Esperaron una semana. Ya pasado ese tiempo se hicieron presentes en el pueblo, cuatro hombres, para saber qué sucedía allí con las autoridades.
-Si nos dicen que volvamos, les diremos que en ese lugar, junto a ellos, falta espacio hasta para hacer las necesidades.
Pensaron responder, mientras iban camino al pueblo, y rieron en coro.
…Ya todo el terreno de esta parte tiene dueño, señores autoridades. Respondimos en la oficina, procurando hacernos entender… Pero sobra terreno para comprar o arrendar… Está bien, señores. Comprendemos. Pero déjennos vivir, por amor a Dios, allá donde queremos. No ocupamos otra tierra que nos asignaron durante la repartición…
Ahora lo recordaba todo y minuciosamente: según sus bisabuelos, todo era de todos. La tierra de sembrar y tierra para ganados. Nadie era dueño más que de sus animales y del pedazo de lugar que ocupaba su casa. Pero pasado un buen tiempo, gente extraña llegó a la comunidad y echó raíces. Al principio vivieron en casas arrendadas e instalaron, de inmediato, negocios diferentes. Pasaron los años y cuando la gente de la comunidad despertó de su hospitalidad desmesurada, los forasteros eran dueños de la mayor parte de las tierras del lugar. Hasta se había realizado un deslinde de tierras de las alturas. En el mismo pueblo ya no quedaba nada y ellos estaban a punto de convertirse en siervos. Qué hacer entonces. Cómo recuperar todo lo que se había perdido, si los nuevos dueños tenían papeles de propiedad muy bien saneados y pagaban hasta impuestos al Gobierno. Sólo quedaba dos extremos: quedarse allí mismo y vivir como sirvientes o salir del lugar y ocupar la tierra que aún les pertenecía legalmente. Por eso hicieron lo que venían haciendo.
Hace unos minutos el moscardón había salido por la ventana, luego de haber volado sobre su cabecera, arrastrando su mortal zumbido.
-Sólos, llevados por nuestros propios pies, llegamos al poder de nuestros enemigos.
-Usted y los que van adelantándose en la muerte, don Pascual.
-¿Ya la noche ha caído, Miguel?- interrogó en el momento en que un chico ingresó al cuarto portando un plato de sopa en cada mano.
-Ya, don Pascual.
La temperatura de su cuerpo iba en ascenso; pero él, Pascual Gutiérrez, se sentía dichoso recordando todo lo que había vivido.
… “Sobra terreno para comprar o arrendar”… Caray, arrendar o comprar nuestra propia tierra. ¡Nosotros! A ellos a quienes nos habían quitado todo, valiéndose de nuestra ignorancia. Pero les hicimos comprender que nosotros no regresaríamos mientras estuviésemos vivos. Que primero tendrían que matarnos y llevarnos muertos para luego enterrarnos en el cementerio de nuestro pueblo. Después de la oficina, los cuatro juntos fuimos conducidos hacia el local del cabildo y aventados al rincón que sirve de cárcel. Cada uno esperamos nuestro turno. El primero en salir fue Néstor Huarcaya: lo sacaron a empujones, lo amarraron en un horcón y empezaron con la golpeadera… Caen los vergajos en la espalda del hombre uno tras otro dejando manchas moradas como si alguien pasara un hisopo entintado en forma de rayos. El hombre se retuerce de dolor. Cincuenta vergajazos y lo avientan a nuestro lado. Allí se queda sin pronunciar una palabra. Luego salió Agustín Borda: la misma suerte. Mientras la espalda del segundo hombre se abría en surcos morados, descubrimos la espalda de Néstor Huarcaya: sangraba por unas heridas anchas como tierra recién arada. Habrá que rociarlo siquiera con un poco de orina: dije. Y lo hice recibiendo la mía en mis manos. Lo mismo haría Víctor Huarcaya con los que le antecedimos: él fue el último. De mi parte, sólo recuerdo el primer chicotazo que me llegó con ese dolor agrio, punzante, como si a la vez me metieran ají en la piel. Después, los ojos que se me apagan y…
-Por mi tiempo había carácter, Miguel. Ahora a ustedes les empieza a faltar.
-Así es, don Pascual.
-Están quedándose huérfanos. En la vida no sólo se necesita gentes que engendren, sino que tomen palabra por los demás. Gente limpia y con carácter se necesita, Miguel.
Se recostó sobre su costado derecho, hacia el lado de la pequeña silla que le servía de mesa y sobre la cual estaba su cena de esa noche.
-La vez que llegamos, pensando fundar este barrio, elegimos este lugar porque era el más abrigado de todo el resto del terreno que nos habían asignado las autoridades, durante la repartición, luego de haber separado la mejor parte para ellos, Miguel. También dijimos viendo el clima benigno: No se dieron cuenta de este lugarcito. Pero pronto asomó por nuestra cabeza eso de que este lugar nos lo habían dado porque carecía de agua de regar. Hasta los antiguos comuneros que participaron en el reparto, Miguel, habrían pensado que aquí no retoñaría nada. Que ni los propios hombres se quedarían sin tener con qué refrescarse del calor que hace en este lugar que se veía, por ese entonces, blanco de estar seco todo el tiempo.
-Miguel, la primera mañana que amanecimos en esta tierra, Pascual Aybar nos despertó con alegría. Nos gritó: ¡Muchachos!, levántense a construir estancos en cada lugar que encontremos humedad. Y todavía agregó: Sólo a los mandones se les ha ocurrido pensar que aquí íbamos a estirar las cuatro de pura sed. Así amaneció el buen Pascual, Miguel. Por eso, durante el primer año, tuvimos construidos media docena de pozos al filo de cada puquial que hallamos en este valle. Y la tierra antes blanca de sequedad, Miguel, empezó a dar muestras de verdor. Primero fueron los llantenes al borde de cada estanco y después, las primeras alfalfas y mazorcas en las chacras…
Terminó de cenar. Y luego de un largo suspiro, volvió a conversar.
-Estoy que todavía puedo pasar esta noche, Miguel.
-Ojalá, don Pascual. También yo noto que usted mejora…
Luego pidió que le ayudara a levantar su cuerpo. Se arrimó a su cabecera hasta ponerse casi sentado.
-¿Ya hicieron el quinto al finado Víctor Miguel?
-Hoy, don Pascual.
-Entonces, cada cinco días será el turno, ¿no?
Hace diez días había muerto Víctor Huarcaya. Fue el primer muerto que vieron en el nuevo barrio. Y sólo teniéndolo allí, al alcance de la mirada de todos ellos, se acordaron que aún no tenían un cementerio del pueblo. Pero una mañana, mientras las mujeres se encargaban del velorio, empezaron a trabajar en el terreno que les sobraba junto a la capilla, que diez años atrás construyeran ellos mismos. Aquí estaremos más seguros: dijeron al momento de colocar la primera piedra. Y la noche del quinto día de la primera muerte y cuando ya todos estuvieron junto al primer finado, luego de haber concluido con el trabajo del cementerio, falleció Víctor Huarcaya, hermano menor del primer difunto, esputando sangre –era uno de los cuatro hombres que había integrado la comisión de entrevista con las autoridades-; por eso tuvieron que enterrarlo, al día siguiente de su muerte, junto a su hermano mayor. Y, sólo por la necesidad de hacer notar quién era el primer finado, dejaron media hora de intervalo de entierro a entierro.
La misma mañana de la muerte de Víctor Huarcaya mandaron al pueblo a un muchacho para sentar las partidas de defunción en la Alcaldía: Si te reclaman los derechos, pensando en el cementerio del pueblo, dile que le pagaremos a la hora del entierro. Y hoy que acababan de lavar las ropas del segundo muerto, él, Pascual Gutiérrez, estaba allí con esa fiebre que le cocinaba sus entrañas. Y era consciente de ser el tercero en morir en la tierra que había levantado con mucho sacrificio.
-¿Hoy no tenías nada que trabajar, Miguel?
-Sí. Pero me dejaron para hacerle compañía.
-No hay razón, Miguel. Los muertos ya no necesitamos nada. Ustedes son los que quedan. Nuestro deber no se acabará mientras los adinerados sigan mandando, Miguel.
Hace media hora había empezado a llover. Ya todo el barrio estaba invadido por el silencio de la noche. Y sólo ellos quedaban conversando pausadamente.
-Siento mucho calor, Miguel.
-Le daré su agüita, don Pascual.
-Si no lo tienes a la mano déjalo, Miguel. No des mala noche a nadie por mi culpa.
Entonces, el hombre que había sido asignado para acompañarlo, durante ese día y la noche, notó el esfuerzo que hacía para pronunciar las palabras.
Se están quedando huérfanos, Miguel –volvió a decir dando el último sorbo del agua-, pero no crean en nadie más que en los pobres. No estén metiéndose con gentes que ya conocen. Las autoridades jamás serán amigos de ustedes. Son simples mandaderos del gobierno y son para ellos mismos. ¿Acaso alguien conoce qué cara lleva el gobierno? No sabemos nada, Miguel. Solamente papeles y los lameplatos hablan por él…
-Sí, pues, don Pascual. Es como dicen de Dios que está en todas partes y en todo momento.
-¿Lloras creo, Miguel Cárdenas?
-Así es, don Pascual.
Y al levantar los ojos en el momento de retirar el vaso, se dio cuenta de que el enfermo se mordía el labio inferior.
-Si no paso de hoy para mañana, Miguel, no se preocupen en darme misas gregorianas ni responsos. No gasten en los muertos lo poco que les queda para mantener el juicio. Pleiteamos contra una tropa de gamonales, Miguel. Nunca se olviden de eso. Cuando acá los barramos, se levantarán los adinerados del mundo entero para defenderlos. Entonces, necesitamos mucha paciencia y bastante dinero, Miguel.
Hablaba aún más despacio. Y después de cada palabra pronunciada, volvía a morderse el labio inferior.
-En la vida no hice ninguna maldad. Tan solamente respondí a las ofensas que nos dieron, Miguel.
Pero antes de responder, dándose cuenta de que el enfermo había pronunciado la última palabra casi delirando, se puso de pie. Entonces, Pascual Gutiérrez, se había quedado mordiéndose el labio inferior. En eso, aún dudando, acercó sus ojos hasta muy cerca de la nariz del enfermo. Vio que las fosas nasales ya no daban muestras de funcionamiento. Quiso tocarlo, pero tuvo miedo. Más bien, decidió salir rápido hacia la puerta y llamar al resto de la gente del barrio.


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