MOXO
Manuel Marcazzolo
Su juventud le permite llegar con arresto
a la cima del cerro, pero no sólo eso, sino también la cólera que lo envenena
por dentro y la vergüenza que siente que le cubre como si fuera una sustancia
plasmática. Empieza a ordenarse el ritmo
de su respiración, sus ojos miran el campus de la universidad abajo, la gente
moviéndose en diversas direcciones.
Busca un lugar donde sentarse y que el sol no le estorbe el placer de
mirar, descubre una roca erguida, considera que puede ser útil, además que le
permite una visión amplia del paisaje de abajo.
Es un buen lugar, el sol queda a su espalda y podrá mirar a su gusto la
universidad. Cuando está acomodándose en la roca, se percata de que en una
parte lisa de ella hay algo escrito, se da cuenta de que ha sido escrito hace
mucho tiempo, las letras se ven manoseadas por los elementos de la naturaleza,
así lo atestiguan algunos trazos que no son legibles. El mensaje dice,
Inmortales los mortales, mortales los inmortales, viviendo su muerte, viviendo
su vida... al final del texto o a pie de roca este nombre Heráclito de..., lo
que sigue no se deja leer. Tienes que leer tres veces el texto y al final
sientes que la idea allí contenida te cae como un puñete en las neuronas.
Qué puede significar esto, se pregunta, y
el tal Heráclito quién podrá ser, nunca ha escuchado sobre él. Tantos son los
que suben al cerro, pero lo que le intriga es el mensaje, el contenido de las
palabras, saca su cuaderno, lapicero de la mochila que lleva consigo. Vuelve a mirar abajo, la cólera, vergüenza
regresa al rememorar lo ocurrido no hace mucho. Reconoce cada uno de los
edificios en el campus, los tres bloques de aulas, el auditorio, el laboratorio
de prácticas, el edificio de administración, la cafetería y deja para el último
la biblioteca con su forma circular, la escalera que la trepa por su
rededor. Inmortales los mortales, lees
lo que vas a escribir en el cuaderno. Te
ves un par de horas antes a este momento, en la escalera que rodea la
biblioteca, conversando con tus compañeros de clase de las dificultades en los
estudios. Fue cuando del interior de la biblioteca salió ese tal Saúl,
acompañado de dos amigos y se pusieron a conversar en el rellano que da acceso
al interior del recinto, tú intentaste ignorarlo y seguir conversando con normalidad.
Luego nomás ellos tres empezaron a bajar la escalera despacio, una burbuja de
temor reventó en tu interior, se tomaban su tiempo y eso no presagiaba nada
bueno para ti, pero era demasiado tarde para que intentases huir.
Cuando pasaron cerca al grupo en que
conversabas se detuvieron sin más y te quedaron mirando burlones, el tal Saúl
te señaló y dijo, Vean ese es el nieto de uno que habló demás, y por su culpa
metieron preso a un montón de políticos. Cómo estás nieto de renegado, te
saludó mordiendo con odio cada una de las palabras que dijo. Todos te quedaron mirando en silencio,
incluidos los que conversaban contigo, no contento aún el tal Saúl continuó con
su ataque, O lo vas a negar que por culpa del cobarde de tu abuelo, muchos
fueron hechos presos. A lo único que atinaste fue a bajar la cabeza y sentir el
fuego helado de la vergüenza haciendo hormiguear tu cuerpo. Lo que más te
humilló es que nadie de los que estaban contigo, se atrevió a decir algo que te
rescatase de esa eternidad. Irónico,
pero fue la voz del que te atacaba el que puso nuevamente el tiempo en
movimiento, Vámonos, este cobarde tan igual que su abuelo no va a responder, se
marcharon riendo entre ellos.
Mortales los inmortales, continúas
escribiendo. La pregunta aflora del fango de tus recuerdos, ¿hasta cuándo las
cosas deben seguir siendo así, es que nunca se podrá olvidar lo ocurrido?, ¿la
fragmentación seguirá dividiendo al país? Miras a tu alrededor, sabes que te
estás perdiendo la clase de biología celular, tus condiscípulos estarán ahí,
mientras tú aquí comiéndote la vergüenza de otro, por más que fuese tu abuelo y
por hechos que han ocurrido hace veinticinco años. Ese abuelo del cual guardas
algún recuerdo, hombre consumido por el peso de su infamia, uno de los
recuerdos más vívidos que de él te quedan quizá sea este, una media mañana,
tendrías diez años y le acompañabas a comprar frutas en el mercado. Él escogía
naranjas y una mujer corpulenta lo jaló del brazo y se le plantó delante, le
empezó a gritar, todos los que estaban cerca se detuvieron para prestar
atención, Desgraciado, maldito, tienes cara aún de pasearte de lo más
tranquilo, cuando hay gente que sigue presa por las cosas que hablaste, por tu
culpa los militares asesinaron a mi hijo. Nunca olvidarás la expresión de su
rostro, era la imagen viva de la humillación. El esfuerzo emocional hecho por
la mujer, hizo que prorrumpiera en llanto, de lo que se aprovechó él para huir,
corriste detrás suyo. Cuando él se detuvo, estaban lejos del lugar del
incidente, se miraron mientras recuperaban el aliento, después él reinició su
caminar, tú le seguiste sin decir nada.
De lo que pasó ese día nunca hablaron y tampoco volviste a salir con él.
Algo similar le ocurrió a tu padre, en una
ocasión en que aparentemente llegó ebrio a casa, tu madre y hermanas no
estaban, él tuvo el coraje de contarte la infamia que le tocó vivir y que lo
corroía en su interior. Llegó a casa una
mujer con dos niños a rogarle a tu abuelo y hasta le lloró la pobre, que cambiase
su declaración, que no culpase a su marido y viera que era el único sostén de
su casa, sentí las lágrimas de esa pobre mujer como hiel que corriese por mi
organismo. Él ya no quiso detenerse y siguió, habló de otro hecho, cuando
ayudaba a su padre a hacer el mantenimiento de su vehículo, la carcachita que
les paraba la olla. Yo cambiaba el agua del radiador del auto, era domingo de
tarde, de eso me acuerdo bien. Luego me puse a limpiar las llantas y cuando me
di cuenta dos personas conversaban con papá. Al rato vi que él se ponía
nervioso, porque tartamudeaba cuando hablaba, se enredaba en las cosas que
decía. Lo que después aconteció fue lo de siempre, la mujer lo empezó a
increpar, la otra persona era un varón, Eras tú desgraciado, el que venía a mi
casa a buscar a mi hijo, te dimos de comer y mira como pagas, todo esto le
enrostró y en un descuido de él lo cogió de los cabellos con una mano, con la
otra le propinó tremenda bofetada que a él no le quedó otra que luchar por
zafarse y huir como siempre. A las pocas semanas de esto nos mudamos de casa,
terminó diciéndote él. Viviendo su
muerte, escribes, mira el paisaje que se abre ante tus ojos, esto es el
presente, lo otro fue lo ignominioso y no tienes por qué sentirte enganchado a
ello, la culpa fue de otro, tú responde por lo que hagas hoy. Escribes la última parte del pensamiento,
Muriendo su vida. Ya no ves razón de
continuar aquí, así que pones la mochila a tu espalda y bajas.