Manuel Marcazzolo
Qué, te has cansado,
seguramente, y no es para menos, todo un día ahí sentado dale que dale al yute
con la aguja de picar. Pero qué otra
cosa se puede hacer, sí pues, tienes toda la razón; la situación de aislamiento
extremo, en algo se debe ocupar el tiempo, porque sino nos loqueamos, y eso es
lo que buscan aquellos que nos tienen aquí.
Precisamente en este instante prenden la luz en el pasadizo, y yo dejo
de coser mis trabajos en peluche, bien, trataremos de hacer otra cosa, a la
espera de que salgan a hervir agua para el lonche.
En
un breve descuido la niebla espesa del silencio nos invade, tú reaccionas y
dices, qué tal si te cuento algo de lo que me tocó vivir, sería interesante a
modo de pasar el tiempo, le digo.
Cómo
corren rápido los años, diez se han pasado como el entrechocar de dos dedos, lo
que te quiero contar ocurrió en una quebrada que trepa para la sierra, de
aquello hace como doce años. Nos habían
encomendado hacer trabajo por la zona de Santa Delicia. Fuimos dos los que llegamos por aquellos lares,
aprovechando que estábamos de vacaciones en la universidad. La cosa no se nos
presentó fácil, con decirte que teníamos como tres horas de estar caminando de
aquí para allá y nada de poder iniciar una conversación satisfactoria con algún
lugareño. Solo ahí pudimos comprender que no es sencillo tender un puente
verbal, al nivel que no fuese resquebrajado por la desconfianza.
En
lo personal, palabra que ya quería abandonar, de mi compañero ni qué decir, el
pobre traía arrastrando su alma tras de sí; lo único que nos retenía en el
lugar era la falta de un vehículo que nos pusiese de nuevo en la ciudad. Y como no aparecía ninguno, no tuvimos otra
cosa que seguir caminando y cuando llegamos a un recodo del camino, y sentíamos
que el sol nos apretaba más, una voz nos despertó de nuestra desesperanza. Buenas, jóvenes, levantamos la cabeza y sobre
un farallón de tierra y piedra formado por los huaycos, vimos al hombre que nos
sonreía. Él hacía descansar su mano en
la lampa que llevaba. Buenas, señor,
recuerdo que le respondimos. El hombre
nos siguió sonriendo, se sacó el sombrero y mirando el cielo dijo, Que ta
fuerte el calorcito, ¿no?, y antes de que pudiésemos articular palabra con
nuestras bocas resecas, volvió a decir, Vénganse para acá, que les voy a invitar
una agüita. Antes de que el buen hombre
se pudiese desanimar, ya estábamos a su lado.
Desde la nueva posición en que nos encontramos pudimos apreciar la
chacra, hacia el fondo una casita rústica, como todas las del lugar. Seguimos al que considerábamos nuestro
salvador, que iba delante nuestro, cuando llegamos al vestíbulo de la casa, se
volvió y nos dijo, tomen, asiento, señalando un poyo de barro.
Espera,
déjame mirar que está sonando el candado de la reja de ingreso al piso. Sacas
tu espejo de mano por entre los barrotes de la celda, para poder ver el
pasadizo. Un policía que abre la puerta
de ingreso al piso, es el alcaide que está viniendo a abrir la celda que le
toca hervir agua para que preparen el lonche.
El
hombre reaparece en la puerta de su casa, trae unos pocillos, tras él viene una jovencita de
unos trece o catorce años que tiene en sus manos una jarra. Él nos alcanza los pocillos y sonriendo nos
dice, a ver jóvenes, para que tomen su agüita de yerbaluisa para la sed. De esta manera empezó nuestra relación con
don Anatolio y los vecinos de Santa Delicia; la jovencita se llamaba Delia y
era su hija.
Después
de este primer acercamiento, empezamos a llegar de manera continua a su casa,
él siempre nos recibió con su sonrisa característica y nos hacía alimentar con
Delia, y brindaba la información que le solicitábamos. Así fuimos conociendo cómo operaba el tal
Marcilio Neyra, de sus argucias para apoderarse de las tierras mejores de los
campesinos del lugar; y que llegó hasta el crimen cuando le fue imprescindible.
Fueron
seis meses de arduo trabajo con los pobladores de Santa Delicia, para que
aprendiesen a organizarse y no dejasen que los avasallen. No fue fácil al principio, los campesinos
desconfiaban de nuestra apariencia de gente de ciudad y juventud. Cuando comenzaron a ser visibles los logros,
la actitud de ellos empezó a cambiar; al principio apoyaron las actividades
colectivas, como el pañado de los frutos de sus chacras: manzanas, duraznos y
paltas. Luego les sugerimos que
seleccionaran sus frutos: primera, segunda y tercera. Por último les hicimos ver que era más
conveniente que negociaran el precio de la fruta poniéndose todos de acuerdo y
no como lo habían venido haciendo, cada uno por su cuenta, y donde el comprador
era el que ponía el precio que quería.
Casualmente fue esto último lo que menos gustó al tal Marcilio, saltó
hasta el techo, según el decir de los que estuvieron allí, es que era el único
que acaparaba la fruta de los pobladores de Santa Delicia.
Espera,
dice, creo que están pasando la voz de la celda de al lado, qué hay, pregunta,
están informando de adelante que acaba de subir la guardia hacia los pisos de
arriba, tener cuidado con las cosas que se están haciendo, no vaya a ser que
bajen y entren aquí al piso, responden.
Retransmito la información para que llegue a las celdas de al fondo. Nuevamente
hablan de la celda de al costado, tenemos un encargo para sus vecinos de al
lado, así que saquen la mano que vamos a enviar la pelotita. Saco la mano por la abertura que hay en la
reja y por donde nos alcanzan los alimentos. La pelotita llega mansa a mis
manos, mi compañero de celda golpea con el puño la pared de la celda contigua y
dice, hay encargo para ustedes, saquen la mano.
Bien, manden, responden. Jalo un
poco la pita para poder lanzar con comodidad, luego nomás vemos pasar
arrastrándose por el suelo una bolsa jalada por la pita.
¿Dónde
estábamos?, ah, sí, al principio el tal Marcilio se desconcertó, luego se
indignó, para después empezar a hacer sus averiguaciones y más adelante llegó a saber lo que
pasaba. Cuando tuvo las cosas bien
claras, actuó, denunció a los campesinos como subversivos; fue cuando vino la
policía y se llevó a todos aquellos que tuvieron el valor de ponerse a la
cabeza de los acontecimientos. No
satisfecho con su felonía, aprovechó para saquear las pertenencias de aquellos
que fueron detenidos. Un mes después de
estos hechos se decidió arrasar, sacar de raíz aquella sarna, ese cuchillo que
apuntaba al corazón del trabajo que se había emprendido.
Aquí
viene ese suceso que aún hoy me estruja los sentimientos, era de noche y
estábamos en todos los preparativos de lo que se pensaba hacer; éramos seis los
que discutíamos ahí. De improviso se
abrió la diminuta puerta del troje donde estábamos. Buenas noches, saludó, dejamos que la luz del
lamparín lo mire bien antes de devolverle el saludo. Fui el que preguntó, qué se le ofrece don
Anatolio, él como que se opacó un poco y jugando con su sombrero entre manos,
dijo, hace días que quería decirles esto, qué será don Anatolio, le interrumpí. Él, después de un breve silencio continuó,
quiero que cuando se vayan se lleven con ustedes a Delia, para que aprenda y
sea como ustedes una revolucionaria. En
un primer momento, ninguno de los que estábamos ahí supo cómo responder a don
Anatolio; a lo único que atinamos fue a mirarnos unos a otros. El primero que reaccionó y le dio una
respuesta, eso no puede ser posible, fue Rafo, cierto, don Anatolio, yo le
secundé. Él no se dio por vencido. Pero ésa es mi decisión, dijo, no se trata de
lo que usted quiera, sino de lo que ella quiera y decida, le salió al frente
Andrés. Rafo volvió a hablar, dese
cuenta don Anatolio que la idea que esgrime pone a Delia como una mercancía,
esa forma suya de ver el mundo encierra una creencia feudal de fondo y
considera a la mujer como alguien subordinado al hombre. Todos aprobamos con nuestro silencio lo que
Rafo dijo. Don Anatolio no supo qué más
decir, solo nos miró. En ese breve
momento de silencio incómodo se volvió a abrir la puerta, fue Delia a la que
vimos avanzar con resolución, y no se parecía en nada a la jovencita tímida que
solía atendernos por encargo de su padre.
Se detuvo frente a nosotros y dijo, padre no es el que lo ha decidido,
se lo pedí yo, él se opuso al principio, recién cuando se lo volví a explicar
él aceptó, es por eso que ha venido a hablarles, ninguno de los que estábamos
supimos responderle. La habitación en
que nos encontrábamos era de lo más humilde, pero palabra que había tanto de
grandeza que me sentí bien y me atreví a decir, creo que aún hay tiempo para
definir sobre este asunto, más adelante les daremos una respuesta. Me parece bien, dijo él, y agregó, hija,
vamos que estos jóvenes tendrán mucho que hacer, y dicho esto salieron del
cuarto.
A
los tres días de esta conversación, se arrasó con todo aquello que Marcilio
había construido a partir del engaño, la usura y explotación de las personas
del lugar. No se le dejó nada, ni casa,
ni granero, ni establo, ni tractor; las tierras fueron devueltas a las personas
a las que se las habían arrebatado, se derruyeron todos los cercos que Marcilio
había mandado poner. Todos los animales
domésticos del fundo fueron repartidos entre los que nos apoyaron.
Cuando
todo hubo concluido, eran ya las seis de la tarde. Con la poca luz que aún
había, nos preparamos para la retirada. Se dieron las últimas indicaciones para
que la población supiera responder cuando
viniesen las autoridades. Otros compañeros, con apoyo de la población,
acondicionaban el único vehículo que se dejó en pie, un pequeño camión. Nuestras
pocas pertenencias fueron subidas a la carrocería del vehículo, y cuando todo
estuvo listo, nos despedimos de la población, que se había reunido para vernos
partir. Cuando el camión arrancó, la noche apretaba ya las cumbres de los
cerros más altos. El motor del vehículo
sufría para remontar la cuesta de la salida del pueblo, yo iba arriba en la
canastilla de la carrocería, y vi cuando ella salió al camino, justo en la
curva, y donde la cuesta se hace un trecho plano; se puso en medio del trayecto
del camión. El vehículo se detuvo, qué ocurre, le gritaron los que iban en la
cabina, ella les respondió, me voy con ustedes, y se subió al estribo de la
puerta. No me pude contener y la llamé, Delia sube, ella alzó la mirada y me
vio. Se encaramó por la escalera que había en la carrocería y me alcanzó su
mochila. Cambié de lugar el fusil que
llevaba para que ella se acomodara.
En
el pasadizo del piso, los compañeros que han preparado el lonche pasan
informando, alistar sus tapers para que reciban su mate y su bolsa para sus
bizcochos. Él deja de contar y va por
los tapers y la bolsa. Se acuclilla
frente a los barrotes de la puerta de la celda, a la espera de los que vienen
repartiendo. Sin poder contener más mi
curiosidad le pregunto, qué fue de Delia, él se vuelve por un instante, me mira
y dice, ella ya es una heroína más de la revolución. Llegan los que reparten, él saca nuestro
taper por el agujero cuadrado que hay entre los barrotes, el líquido humea su
vapor.