Germán Arapa
Julián y su madre retornaban a su
hogar. La quebrada de la estancia Huayllaraya apareció silenciosa, desierta. De
seguro la comunidad de Huancho había culminado con el recojo y almacenamiento
de la cosecha. La esforzada caminata llevaba unos siete kilómetros desde que se
bajaron del trasporte luego de otro largo y agotador viaje por carreteras
polvorientas y calamitosas. Atrás dejaban la Ciudad de los Reyes, sus distritos
populosos, el barrio de Mendocita, el callejón que los acogió en la modestia y
estrechez de un cuarto donde ahora sólo moraban el padre y la hermana Roberta.
El niño casi desfallecía, su frágil
cuerpecito se retrasaba extenuado, ¡ánimo hijo, nos falta poco!, alentaba la
madre que, a su vez, soportaba callada las brasas en sus pies hinchados.
Avistaron el imponente cerro Pantani
(Buena Vista) con el Kamacachi Perca (lugar de descanso) a sus pies. La falda
enverdecida por eucaliptos, kolles, cactus y cantutas les regocijó el alma.
Julián, de ojos grandes y pardos y tupidas pestañas, contempló orgulloso la
obra de sus antepasados: los magistrales andenes cual gigantes escalones
nutrientes regados por el fluir dulce de los puquiales. Divisó las casas
dispersas por los pastizales y apeaderos entre las que se distinguía una, más
grande pero ruinosa, parecía haber sido una casa hacienda, mas nunca lo fue.
Allí moró su abuelo, sobreviviente de la masacre de Huancho Lima; se construyó
con el esfuerzo de la comunidad, no con la sumisión de nadie. Ahora lucía
triste, sin el calor humano.
De pronto el silencio fue desgarrado
por un maullido agudo.
-¡Mamita, es Runrún!- reconoció emocionado Julián.
-Sí… y parece que está bajando del cerro- efectivamente,
los alaridos descendía desde el inmenso macizo.
-¡Caminemos rápido, mamita!- reaccionó Julián desdeñando
su cansancio. El sol casi se ocultaba tras el Pantani y su manto púrpura
envolvía el firmamento. La ventisca les golpeaba los rostros empalidecidos por
los meses de estancia en la costa, los maullidos eran cada vez más cercanos y
penetrantes, expresaban una angustia por reencontrarse con el amo.
-¡Allí está, por esos andenes!-avistó el niño-¡Run
ruuuun!-gritó.
Abundantes pajaritos y palomas
levantaron alborotado vuelo, las cantutas dejaron caer sus rojas flores y la
hierba se inclinó ante el paso del felino. Pronto aparecieron los ojos de
Runrún como dos velitas; de un salto trepó al pecho de Julián y se contorsionó
en sus brazos de júbilo, cosquilleándole la cara repetidas veces con su lengüezuela.
El niño había estallado en llanto de alegría.
-¡Toma, estarás con hambre!- extrajo un trozo de pan de
su morral, pero Runrún apenas probó y prefirió acurrucarse en sus brazos y
extender su manso ronroneo.
Los
lugareños del paraje, alertados por los gritos y llantos, habían salido de sus
casas y presenciaban el encuentro de dos tiernos corazones; sacándose el
sombrero daban la bienvenida a los recién llegados. Don Carmelo y su familia,
don Fernando, doña Rosa, todos saludaban a los retornantes quienes respiraban hondo
y agitado por las muestras de afecto.
Doña
Pascuala no pudo acostumbrarse a vivir en Lima, añoraba el ande, extrañaba sus
animales, sus sembríos. El verano capitalino le mortificó además que Julián llenóse
de granitos; pero el motivo principal por el cual regresaba era su decepción:
pensó que Lima sería diferente, que no habría más humillación…y se equivocó.
¡Chola!,
¡barre!, ¡cocina!, ¡lava!, ¡atiende a los niños!, ¿por qué eres tan lenta?, ¡y
encima cochina!, ¿para eso te pago?, ¡a Lima se viene a trabajar! – resonaban
en sus adentros las recriminaciones de la mujer que la empleó como doméstica,
aquella que tenía más aprecio y consideración por el perro de la casa- ¿ya le
serviste su leche?, ¿y su bisteck? – la que siempre estaba desconfiando - ¡eso
nomás te queda de vuelto?, ¡no creo que hayas gastado tanto! – la que
finalmente le achacó la pérdida de unos aretes.
Nada era
distinto a Huancho. No podía olvidar las veces que el teniente gobernador azotó
a Julián: ¿por qué has maltratado los eucaliptos de doña Jacinta?, ¡so
mostrenco!, ¡zas!, ¡zas!, ¡zas! Y en cada azote el niño orinándose, aferrándose
al dolor en su inocencia, aprendiendo abruptamente la distinción entre clases.
La madre
implorando. ¡Papay, ya no castigues a mi hijo!, ¡tiokallo, perdónalo!, ¡voy a
pagar la multa! El viejo Ignacio, marido de doña Jacinta, al oír esto,
aparentando bondad, ordenaba al teniente gobernador ¡alto!, ¡no más castigo!
Julián,
en su empeño por cazar pájaros para alimentar a Runrún, a veces exageraba un
hondazo o incursionaba en terrenos ajenos para recoger la avecilla caída, pero
esto era motivo de exageración y calumnia. ¡La chacra de papas también ha sido
dañada por el mostrenco de tu hijo!, ¡hasta se ha cagado en el patio de la
casa!
Las
acusaciones fueron elevadas al juez del la provincia de Huancané como si se
tratasen de graves sucesos. Detrás de todo se urdía un plan para apropiarse de
las tierras de doña Pascuala, en colusión con las autoridades.
Para
pagar las multas, ella, debió vender una oveja, otra más y otra; un carnero de
los más gordos para el abogado; otro para el juez Nostaloza; una gallinita y
queso para el escribiente. En tanto, ella que se las aguante con su poco de
coca y Julián, con cebada tostada y nada más.
Cuando se
agotaron los carneros debió empeñar el terreno fértil que aún cultivaba,
presentar los títulos de propiedad y estampar su huella porque firmar no sabía.
Doña Jacinta, por su parte, maquinaba con el juez –a la vez su compadre-,
presentando falsos testigos, fraguando documentos y achacando otros daños y perjuicios
a Julián.
Doña
Pascuala terminó por agotar sus recursos sin resultados favorables. El
desamparo la llevó a reunirse con el esposo, para recobrar el ánimo, para
alejarse del acoso judicial. De allí el viaje a Lima; ella también buscaría
empleo y si les iba bien hasta podrían quedarse.
Ahora, nuevamente en Huancho,
esfumadas las ilusiones, se aprestaba a enfrentar duras jornadas con lo poco
que les había quedado. Madre e hijo juntos para todos lados. Los domingos
ofreciendo quesos en la plaza de Huancané para proveerse de unos centavos.
-¡Mama!, ¿cuánto vale el queso?- preguntaba la mujer del
gobernador de la provincia.
-Cincuenta centavos.
-¿Tienes más?- y comenzaba a destapar el atado de queso, agarrando
y echando a su canasta a la vez,- ¡rebaja pues, mama!- exigía.
-¡Son grandes, señorita!
-¿Grandes?..., !toma!, !es lo que valen!- le aventaba un
sol grande por cinco quesos.
-¡Pero, señorita!
-¡Está bien pagado!, ¿o quieres que llame a la policía!
Y doña
Pascuala, toda humillada por el despojo, permanecía callada. Julián decía para
sí “misti es malo, abusivo, nomás porque no respondemos. Verán cuando yo
crezca, polvo han de morder”.
Meses después, Roberta retornaba
también de la capital, muy delgada y con una obstinada tos.
-¡Mi Robertacha, aquí nunca enfermaste!- dijo la madre-
¡Lima es fierro y cemento que nos consume!
-Perdí mi wawa, mamita, mal parto tuve,- sollozó Roberta-
en hospital dicen curación especial necesito… ¿con qué plata? Mi José me ha
pedido que vuelva con ustedes por un tiempo, para que descanse y me cure.
Los días
siguientes fueron de atención a la enferma. Julián escogía los huevos más
grandes y rojitos, ordeñaba temprano a las cabras y corría presto a cualquier
mandado. Varias personas llegaron por casa para ver a la doliente. Julián no
entendía lo que murmuraban con su madre. Pero ella empezó a mirar con angustia,
con ese mirar que tanto preocupaba a Julián.
-¿Qué tienes, mamita?- le preguntó.
-Juliancito, hijo mío, yo sé cuánto quieres a tu
hermanita, se nos está poniendo peor…- calló unos segundos, - sé también cuánto
cariño tienes por Runrún… no he querido decirte… pero los curanderos me piden
gato para sanar a tu hermanita, espero que comprendas, hijito…
Julián
no quiso comprender. Runrún había sido su compañero desde que era un ínfimo y
escuálido gatito ojón y brincador. Pero Robertacha estaba grave… y parecía no
haber otra sanación.
Julián debió entender.
La noche
del sacrificio, se acostó cubriéndose completamente con las frazadas,
presionando las orejas para no oír el más leve gemido de Runrún. ¡Sana,
hermanita!- sollozaba revolviéndose entre los pellejos de carnero.
Semanas
después otro dolor se sumaba a este. Dos pérdidas entrañables en tan corto
tiempo. ¡Adios, Robertacha!, ¡Te recuerdo, Runrún!
***
Los meses atenuaron el dolor en el
pecho de Julián. Un día, cuando regresaba de pastorear, la madre lo sorprendió
con un regalo.
-Julian, ven. ¡Mira lo que trajo tu primo Manuel!, ¡es
todavía wawito!- presentó a la nueva mascota.
-¡Gracias, mamita!- contestó el niño, saltando jubiloso y
apretándose a la mejilla un aguilucho que se sacudía erizándose- ¡lo llevaré a
la escuela para mostrárselo a Paulino y Tomás!
Con
cariño y abnegación, cuidó del ave alimentándole con ranas y pajaritos que
cazaba. Le puso por nombre Lucho –por no decir aguilucho- y le vio transformarse
con el tiempo: ojos rojizos y penetrantes, pico curvo y filoso, garras como
tenazas de herrero para coger con firmeza, porte canelo imponente.
Cuando
Julián arreaba las cabras a pastar, buscaba un lugar apropiado en una elevación
para posar el ave y decirle: Lucho, tú que alcanzas a mirar muy lejos, avísame
si ves algún zorro, grita fuerte y regresaré- el águila contestaba con un leve chillido
y, obediente, se disponía a escudriñar el horizonte. Julián, honda en mano, se
retiraba: voy a estar buscando tu almuerzo, confío en ti, Lucho. No tardo.
Volvía
con un atado de lagartijas que había cazado entre las rocas. Lucho intentaba
volar para cogerlas, aleteaba infructuosamente sin poder elevarse,
lastimándose. Tenía las plumas de las alas cortadas y las patas amarradas. En
cada pastoreo se repetía esta escena y Julián llegó a conmoverse del ave
compañera. Sintióse avergonzado. “Runrún jamás fue tratado así”, pensó. No
permitiría le vuelvan a cortar las alas.
Un día lo
había decidido. Lucho, ven a mi hombro, te voy a enseñar algo que no has visto.
Ascendió al cerro Pantani, contempló el majestuoso lago, miró en rededor con el
ave sobre el abrigador poncho plomizo, ribeteado de arco iris, flameando con el
viento encrespado del sur. Sintió mareos y recordó aquella madrugada cuando su
madre, agobiada de múltiples pesares le dijo “acompáñame”, y, sin mediar otra
palabra, le condujo al cerro Jupachaca, en cuya cumbre se detuvieron y recién
pronunció:
-¡Hijo, llora ante dios Auqui Alajspacharu!
-¿Por qué, mamita?
-Para que nos lleve por buenos caminos, donde haya
justicia- y arrodillada, bañándose en lágrimas de amargura, crispando los
dedos, interrogó al cielo:
-¿Por qué tanto abuso, Dios mío, por qué?
Julián
mirándola, sin exhalar suspiro, sin derramar gota de lágrima.
Todo esto volvió a revivir en su
memoria, miró a Lucho y le dijo:
-¿Por qué subyugar a un animal como tú, que no conoce el
mundo?- Lucho movía la cabeza mirándolo de costado- en unos días crecerán tus
alas y serás libre porque naciste libre. Yo también quiero ser como tú, y poder
ver a lo lejos.
Cuando
consideró llegado el día, Julián preparó la despedida con abundantes
lagartijas, desató las amarras pero Lucho no intentó volar. Sólo chillaba y extendía
las alas, como midiendo el espacio. El niño lo tomó entonces, lo acercó a su
pecho y se dirigió al filo del andén.
-¡Anda!, ¡vuela!, ¡eres libre, Luchito!- siempre habrá un
lugar en mi memoria para ti junto a Roberta, Runrún y mi abuelo.- ¡Adios!,
¡adios, luchito!- el águila voló defectuosamente, poco a poco se estabilizó,
rodeó tres veces la montaña en señal de despedida y, remontando hacia el oeste,
se perdió entre los rayos del sol que, tornándose escarlata, se iba ocultando
lentamente, para renacer en el mañana.