EL ENCUENTRO


Manuel Marcazzolo

     No es que antes no hubiese sido así, el tránsito de vehículo y gente siempre ha sido intenso por este lugar; lo que realmente te incomoda de este revoltijo es que se ha llegado a niveles extremos. Una inmensa culebra de combis de todo color llega y se traga a toda la gente que encuentra, luego de engullirse a todos normal continúa su viaje. En tu condición de persona arrancada de ese universo reducido y circular en el que viviste por más de una década, obviamente este tipo de espectáculos te desequilibra emocionalmente y a lo que apelas como mecanismo de defensa es a quedarte quieto, catatónico o quizá simplemente como un niño desvalido.  Es algo más de media hora el que tienes en este lugar, y eso es infringir de manera peligrosa algo que para ustedes fue principio militar.  Nunca esperar a nadie en un mismo lugar más de un cuarto de hora.  Luego, la necesidad hizo que ese principio se reajustase, solo diez minutos, pero en los momentos en que la guerra se hizo dura, el tiempo de espera se redujo a cinco minutos, imaginen cómo ardía eso.  El ajustarse a las normas era cuestión de vida o muerte.  Claro que hoy los tiempos han cambiado, soplan otros aires, no necesariamente mejores, qué ironía, ¿no?  Estás así cuando la voz te desengancha de tu meditación, Ernesto, te vuelves para tu lado derecho que es por donde vino la voz, entre los que esperan combi está él.  Los recuerdos, sentimientos que se alborotan dentro de ti...  Vas al encuentro del que te llamó. 
Germán, así se llama al que has venido a esperar, casi año y medio que tu amigo consiguió su libertad, tú tan solo tres meses. Se estrechan los cuerpos, las manos generosas se aferran en su mudo reconocimiento.  Qué gusto me da, Germán, dices, y todo ese tiempo oculto, años vividos como vecinos de celdas contiguas regresan a ti.  Él te mira, sonríe, sigue aferrando tu mano, cuando se calma la emoción dice, busquemos un lugar donde poder conversar, así van llegando a este pequeño retazo de grass sembrado, donde dos tímidos arbustos pugnan por ser más adelante árboles. La gente, el bullicio de los cobradores que luchan por los pasajeros, el ruido de los cláxons y los motores, y aunado a ello el monóxido que estos expelen, todo esto pasa a un segundo plano para ustedes.
No se pueden quejar, cerca de donde se han ubicado una señora vende bebidas heladas.  Germán, adelantándose a cualquier intención tuya, pide a la señora, por favor mamita dos gaseosas bien heladas, tú en cambio deseas hablar, cuánto ha cambiado todo aquí  afuera, Germán, él no responde, bebe a sorbos su bebida, tienes la impresión de que medita en lo que acabas de decir, qué esperabas, Ernesto, todo cambia en doce años, termina diciéndote.  El ruido constante de las combis que llegan y se van o el bullicio de la gente que por este lugar se moviliza de manera ininterrumpida.  Luego de este primer momento en que logras aquietar sus emociones, entran a conversar sobre temas que a ambos les son comunes.  Es nuevamente Germán el de la iniciativa, recuerdo cuando contabas historias desde tu celda, claro que lo hacías para los que vivían contigo, pero los que estábamos en las celdas contiguas también escuchábamos atentos.  Esa manera tan especial que tenías para contar, era inimitable, al menos allá en prisión.  Ernesto sonríe, antes de decir, nunca se me ocurrió pensar que las cosas que contaba fuesen para tanto, lo que sí debo reconocer es que siempre disfruté contando historias, Germán te mira y sonríe, no sabes cuánto me hubiese gustado atreverme a contar a mí, lo hubieses hecho Germán, cuán bueno hubiera sido aquello, podría haber servido para motivar a otros a que también se atreviesen a contar sus historias.  Germán se pone serio y te mira, siempre quise contar una historia que me tocó vivir, lo hubieses hecho, qué tonto fuiste, se le ensombrece el rostro y te parece viejísimo con esas arrugas que burilan su rostro.  Después de un momento, él vuelve a decir, la verdad es que sentí un poco de temor, pensé que si lo hacía se podría complicar mi situación legal, bien sabes que en esos momentos uno no sabía con quién estaba viviendo.
Tantísima verdad hay en lo último que dice Germán, que te remece, esos años durísimos que vivieron allá en prisión, qué hondura encierra este pasado reciente, que no te diste cuenta en qué momento Germán volvió a hablar y solo le prestas atención cuando te dice, la historia ocurrió en el mercado donde trabajaba, era yo cargador de bultos y  aquel día había madrugado como siempre, y me preparaba para tomar mi desayuno.  Dejé la carretilla, mi herramienta de trabajo, al costado del triciclo de la tía Veneno, así le decíamos a la señora que preparaba el desayuno. Dos colegas míos aguardaban sentados en una de las bancas a que la tía les sirviera, me orillé al costado de uno de ellos.  Hasta allí era un día común y corriente, nada hacía presagiar que algo fuese a ocurrir.
La que vende papa, cebolla y tomate, y que le dicen la “saca tu macho”, termina de acomodar su mercadería, la que vende a su costado pesa vainitas para una cliente madrugadora, hasta allí nada, todo tranquilo.  Aunque hace cinco días atrás, el mercado amaneció embanderado con banderas rojas, ahí sí que el mercado se llenó de policías y muchos de ellos andaban con sus perros que olisqueaban de aquí para allá, dijeron para verificar, no vaya a ser que los terroristas dejasen puesta una bomba.  Lo cierto es que no encontraron nada para justificar todo su despliegue, y después de horas de estarse en el mercado sacaron una bolsa negra, de lo que después se rumoreó es que tan solo contenía basura.
Así que cuando apareció el  camión por la esquina que desemboca en la avenida principal, ninguno de los que estábamos allí sospechó nada.  Yo endulzaba mi avena en el tazón, es que la tía Veneno sabía atendernos como a pobres, a unos veinte metros de donde estábamos el camión se detuvo, de la cabina bajaron dos personas, una mujer y un varón.  Desde que los vi tuve la impresión de que eran bastante jóvenes, de arriba del camión de la canastilla que tiene sobre la cabina para ser más exactos asomó otra persona, era otro varón.  ¿Para quiénes será toda esa mercadería?, soltó como una pregunta el que estaba sentado a mi costado.  Katty, una de las que vende en el mercado y mordisquea frente a mí su pan con torreja, intervino, qué raro, a esta hora mercadería, siendo tan temprano.
De los que bajaron de la cabina del camión, el varón se puso a revisar las llantas.  La muchacha en cambio se puso a reconocer el terreno, se acercó bastante a donde estábamos y luego se detuvo en el descampado frente al mercado, donde suelen ubicarse los camiones que traen sus productos, se demoró regular tiempo ahí, miró con detenimiento el lugar.  Mi sospecha de la juventud de los intrusos aquellos quedó confirmada cuando la muchacha se acercó a nosotros, no le eché más de dieciocho años, por su fisonomía parecía estudiante de universidad, ahí mismo me comenzó a roer el comején de la duda, qué raro, algo está pasando acá, pensé.  Después de haber hecho el  reconocimiento del lugar, ella retornó al camión, trepó al estribo por el lado del chofer.
Germán interrumpe el relato de su historia, bebe de su refresco, en tanto el ritmo frenético de la vida no se ha detenido aquí, nuestra presencia no altera en nada la rutina del lugar, más bien pareciera que somos la parte fugaz de ella.  Germán volvió a lo suyo, cuando el camión se cuadró en el pampón pudimos ver que los ocupantes de éste eran cinco.  Ni bien terminé con mi desayuno, ahí nomás me salió una cargadita.  Así que me fui tras mis primeras monedas.  Cuando ya iba con mi segunda carga cogí de refilón lo que una morena que vende pescado decía a una de sus clientas, por la pampa hay un camión lleno de víveres y dicen que los que están en el camión llaman a la gente para regalarles las cosas que traen, sentí algo así como un hormigueo en mi espalda cuando le escuché y tuve la certeza de que era el mismo camión que yo había visto.  Créeme, pero le salieron alas a mis pies, no sé cómo despaché en un chascar de dedos a mi cliente y sin detenerme a recuperar fuerzas por el esfuerzo hecho y menos para limpiarme el sudor, lo cierto es que cuando me detuve nuevamente ya estaba en el lugar de los acontecimientos.
Un grupo regular rodeaba el camión, así que antes de atreverme a algo me fui a encargar mi herramienta de trabajo al depósito donde lo sabía guardar y que estaba ahí cerquita.  Después a empujones avancé, no es por nada pero me sentía con derecho a estar en primera fila, eso quizá se debía a que fui uno de los primeros que vio el camión.
Una nueva interrupción en lo que cuenta, saca su pañuelo antes de decir qué tal calor que está haciendo, ¿no? Es insoportable, Germán, él pregunta, qué hora tienes, yo mirando mi reloj le digo, las tres, así como está la cosa hay calor para rato, dice él y de a verdad el calor es insoportable. Ernesto siente que diminutos gusanos líquidos corren por su espalda humedeciendo su camisa.  En tanto Germán se abanica con el pañuelo.
Lo primero que vi al abrirme paso a empujones fue a los tres jóvenes que estaban sobre la carga del camión, ellos se esforzaban para que la gente les prestara atención.  Llegué a la primera fila y pude escuchar bien lo que gritaban, acérquense, decían, y gesticulaban.  Palabra que en ese momento sentí temor y creo que todos los que se apretujaban allí también. Nadie de los que estábamos en el lugar nos movíamos. La gente seguía llegando.  Otro hecho que merece ser contado y que hasta hoy traigo vívido dentro de mí es que entre el camión y toda la gente había un espacio, que llamaré tierra de nadie, y que ninguno de nosotros se atrevía a invadir.  En el momento que visualicé aquel espacio, tuve algo así como una premonición, que en aquel espacio libre algo extraordinario iba a ocurrir.
Ve a toda esta gente, es admirable su valentía, su valor para soportar este calor achicharrante y así vender los productos que traen a los marchantes, que de aquí saben tomar el transporte que los llevará a sus hogares, y ellos poder ganarse el dinero con el cual llevarán el alimento a sus casas.  No te parece, Ernesto, que esa perseverancia que ellos muestran es la que debemos aprender, míralos, el semáforo se ha puesto en rojo y ellos aprovechando que los vehículos se detienen corren a ofrecer los productos que venden. Te escucho con atención, Germán, una pregunta bailotea dentro de mí, el semáforo nuevamente se pone en rojo y las personas de aquí me dan la impresión  de ser cardumen humano que empieza a nadar entre los vehículos como si estos fuesen corales, pero como no te he hecho la pregunta y solo la he pensado, tú me hablas, hasta hoy no me explico cómo la gente pudo enterarse tan rápido de lo que ahí estaba pasando, cuando me volteé a ver, una gran cantidad de gente anillaba el camión, eso sí, ojo que ni en ese momento de gran presión de todas esas personas ninguna intentó invadir ese territorio circular que nos separaba del camión. Los que estaban encima continuaron acicateando a la gente para que se atreviese a llevar alguna de las cosas que había allí arriba.  Los dos jóvenes que no estaban encima del camión mantenían abierta las dos hojas de la puerta de la carrocería y nos invitaban a que nos atreviésemos a tomar algo de lo que allí había.  Cómo quisiera que te pudieras imaginar aquello, sonríe cuando esto me dice, mis ojos no podían dejar de mirar todo aquello. En ese camión había de todo, menos carne. Ni verdura.  La situación parecía de locos, los jóvenes aquellos continuaban incitando a que tomásemos los víveres y que nos los llevásemos, con decirte que empecé a sudar, pero nada de moverme, y lo mismo ocurría con los demás, creo.
Ahora soy yo el que interrumpe la secuencia de su relato, y con la policía no pasaba nada, Germán, le pregunto y él después de pensarlo un instante responde, cierto, de milagro, ni un solo policía pasó por ahí.  Ahora que lo pienso, hasta que no apareciera ni un solo policía nos hacía dudar, claro porque podía ser una treta de los tombos mismos para que cayésemos como mansas palomas.  Entonces pues, mientras no ocurriese algo que nos diera seguridad, creo que nadie se iba a mover, al menos eso es lo que pienso ahora.
Germán, disculpa que te corte, le digo, y él me queda mirando, yo continúo, quiero tu opinión, ¿sobre qué?, me pregunta.  Dudo un instante en responderle, busco ordenar lo mejor posible mis ideas, para que al exponérselas le queden claras, quisiera saber tu opinión de cómo ves la vida, en la actualidad aquí en la calle.  Después de mantenerse en silencio por un momento, me dice, aclara mejor qué es lo que quieres saber.  Quedo como suspendido por un instante, me refiero, empiezo diciéndole y luego continúo, trataré de explicarte lo que quiero saber relatándote un hecho.
Hará unos veinte días estaba en casa y conversaba con mi hermano, el menor de todos, en un instante nuestra conversación derivó a temas sociales y fue él el que comentó que su jornada laboral diaria le exigía trabajar once horas y que le pagaban una miseria, pero que a pesar de ello se sentía afortunado, ya que en otras empresas hacían trabajar a la gente de doce a catorce horas diarias y les pagaban igual que a él.  Por mi parte le hice saber que aquello que me decía era explotación, abuso, y que hacía muchísimos años que los obreros del mundo habían conquistado con luchas jornadas de trabajo de ocho horas, así como otros derechos y beneficios.  Me podrás creer que mi hermano no sabía nada sobre aquello y me miraba sorprendido, con tal asombro que hasta me pareció que se asustó con lo que le dije, y cuando él reaccionó me dijo no saber nada de todas aquellas supuestas luchas y menos que con aquellas se hubieran conquistado derechos y beneficios para los trabajadores.
Ahora sí creo haberte comprendido, hace trece años, antes de que fuera detenido no creo que me hubiera podido imaginar que estas cosas iban a ocurrir, que la leyes laborales le diesen la espalda al obrero y a todos aquellos trabajadores asalariados.  Lo que estamos mirando ahorita, por ejemplo, esta pobre gente que hace malabares para poder ganarse los soles que le permitan llevar el alimento a sus hogares, son el resultado de la monstruosidad ocurrida.  Para tu asombro, yo mismo debo trabajar catorce horas diarias, y si no lo hago me botan y no pasa nada porque no hay a donde quejarse.  Pero déjame continuar con mi historia.
Creo que los que estaban encima del camión se cansaron de gritar y empezaron a tirar las cosas, brunn caja de leche al suelo, los tarros se regaron, plonn caja de detergentes, saco de arroz, pero nadie de los que estábamos ahí hizo el intento de agacharse. Sólo se miraban, estábamos tiesos como palos y los que estaban detrás de nosotros se revolvían nerviosos en sus lugares, los de más atrás empezaron a empujar, quizá desesperados por saber qué era lo que estaba pasando.  Ya ni recuerdo cuántas cosas tiraron al suelo los que estaban encima del camión, de lo que sí estoy seguro es que nadie se movió.
Ahora que lo pienso, debieron ser terribles esos momentos para esos jóvenes, dice Germán, y yo le pregunto, cuánto crees que duró todo aquello, él se queda pensando un momento antes de responderme, el instante toda una eternidad, pero el tiempo no creo que excediera más de veinte minutos.
Germán vuelve a beber de su refresco, después de ese pequeño paréntesis, continúa, no recuerdo si te dije que uno de los que estaban encima de la carga era la joven, porque fue ella que en una acción inesperada levantó su puño derecho y gritó, Viva la Revolución, no sé qué tan fuerte sonaron sus palabras, lo cierto es que llegaron a lo más profundo de mi temor y lo quemó, te juro que en ese instante sentí que su arenga se podía haber escuchado en todo el Perú.  Ese viva nos despertó y no creo que pasaran veinte minutos para que el camión quedara totalmente vacío.  Al rato, cuando regresé, después de haber guardado en lugar seguro las cosas que me cogí, el camión seguía ahí, me dio tanta pena verlo vacío y abandonado.  Parecía resto de naufragio o algo tirado después de un huayco, con decirte que hasta los perros vagabundos lo evitaron.
Qué cosas nos ha tocado ver, ¿no, Germán?  Así es, Ernesto, me responde antes de engullirse el último buche de su refresco, creo que se va acabando la razón para que continuemos en este lugar, dice él.  Nos ponemos de pie y echamos a andar, después de un instante de caminar juntos nos despedimos.