LOS ÁRBOLES

OSCAR  GILBONIO NAVARRO

¡T

ío, una pichanguita, tío! ¡Se lo dejo como nuevo! ¡Vamos pe’ tío...! ¿Ya? No lo conozco, pero así le digo para ganarme su confianza, a ver si me acepta.

Es un señor con terno, corbata y maletín, será profesional tal vez, en eso me doy cuenta que sus zapatos están con polvo y lo persigo un trecho con mi caja al hombro.

        El “tío” acepta, yo me acomodo sobre la caja, soplo mis manos, señal de que voy a empezar. Tengo que impresionarlo, también, pues. Saco mi funda y ¡Zas!, un sacudón. Sigo con el cepillo, ¡fuera polvo! No me ha dicho si también quiere lustrada, pero cargo y pienso: será servicio completo; una pasada con betún y dejo secando un ratito. Ahora le toca al otro zapato. Han recuperado su color. Voy guardando mis materiales, me quedo con la funda y la escobilla. Un estirón y empiezo a sacar brillo. Deben quedar como espejo. ¡Cric! ¿Oyó como rechina? ¡Listo! ¡Son cincuenta céntimos! ¡Gracias, tío!

            Mientras camino por el Parque Universitario en busca de otro cliente, les contaré cómo me inicié en este trabajo. Fue hace un tiempo, Roberto me animó un día diciéndome: Vamos a trabajar al centro de Lima, lustrando zapatos se gana. Al comienzo sólo le escuchaba, pero me decidí cuando mamita se puso delicada: tenía que ayudarla, pues mi hermano había viajado a mi tierra, a mi querido Ayacucho, en busca de papá y no teníamos noticias de ellos. Mi hermana Elisa, que antes vivía con nosotros, se había casado y tenía que trabajar para sus hijos. Tengo cuatro hermanos más, pero  todos están en Ayacucho.

            Pensando en lo que me había dicho Roberto, ahorré y fui donde el carpintero Julián.

          —Por favor... quiero una buena caja de lustrabotas— le dije, y me la hizo bien maciza, es mi acompañante en la faena, tiene sus divisiones para guardar las herramientas de trabajo; todo debe estar bien ordenado.

            Roberto me enseñó este oficio, somos del mismo barrio y vamos pa’quí y pa’llá juntos. Me enseñó a tener pulso. Al comienzo se iban sin pagarme y hasta recibía cocachos, algunos clientes no tienen paciencia, porque les adornaba las medias a la altura del borde del zapato con una banda de betún; me faltaba práctica, seguramente.

            Roberto me decía también: Ten cuidado, ¿no ves que recién estás aprendiendo?. Y es que yo quería terminar rápido. Me di cuenta de que poco a poco se aprende, no todo sale bien al comienzo: se tiene fallas; no hay por qué apurarse. Después ya no manché nadita. Hasta con medias blancas meto ahora betún negro y salen intactas.

          Cuando Roberto me trajo a este lugar, el resto de muchachos me miraron de pies a cabeza. —¡No te dejes!—, me advirtió, y cuando quise ponerme a trabajar, me botaron diciendo: esta es mi zona, me vas a hacer la competencia. Iba más allá, igualito me decían; al final, recorrí todo el Parque y no hubo lugar para mí.

         Un día tuve que trompearme con un muchacho casi de mi edad. Hicieron ronda los demás y nosotros, al centro, nos trenzamos. Me sirvió haber  entrenado con Roberto. El otro muchacho —se llama Raúl—  se puso a llorar, y yo quedé  magullado, sólo así fui aceptado en el grupo. Desde ese momento, Raúl siempre me  saluda.

            Mientras trabajo me gusta conversar con mis clientes. Varios me preguntan de dónde soy. No pareces de Lima, dicen.  Les respondo que soy de Arequipa. Porque si decía de Ayacucho, se ponían  como  inquietos  y me preguntaban otras cosas. Sólo hablo de esto con mis amigos de confianza. Por eso mejor yo les pregunto primero de dónde son ellos, cómo les va en su trabajo o si tienen hijos de mi edad o dónde trabajan.

            Algunos clientes son conversadores; me gusta cuando me cuentan sobre su trabajo, porque yo quiero saber cómo es cada trabajo, para escoger mañana más tarde cuando estudie, aunque me dicen ellos que cuesta caro estudiar.

            Este año no fui al colegio. El próximo retornaré sin falta. Todavía estoy a  tiempo y vengo comprando mis útiles. Ya sé leer porque mi hermano Pablo y la profesora Paulina me enseñaron antes de venir a la capital hace dos años. Trabajo durante la mañana, en la tarde nos juntamos todos los lustrabotas —somos quince— y jugamos fulbito en el centro del Parque Universitario. Después de esto casi al anochecer ya regreso a casa, varias veces me he pasado de paradero por quedarme dormido en el micro. “Audaz” hace guardia en mi chocita; cuando llego se agita de contento y ladra avisando a mamá. Ella enciende la cocina de kerosene y al rato estamos cenando juntos. Conversamos un poco sobre lo sucedido en la jornada, sobre lo que haremos al día  siguiente, la beso en la frente y me acuesto, al poco rato me duermo. Será porque estoy cansado o porque no tenemos TV que ver.

            A veces me despierto de un de repente y veo a mi madrecita, muy tarde incluso, sentada al lado de la lámpara, tejiendo alguna chompa que tiene que entregar para la exportadora del ingeniero López. Me he puesto a pensar en lo mucho que trabajamos los pobres para poder sostenernos.

            Yo veo que la plata no alcanza, cada vez son menos los que dan propina o dicen: ¡Quédate con el vuelto! No faltan por ahí los que quieren “camaronear”. Algunos se hacen los borrachos; otros,  que  no escucharon   bien  el precio que se les dijo. Tengo  que  ponerme  fuerte  cuando me toca uno de estos rebuscones. Entonces, eso sí, gritando le digo: ¡No se haga, pues, señor!, mis compañeros se ponen atentos por si necesito ayuda. Hemos aprendido a defendernos unos a otros. El “vivo”, de mala gana, mete su mano al bolsillo y paga refunfuñando. Así a veces  estoy seriote, otras, río por dentro, por ganarle la altura a los manganzones. Otra cosa es cuando son sinceros y me dicen que no tienen más dinero, los comprendo y los atiendo, motivos tendrán.

            Cuando vemos un gringo nos acercamos. “Debe tener dólares”, pensamos. Una vez pasó uno con botas de vaquero, hablaba otro idioma. Nos ofrecimos y él no sabía a quién escoger. Dos dedos le enseñamos, eso significa dos dólares. De pronto Julio le enseñó su mano con un solo dedo levantado y el gringo prefirió con él. Esa tarde suspendimos nuestro fulbito; estábamos molestos por lo que había hecho Julio.

—¡Hay que acordar la tarifa!—,propuso Roberto.
      —¡Sí, pues, todos debemos decir lo mismo!
—¡Si uno se rebaja lo friega todo! —dijo Calín y agregó algo que había escuchado a su padre que es obrero:
—¿Por qué no hacemos como un sindicato?
—¿Sindicato?
—Sí, significa estar unidos, un mismo interés.
—¡Ya pe’! —Aceptamos y, ahí mismo, aprobamos nuestro primer acuerdo. Pregunté:
—¿Qué haremos con el que friega mandándose por su cuenta?
—¡Lo apanamos! —, respondieron todos, hasta Julio, aunque por ésta se la perdonamos de veras.

          Una tarde Vicente se percató que le faltaba una lata de betún marrón. Reciencito la había comprado. De la caja bien difícil  que se caiga, ¿no?, uno se daría cuenta ¿Alguien pues la había agarrado? ¿Quién  andaba  con malas mañas?  Tenía que haber sido mientras jugábamos fulbito y dejábamos las cajas al costado de la “cancha”. Pedro estuvo de suplente, él tiene que saber, ha estado extraño. ¡Enseña tus materiales, Pedro!, —le dijimos.

            Pedro cogió su caja y quiso correrse; pero lo chapamos y le bajamos el pantalón ¡Qué vergüenza! ¡Justo cuando pasaban dos escolares bonitas con su uniforme planchadito! Fue lo que se nos ocurrió hacer en ese momento, porque no queríamos un ladrón entre nosotros. Pedro se quedó pensativo, entonces  conversamos y le preguntamos: ¿Por qué te dio ganas de robar si estamos trabajando bien? Casi no respondió y esquivó, pero algo dijo que su familia tenía problemas, discusiones, que no les alcanzaba para comer. No volvió a hurtar; pero sé de algunos que no se corrigieron así nomás. No todos tenemos el valor de ser correctos a pesar de las tentaciones y las dificultades, pienso yo.

         A veces atiendo a jóvenes que se van a una cita; están un poco nerviosos; quieren impresionar a su pareja y me esmero para que queden bien sus zapatos. También hay señoritas con falda corta que cuando levantan la pierna enseñan todo. ¡No seas vivo, cholito! —me dicen y ya no miro más, pero pienso entre mí: “Ya sé de qué color es”. Tal vez  lo hacía antes por curiosidad y también de puro palomilla. Ahora lo he dejado. No saco nada de esa conducta.

            Por esta zona hay unos guardias que pasan en su tanqueta cuidando el Ministerio. Les llaman “de asalto”. No me gusta atenderlos porque algunos son conchudos; tienen unas  tremendas botas que comen mucho betún, y al final, cuando les pido por mi trabajo, responden:

—¿Qué cosa?, ¿Vas a cobrar a tu jefe? —, y se van caminando   con   algún   pretexto
—. ¡Si  te  roban  tu caja, me avisas nomás! — ¡Como si  en  algo me  fueran  a ayudar! ¡Esos!

            Pero tengo un betún especial para los conchudos; lo preparo con pilas viejas, les saco el carbón, lo muelo con una piedra, lo mezclo con un poquito de grasa y ¡Ya está! Sale brillo, pero nomás camina un rato y desaparece.

          Un día vinieron al Ministerio los profesores que estaban en huelga. Yo regresaba del comedor popular con Roberto y Calín, estaba recogiendo yo mi caja que encargo, como siempre, a la señorita de la agencia de viajes “Hidalgo” cuando voy a almorzar; entonces, se desató una correteadera. Los profesores hasta brincaban para que no les caigan los palos, los guardias pegaban duro. ¡Imagínate que te caiga un garrotazo! Eso debe doler, ¿sólo porque piden aumento? Todos nos quedamos asombrados mirando. No entendíamos. Pensé en mi profesora ¿No estará ella también allí? ¿No tenemos que respetar a nuestros maestros? Pero los guardias, eso vimos, no perdonaban ni a las mujeres y  me dije: “Si mi mamita fuera profesora, le estarían pegando así porque  sí. Yo no lo permitiría, ¿no? La acompañaría para cuidarla”. Esa vez nos alegramos un poco, cuando, en medio del forcejeo, un profesor le metió un codazo en el hocico a un policía a quien sus propios colegas le decían “buldog”, ése era uno  de los más pegalones y de verdad parecía colgarle el hocico como a un perro rabioso, y feo para malas, pero el codazo estaba bien dado.  Yo salté, creo de gusto, pero ahí nomás ya no pudimos ver más ni a aquel profesor ni al “buldog”; el humo de la bomba lacrimógena lo tapó todo, y nos hizo llorar a baldes. Toda la cara me ardía, como si me hubieran pasado ají; nosotros al menos, nos refrescamos rápido en la pileta, cogiendo nuestras cajas, pero los vendedores ambulantes de comida, ropa, cassettes, anteojos, etc. no sabían si salirse o quedarse cuidando sus puestos en las veredas porque  no  faltan quienes “jalan” la mercadería, eso lo saben por experiencia: ahí están los “pirañas”,  así  los llaman porque la piraña es un pez mordelón que ataca a su presa “en mancha”, no uno, sino un montón y cuando ellos asaltan también actúan así, algunos distraen, unos son “campana” y otros arranchan. También les dicen “terokal” porque buscan ese pegamento amarillento que lo tienen en bolsas, lo usan no para pegar sino para “soplarlo” y así drogarse; de tanto verlos, porque abundan en Lima, he conversado con varios de ellos. Un día les pregunté qué veían, qué sentían con el terokal. Dijeron ver fantasías, que se sienten como en las nubes, que les da valor y se olvidan de todos sus problemas y penas: de su padrastro borracho y pateador; de la hermana que se mete a forro con los rateros; de que no hay comida, y hasta de la escuela donde nada les gusta; pero sólo es momentáneo, después vuelven a la realidad. Mientras se franqueaban conmigo, vi que otros de la mancha  seguían  a una chicoca que llevaba descuidada su cartera; otros, el “Pelón”, con dos más, la picaban a toda carrera por el callejón de la gruta, le habían arranchado el monedero a una “tía” cuando subía al micro. Más tarde, volverían al punto, mascando chicle o con papas rellenas envueltas en papel periódico. Achorados, únicos dueños de las calles. Los policías miran nomás. Habían dos chibolas de diez años entre ellos, les decían “mujeres tempranas”, “jugadoras”, y  también se desesperan por  terokal.

            Una vez su jefe “Malambo” me invitó:
      —¡Prueba! —me dijo.
      —¿Para qué? —le respondí.
   —Vas a sentirte chévere, no seas miedoso —me insistió, entregándome la bolsa, mientras otros “pirañas” metían candela.
      —¡Anda!, ¿O te chupas? Serás otro, causita.
—Vuela, Chino —me decía el “Petete”.

          Roberto y los otros lustrabotas observaban más allacito. Pensé: “Valiente es el que deja el vicio, no el que se mete”. Y me acordé de mi mamita, de Pablo, de sus consejos, de lo que conversamos una noche. Entonces, le regresé la bolsa a Malambo y me dirigí hacia Roberto.  Sólo oí algunas murmuraciones a mis espaldas pero seguí caminando.

         ¿Qué conversamos aquella noche con Pablo? A ver, todo empezó cuando pregunté: ¿Por qué hay pirañas y niñas que se prostituyen?

Y mamá protestó sorprendida: ¿Qué cosas hablas, hijo? Pensé: “De repente he dicho una mala palabra”, pero intervino Pablo y dijo: Déjalo que pregunte, mamá; peor sería que se quede con las dudas o que le respondan otros con falsedades, y me explicó como él sabe hacerlo, mediante cuentos o parábolas (¿así se dice, no?):

      —Los hombres son como los árboles —dijo—. Cuando están tiernos, necesitan más cuidado, necesitan que se los alimente, regándolos, que se les desyerbe para retirarles la maleza y se los pode para quitarles lo que no está bien y puedan crecer sanos y rectos. Pero si se los abandona, esos arbolitos crecerán como pueden, buscarán desesperadamente alimentos para sobrevivir, algunos serán cubiertos por la hierba mala y se convertirán en eso, en algo dañino; otros, a duras penas se desplegarán por entre la maleza, pero crecerán torcidos y debilitados y sólo unos pocos lograrán crecer derechos.

Reflexionó:
        —Árbol saludable da buenos frutos; en cambio, árbol chueco y enfermo ¿qué puede dar? 
        —Malos frutos —respondí.

            Entonces, mamá   agregó: En  mi niñez casi todos los árboles crecían sanos, difícil era ver  ladrones, maleados y ése que, siendo hombre, quiere ser mujer. Todos andaban derechito aunque ignorábamos muchas cosas porque a las justas estudiábamos primaria, pero gente trabajadora, ¡eso sí!, aprendimos a ser. Después he visto cómo aumentan esos males en el país, y aquí en la capital, peor.

—¿Por qué crece todo eso? — pregunté.
—Es que los arbolitos son abandonados a su suerte –dijo Pablo volviendo al ejemplo—. Es como una gran plantación, donde los dueños, que deberían velar por el riego, el desyerbe y la poda se han corrompido. Dicen: “Los niños son el futuro del país”, pero se ocupan de lo que sólo les resulta beneficioso a ellos. Algunos pequeños labradores hacen lo que pueden, pero las plagas siguen causando estragos, y el clima se ha tornado sombrío, frío, los rayos del sol apenas llegan y los arbolitos mendigan su calor.
 
            En ese momento  pensé: “En verdad las cosas no son tan simples. Si queremos buenos árboles, debemos cambiar a los dueños de la plantación por quienes sí se preocupen. No será fácil, va a requerir bastante esfuerzo”.

            Ahora que sigo creciendo y aprendiendo, comprendo mejor. Recuerdo a mi hermano; quizá tarde un tiempo, pero sé que volverá. Tengo unas tremendas ganas de estudiar para enseñar a los demás.

            Me llaman, es un cliente, iré a atenderlo.