JUAN ARANDA COMPANY
Ni
colores, ni sol durante días y días sino la piedra gris.
Eduardo Maller
Eduardo Maller
E
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l color de la pared era verde
suave. La habitación limpia, y frente a él un escritorio —de fina madera cuya
especie no pudo reconocer—, y sobre éste una plaquita plastificada que
contrastaba con el fino florero de porcelana que albergaba flores de estación.
Estaba sentado él sobre un diván de cuero negro y en la penumbra, su mirada se
posó en el techo; tenía la sensación de encontrarse en un ambiente de paz, pero
lo que no entendía era por qué tenía los brazos entumecidos y la sensación de
que esto no era real. Aun así se concentró y
dijo al hombre de guardapolvo blanco, de espeso bigote y cara de
boxeador, que estaba al otro lado del escritorio: le digo que sí, doctor, todos
los días lo mismo, se me repite la misma pesadilla, no hay forma de evitarla,
mis gritos se escuchan en todo el barrio. A mi mujer no la dejo dormir; ella es
quién me despierta. He intentado todo: hierbas, sedantes, curanderos. Con los
sedantes, al principio, me iba bien, pero luego mi cuerpo pedía más dosis.
Comenzaba la noche bastante relajado, sereno, soñaba con cosas agradables, como
por ejemplo, que conducía la camioneta y estábamos yendo de paseo en medio de
un sol brillante, juntos toda la familia, la flaca a mi costado y los
pequeños atrás junto a la “Chispa”. ¿Ya le dije que “Chispa” es mi perra, una
fiel guardiana? Ahora, hasta ella se me
asusta cuando duermo. Bueno, doctor, le decía, pues, que conducía en una
espléndida mañana, pero allí de pronto lo mismo...
Le
ardía la garganta y parecía que hubiera estado varios días sin agua, por eso
pasó pesadamente la ardiente y espesa saliva en una dolorosa deglución. Inesperadamente sin saber por qué, cambió su
estado de ánimo. Ahora estaba angustiado, y su vida se diría que dependiese de
aquel hombre que estaba delante de él y
a quien en ese instante habló nuevamente:
—¡Lo mismo,
doctor, estoy desesperado! ¡Ud. Tiene que ayudarme!
El hombre lo
miró inquisitivamente y ensayó, con un cínico esfuerzo, un extraño tono
amistoso.
—Cálmese, para
eso estoy aquí. Tome un poco de agua;
recuéstese y cuénteme.
Tomó
el vaso con agua; mas, cuando la bebió, le vino una sensación de ardor, sin
embargo volvió a relajarse y prosiguió contando su sueño:
—Gracias,
doctor. Le digo que de repente ya no conducía la camioneta, sino el cargador
frontal y, repentinamente el día se convertía en noche oscura, y llovía torrencialmente y me
iba desbarrancando, sucio de lodo, hacia un abismo, en una caída indetenible.
Yo mismo me daba fuerzas para sujetarme al timón; pisaba a fondo el freno; y
nada: la máquina seguía cayendo conmigo al fondo de un río turbulento, cuyo
caudal había aumentado por las lluvias
de la estación. Ud. sabe cómo llueve en la sierra y cómo se cargan los ríos
como monstruos rugientes, y cuando caía a ese río oscuro, sin fondo, justo en
el instante en que ya me iba a morir porque la máquina ganaba más velocidad en
su caída; cuando mi cabeza giraba dentro de un vértigo, una mano recia me
sujetaba, me levantaba salvándome desde un espacio que yo no reconocía, y ahí
experimentaba gran tranquilidad y a mi
cuerpo y a mi vida los sentía renacer. Ésta es la parte del sueño que me trae
una gran serenidad; pero allí venía lo
peor, porque quería ver quién me salvaba, y, cuando volteaba a verle el rostro,
me daba con un hombre encapuchado que me apuntaba con
una pistola, insultándome, golpeándome, preguntándome, por gente que no
conocía, por nombres que no sabía, por las labores en la Federación, en el Sindicato, que yo nunca había realizado. De ahí es que
me decía:
—¿Así que no
quieres hablar? Pues, llévate tus secretos...
Sentía el frío
del arma en la nuca. Y la verdad es que yo me moría de miedo porque ese hombre
que me salvaba no venía sino a matarme. Yo decía que no lo haga, que no me
mate, que no sabía más cosas de lo que me preguntaba, pero él percutaba el
arma...
—¿Y? ¿Usted
moría?
—No, doctor, eso
era precisamente lo peor. Yo no veía que moría. El hombre apretaba el gatillo,
percutaba, pero el arma no estaba cargada. Y él
reía. Volvía a golpearme en la espalda, en los riñones, en las piernas,
y se repetía nuevamente la escena interminablemente.
—¿Y cuándo
acababa esta escena?
—Cuando llegaba
a despertarme mi mujer, doctor. Ahí me despierto.
—Oiga, ¿y me va
a decir que siempre es el mismo sueño? Supongo que variará algo, ¿no?
—Sí, por
supuesto, unas veces al inicio, pero siempre
termina con el mismo final, aunque en otro escenario.
—Me dice usted
que esta pesadilla se parece mucho a ciertos hechos que le han sucedido, ¿no es
así?
—Sí, doctor, yo
era maquinista del Ministerio de Transportes y Comunicaciones. Por muchos años
fui dirigente muy activo y apreciado del Sindicato de Trabajadores del sector.
Y cuando trabajaba en el lugar donde
caían huaycos, que no dejaban paso a los vehículos hacia la capital, yo
manejaba un cargador frontal, junto a otros maquinistas. Muchas
veces, luego de horas de trabajo, nos ganaba la noche, y los transportistas se
quejaban porque su mercadería se echaba a perder. Hacían una bolsa con dinero y
pagaban al ingeniero jefe y éste nos presionaba para que trabajáramos horas
extras. Claro, alguito nos iba a caer, es decir, nos caía. Una vez yo
llevaba ya muchas horas dale y dale y el
agotamiento cumplió ahí su papel: me descuidé por el cansancio y, al despejar
la carretera por el lado de la hondonada, me fui con el cargador hacia el
fondo. No sé cómo, pero logré tirarme fuera de la máquina. Y era precisamente
una noche oscura y con un chubasco que le daba duro a la tierra; los que me
buscaban tardaron varias horas en encontrarme; ya cuando me daban por muerto,
los del equipo de salvataje me hallaron semienterrado e inconsciente. Lo otro
es más penoso: tiempo después me detiene la policía acusándome de subversivo.
Al poco tiempo me derivaron a un cuartel y la gente del Ejército me amenazaba
con matarme si no decía algo, de un hecho que ni yo mismo sabía. Me golpearon
tanto, me torturaron casi hasta la locura. Luego, la cárcel, el juicio, los
años de prisión. Salí. Me siguieron vigilando y, hoy, mi pesadilla continúa.
Destrozaron mi vida; soy un hombre que no puede vivir, tengo miedo hasta para
dormir.
—Cálmese,
hombre. Pienso que lo más terrible ya pasó. Ya está Ud. libre, es tiempo que
aprenda también a liberarse de sus temores usted mismo. Piense que han sido
situaciones muy dramáticas las que le tocó vivir, y esas experiencias
traumáticas han dejado huellas profundas en su psique. Lo que tiene se llama
terror nocturno y es sólo el reflejo de lo que vivimos, y basta una pequeña
dosis de imaginación para que nos avasalle. El cerebro del hombre no descansa
nunca, es por eso que a veces nos acostamos con un problema por resolver y a la
mañana siguiente ¡zas! lo
solucionamos. También nuestro cerebro
ve todas las posibilidades durante el sueño y las resuelve; no es magia ni obra
de otro mundo, es parte de su ser, a todos nos ocurre lo mismo; por eso, cuando
tenga esos sueños, trate de recordar que sólo son sueños, y dígase: “esto no es
real, esto no existe; por lo tanto, es parte de mi imaginación nada más y yo lo
puedo controlar”. Trate de despertar y verá que estuvo soñando y lo controlará.
—Doctor, ¿Ud.
cree que será así de fácil?
—Estoy seguro.
Piense en lo que le he dicho. Repítase tantas veces como pueda: “Yo puedo
controlar mis sueños; los sueños, sueños son”, y dormirá de lo más bien. Le
deseo buena suerte. Lo espero mañana.
—Está bien,
doctor, le agradezco, lo veré mañana.
Y salió de la
habitación. En eso se vio que estaba encima de su vehículo, con la seguridad de
que aquellos sueños eran ya parte de su pasado y que valió la pena consultar a
ese doctor. Al principio él se negaba a pisar un consultorio de ésos; tenía la
falsa idea de que al psiquiatra sólo van los que están locos; si bien mucha
gente piensa así, creía él que ése no era su caso. Era un hombre que había
sufrido mucho y aprendido tanto más, pero quería dejar de sufrir. Reflexionaba en
voz baja: el doctor me ha dicho que puedo controlar los sueños; es bueno estar
trabajando con el cargador frontal de nuevo. En ese instante vio que de pronto
oscurecía y unas gotas de agua mojaban su rostro.
—¿Cargador
frontal...?, pero si yo ya no trabajo en el Ministerio. ¿Qué hago aquí?
Detendré la máquina. ¡Diablos, no para!.
Sintió que llovía como si le
tirasen baldes con agua sobre la cara.
—¡El
freno!, ¿Dónde está el freno? ¡No!, ¡no! ¡Es un sueño! ¡Yo controlo mis sueños!
¡Esto no es verdad!
Sentía
que se golpeaba. Le parecía como si le estuvieran pateando y que veía, al
fondo, el barranco pavoroso.
—¡No es
realidad! ¡Ahhhh...!
En eso sintió
una mano que tironeaba de la suya y era como si oyera desde una distancia
indeterminada una voz que le apremiaba: “¡Despierta!”. Se sintió nuevamente a
salvo. Sin embargo, no sabía por qué las muñecas le dolían ahora y tenía el
cuerpo totalmente entumecido y frío. Le parecía estar despertándose del
accidente, despertando de la pesadilla que acababa de tener. Pero sus ojos
refrescaron su memoria y, a través de una indecisa vigilia, notó la oscuridad
de un ambiente extraño, que no era el aire nocturno de la noche vasta y libre
de afuera, sino otro, el de una asfixiante habitación a oscuras. La lluvia le
parecía ser al mismo tiempo real e irreal, pero
sentía que estaban empapados su ropa y el cuerpo que empezaba a
tiritarle. Se dio cuenta que yacía tirado sobre el piso húmedo y, entonces, vio
la tenue forma de un balde cerca, aunque su cerebro no llegaba aún a comprender
toda esta situación confusa. Ahí otra vez sintió un nuevo jaloneo que venía
como de un sueño real.
—¡Despierta
de una vez!
Estaba como
borracho. La cabeza le dolía y en ésta
las imágenes de su vida giraban en un lento torbellino opresivo por lo que
sólo atinó a decirse: “Sólo es un
sueño”.
En eso
sintió un súbito golpe brutal en las costillas que lo devolvió a la realidad.
Aunque aturdido, notó que era un golpe de metal. Trató de cogerse el sitio
adolorido, pero los grilletes se lo impidieron. Oyó un leve chasquido y vio una
llama que al encender el cigarro
iluminó el rostro irregular de un
hombre con aspecto de boxeador y bigotes gruesos y, al lado de éste, la sombra
de otro que lo encañonaba, y que le dijo:
—¡No,
carajo, yo soy real!
Oyó también que
el hombre con aspecto de boxeador dijo:
—¡Déjalo que
siga soñando...! ...Lo despertaremos de un cuete.
En el oscuro
calabozo, el sindicalista se dio cuenta que estaba en medio de un interrogatorio.
Escuchó el rastrillar del arma.
—Por última vez,
¿vas a hablar? — oyó que le dijeron.
—No sé de qué
quieren que hable..., no sé de qué me preguntan—, atinó a decir frente al
hombre con cara de boxeador, el mismo de sus sueños.
Luego se escuchó
un sordo estruendo y el fogonazo iluminó
la habitación. Después, sólo el profundo silencio.
Al día siguiente
encontraron, en el acantilado de la carretera que va al sur, el cadáver de un
hombre atado y con el cráneo agujereado
por un disparo.