Durante
la sequía de 1956 ocurrieron cosas raras en el pueblo.
La gente
caminaba con los ojos en el cielo, mientras los víveres se consumían, día tras
día, con dolor en el pensamiento. Los menores sufrimos más: no teníamos
llenadero. En fin, los mayores, distraían su hambre con conversaciones
callejeras o coqueando a la sombra de sus soledades.
-¡Qué
comeremos mañana!
Suspiraban
grandes y chicos. Y se dirigía la mirada hacia lo alto preguntando, implorando,
dudando, maldiciendo. Y la nube aguacera del mes de febrero, siempre camino
hacia el oriente.
-Hay que
cargar las salinas de Urankancha hacia las haciendas, para canjear con granos.
Decían
los más optimistas. Y desaparecían, camino abajo, con sus mulas cargadas de
grandes piedras de la sal roja de Urankancha. Pero. Pasado unos días,
regresaban con poca carga de trigo o cebada. Y agregaban desesperanzados:
-También
en las haciendas van escaseando las cosas. Exigen demasiado a cambio.
Cuando
los hombres partían de viaje, las mujeres se quedaban temerosas. Preguntaban
por el esposo a cada hombre que regresaba al pueblo. No había seguridad. Todo
era duda en aquellos tiempos difíciles. Pero la desconfianza no era de los
grandes ríos que había que cruzar. No. Las mulas estaban reflacas.
-En el
camino los animales se cansan por falta de pasto- decían- y, después de
muertos, te dejan, como plantado, con la carga y los aperos. –Y sentenciaban-
no es cosa fácil viajar en tiempos como éste.
Entonces
los hombres llegaban trayendo sobre sus propias espaldas lo que sus mulas les
habían negado.
-¡Ay …,
tiempo, tiempo, si continúas así, nos moriremos de pura sequedad!
Decían
don Augusto Ayala, ya sin tragos y sin esposa, paseándose en el patio de su
nueva casa.
Por las
noches había que rezar el “bendito seas, Señor; mándanos la lluvia”. Mamá decía
que era bueno, porque pedíamos los menores sin pecado. Y nosotros orábamos con
toda devoción, en voz alta y en oscuridad.
También,
en solamente ese año y a la mirada de nuestros ojos, se han construido cinco
hornos de panadería en el pueblo. Los señores principales, dedicados antes a
negocios grandes o a ocupar cargos públicos, se convirtieron en panificadores.
Descubrieron una nueva mina: nuestro hambre.
El tiempo
transcurría como cansancio ¿o como pereza?
Todo
empezó un día de abril del año anterior, con una granizada que dejó blanca las
cosas en algo de tres horas; y a la noche de luna llena cayó una helada dejando
a plantas y animales como agonizando, sin que todavía la muerte se le
presentara seriamente. Los granos por cosechar quedaron regados por el suelo; y
las tunas y los choclos, pudriéndose durante los posteriores días de sol. No
hubo cosecha ese año en el pueblo. Y los campos llegaron a octubre, fecha de
nueva siembra, todo limpio, como barrido por el viento del mes de agosto.
Finalmente, lo único de verde que quedó fue el cedro del centro de la plaza; y
nuestro pueblo estaba allí, sombreándose en esos días inacabables de
ardimiento.
¡Tiempo
de sequía! ¡Mal tiempo!
Las
autoridades del pueblo convocaron a una asamblea. Asistieron casi todos los
poblanos. La reunión fue presidida por una misa. Y mientras el párroco decía el
sermón de ese día, don Román Vargas, sacristán del pueblo, se tumbó al suelo
¿Estaría borracho? ¡Qué va! Sería el mal tiempo también.
En la
reunión se llegó a un único acuerdo: elevar un Memorial al Supremo Gobierno,
pidiendo auxilio. Se pensó enviar el documento con una comisión; pero, a falta
de fondos, sólo se mandó depositar en el correo de la capital de departamento.
Al principio aguardamos con fe la respuesta. Más tarde, dudamos. Luego, luego, a
falta de toda noticia, terminamos olvidándonos.
Por esa
época solamente se comía una vez al día: en la madrugada. Al atardecer, nuestra
madre hacía hervir un poco de suero y nos servía con un puñado de trigo
tostado. Esa ración recibíamos luego de haber quemado los gigantones para que
comieran las vacas que aún se resistían a la muerte. De aquellos días me
acuerdo una cosa: una mañana nuestra madre sirvió el almuerzo para todos, menos
para ella misma. Cuando mi hermano mayor le preguntó por su parte, ella respondió
que ya no comería y mostró la olla de sopa quitando la tapadera. Pero cuando
terminamos de almorzar, ella recogió los platos, llenó de agua la olla de sopa
y se puso a lavar sus servicios de cocina.
-¡Estilo!,
cierras la boca del estanco, mañana regaremos en Pukru.
Llamaba
don Augusto Ayala desde la esquina de Muyurina: Era en los tiempos buenos.
Durante la sequía, uno llegaba al estanco y ya estaban unas veinte personas
esperando. Todos necesitaban regar. Había que contentarse con poner la soga en
el lugar correspondiente, según la llegada. ¡Turno es turno!: decían para
imponer el orden. Entonces, había que esperar con paciencia. No importaba una
semana, un mes, sabiendo que el líquido realizaba su trabajo también como
agonizando. Y más tarde, ni eso. ¡Ni nada! Hasta los callos de las manos
empezaron a desaparecer. Y nosotros, los muchachos, comenzamos a aburrirnos.
Nuestras cabezas se llenaron de malos pensamientos.
Esto que
digo, no cuenta. Nosotros los muchachos no supimos soportar el sufrimiento.
Acabamos abandonando nuestra querencia. Nos alejamos como huyendo del pueblo
donde nacimos. Y hoy, a cuatro años de aquella vez, regresamos dispuestos a
seguir viviendo en nuestro lugar, a pesar de que las cosas no han cambiado.
Todo está igual como lo dejamos. Sigue la tierra blanca de sequedad. Pero es
mejor así. Sufriendo se aprende a vivir.
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