Tú,
Rudecindo Contreras, fuiste pobre desde cuando abriste los ojos al mundo. Tal
vez, desde mucho antes. Pero si aún dudas que fue así, reconstruye todo. Esto
es, toda la historia de tu existencia sobre “este valle de lágrimas”. Haya sido
negra o blanca, no interesa. Empieza por tu niñez, deslizándote en tu barrio y
al lado de tus padres. Luego asómate a la casa de tu abuela de madre,
asistiendo a la escuela mixta del pueblo con tu taleguita de fiambre, tu
uniforme de tocuyo color beige cubriéndote el cuerpo sin calzoncillos y
sombreándote, durante los recreos del medio día, al pie del cedro del centro de
la plaza o tratando de extraer, empecinadamente, piedrecitas redondas de la
entraña de las inmensas de chiqu, en Puqulay. Y, por último, abarca la tercera
parte de la historia: tu vida de estudiante provinciano en esta ciudad de
treintitrés iglesias, desde el momento en que asomaste los ojos, al tañer de
las campanas del convento de San Francisco de Asís la madrugada del domingo de
Pascua de Resurrección, hasta este preciso instante en que una quemazón intenta
hacerte desfallecer.
Empieza,
Rudecindo Contreras. No es correcto tomar a pecho un simple pasaje de la
existencia. La vida, larga o corta, no es de uno solamente; y perderla tampoco
es para lamentarse, si se tiene conciencia de su razón. Al menos, en los peores
momentos es cuando se necesita sacar mayor fuerza posible del cuerpo y evitar
la desesperación. De lo contrario, no se sacará nada de provecho. Los problemas
hay que tomarlos con sangre fría, aunque en estos momentos, tú, la sientas
bajar ardiéndote por la parte de la boca del estomago. Pero no. No te hagas
vencer con ese dolor que te causa la herida. “Es de bala”, dirás. Sin embargo
no es mortal. Al fin y al cabo, es un dolor físico. Y tu puedes soportarlo.
¿Acaso antes no lo habías hecho ya? Estás preparado para este tipo de golpes.
Siempre preferiste lo físico a lo moral. Sólo estos, los golpes morales, son
los que te causan mayor daño y te son insoportables. Verdaderamente te humillan
y hasta hacen que caigas en el llanto. Lo de ahora es diferente. No te
desmoralices, ahora no estás solo. Además, no puedes morir. Y aunque eso
pasara, habrá miles que vivan después de ti. Jamás se ha visto en la historia
el exterminio total de un pueblo. Más bien piensa un poco en tus compañeros que
seguirán luchando; en aquellos que claudicarán y en los que ya lo hicieron
desde un inicio; en los mismos autores de tu estado actual que, ahora, luego de
despojar tu cuerpo herido de bala del poder de tus compañeros, te cubren con
una frazada, mientras aguardan la llegada de la ambulancia que desgraciadamente
se demora, o a que se presente cualquier otro vehículo, que para ellos es
igual, y llevarte a no se sabe qué dependencia policial: allí te encerrarán. Te
ocultarán de tus familiares. Querrán amansarte inculcándote buenos modales, y
cuando ya no puedan arrancarte lo que desean de ti, te golpearán secretamente
en las partes más vitales de tu indefenso cuerpo. Esos burdéganos aún tendrán
la suficiente inteligencia para darse cuenta de tu superioridad moral y del
desprecio que por ellos sientes. Y si no, piensa pues en tu propia madre. Lo
importante es evitar que caigas en la desilusión.
Sí. Está
allí, en tu recuerdo, tu madre de ojos dulces aunque prematuramente envejecidos,
mirando el camino grande por donde sus hijos se fueron uno tras otro para nunca
regresar. Ella que siempre se negaba a llevarte al pueblo durante los días de
fiesta. Ir a fiestas no es para pobres:
decía, y se quedaba hilando o lavando ropas en la aguada de Ñawin Pukyu, en
Chukara. Tu antiguo barrio. Esa quebradita que se estira a lo largo del puquial
formando una especie de desfiladero. El lugar donde naciste y en donde
permaneciste hasta la edad de nueve años. El dulce hogar en donde los días te
fueron iguales e hicieron que tú crecieras en absoluto silencio, sin amigos,
completamente aislado del resto del mundo. Tu madre, Rudecindo Contreras, que
aún seguirá afirmando lo mismo para hacer callar a tus hermanos menores que
también la estarán fastidiando con ir a la fiesta del pueblo.
Pero, papito, no me pidas nada; no tenemos
dinero ni para comprarnos un pan. Además, es feo pedir cosas en días de fiesta;
Papadios nos puede castigar:
tu madre, ahora distante, advirtiéndote antes de partir la vez que aceptó
llevarte. En tanto tú, Rudecindo Contreras, feliz aun sin comprender la
verdadera esencia de las cosas, cubriendo esa distancia de tres horas de
caminata. Y durante ese tiempo –un simple relámpago presidiendo al trueno- que
duraría tu permanencia en la población, sin pedir nada. Quedándote sentado,
tranquilo y solitario, al lado de las vendedoras de frutas y panes traídas
desde la capital de departamento, en el corredor de la casa de don Justo Ayala,
mientras ella, tu madre, fuera a la iglesia a oír la misa central de aquel 29
de junio.
Recuerda,
Rudecindo Contreras: cuando la imagen de San Pedro ingresó a la plaza, ya los
mayordomos se encontraban en la esquina de los Cárdenas, y los músicos, con
Antonio Misaraymi a la cabeza, entonaban sus mejores tonadas para el Señor a la
altura del cabildo. Entonces tú, quitándote el sombrero café oscuro que cuando
nuevo era de tu padre, te arrodillaste. Pero allí, con tus escasos seis años,
no llegaste a entender la verdadera razón de por qué las madres dejaban a sus
hijos menores ir a la iglesia. Ya después, estando en la escuela mixta del
pueblo, comprendiste que en aquella oportunidad tu madre no te había llevado al
templo con el fin de que no la fastidiaras en caso te daba ganas de orinar.
Recuerda, Rudecindo Contreras: terminada la procesión, la maestra les ordenó
volver al local escolar –otras veces les daba el “rompan filas” no bien el
Señor retornaba a su templo- y luego de hacerlos formar en columna de a dos y
colorada de rabia: ¡Desgraciados! –les dijo-. ¿Por qué mierda todavía durante
la misa les dio ganas de cagar? Y empezó a golpearlos con el palo que utilizaba
para castigar a los tardones o a los que no aprovechaban la lección.
Recuérdalo: las niñas, como de costumbre, cubrían los primeros puestos de la
formación y tú, en el noveno lugar de la columna de la izquierda, recordabas tu
primer día en el pueblo. Claro, cuando uno es muchacho y está en la iglesia a
cada momento dan las ganas de hacer cualquiera de las dos necesidades; y para
salir, es completamente difícil. Está la iglesia llena de gente que no permite
moverse siquiera. Allí; realmente, a cualquiera le puede vencer el apuro.
También durante ese día el pueblo hierve de gente. Pueblo con gente. Gente
vestida de ropa nueva y con harto dinero, cargando al Señor por el rededor de
la plaza adornada con altares en las cuatro esquinas. Aunque pasada esa
función, el mismo pueblo parezca más pequeño y el cedro del centro de la plaza
mucho más crecido. Y más tarde, sólo los escolares den ánimo a ese pueblo, que
parece morirse de pura soledad, y eso en tiempo de clases. Durante las
vacaciones está solo, seco como siempre y triste, semejante a un niño
abandonado e incapaz de hacer algo por remediar su desamparo.
Durante
la segunda etapa asistías a la escuela más por las canciones que la maestra les
enseñaba y porque, además, te gustaba mirar a los mayores jugando a los
“daños”. Aunque eso jugaban los más grandes de la escuela. Sobre todo, los que
disponían de dinero para comprarse las bolitas de cristal. Tú, Rudecindo
Contreras, nunca participaste en ese juego. Pero no porque no sabías jugar,
sino porque no tenías con qué comprarte los “daños” que por ese entonces
costaban a tres por cinco centavos. Jugar era fácil: había que colocar dos
bolitas, moderadamente separadas una de la otra, en el suelo relimpio y tirar
con el dedo gordo la tercera diciendo:
-Pagas:
triquis, ida y vuelta
Entonces
la tercera bolita rodaba por el suelo hecho lonja de tanto jugar en el mismo
lugar, tratando de encontrar a las demás. Y las encontraba, sabiéndola tirar, a
la ida. Aquello se jugaba entre dos personas, sea para haba o maíz tostados.
Algunos lo hacían para puñetes. Hablaban groserías que antes nunca habías
escuchado. Y cuando avergonzado escupías, te decían reilones: no sea pues
sonso, ¿acaso cuando revienta apesta? Y eso era cierto. Tú, Rudecindo Contreras,
llegaste a comprobarlo luego de algunas pruebas a solas. Claro, cuando uno
suelta haciéndolo reventar, no apesta tanto. Pero cuando lo haces despacito,
tratando de que nadie se dé cuenta, ahí sí que huele como la misma porquería
del zorrino.
Una sola
vez llegaste al pueblo por tu madre. Al poco tiempo apareció tu abuela y te
reclamó hacia su barrio, tal como había hecho con tus hermanos mayores.
Aquellos hermanos que según tu imaginación estaban reunidos en la casa de tu
abuela juntándose con otros muchachos y yendo al pueblo en cada fiesta. Sin embargo,
no fue cierto. Al llegar esa tarde, no hallaste siquiera el rostro de ellos.
Tan sólo encontraste unos animales hocicudos, sin cola, las orejas paradas,
paseándose orondos en la cocina. Les tuviste miedo pensando que comerían
criaturas. Y desde ese instante, en tu cabeza empezó a remolinar eso de que
habríase acabado todo para ti. Que en adelante ya no irías más al pueblo. Te
quedarías allí, donde estabas, al lado de tu abuela, mirando y dando de comer
la alfalfa fresca de las chacras a esos malditos animales que te perseguían
durante tus sueños, y a que a la larga fue el origen de tu sonambulismo, del
cual te curaste ya en esta ciudad, de un bateazo de agua fría que habías dejado
en la puerta, una noche que saliste dormido y en calzoncillos.
Y de la
casa de tu abuela, salta hacia la capital de departamento. Empieza, Rudecindo
Contreras, con tu afán de incorporación a la nueva forma de vida, pastando
animales de carga de los paisanos que llegaban a esta ciudad en los cabuyales
de Qarqampata, hasta hoy, viernes 13 de junio de 1969, que estuviste
participando en la marcha de los estudiantes levantados. Al menos intenta.
Empieza de una vez. La herida, de ser bala es de bala. Pero no compromete tu
vida. Ya lo sabes: una injusticia por muy grande que sea no puede desmoralizar
a un hombre. ¡Jamás, Rudecindo Contreras! Por algo eres del sector de los seres
templados en el dolor y en la miseria. Por tanto estás obligado a resistir
hasta el final. Piensa sobre todo en eso. Lo que ahora ocurre contigo sólo es un
simple tropiezo. El camino por recorrer es largo para los pobres. Y cuando se
triunfe, Rudecindo Contreras, todo esto tal vez sea una pequeña historia que
parezca cuento, anidando en las sombras del recuerdo. No pierdas la serenidad.
Deja a un lado el dolor físico. Y así: éramos más de un millar de estudiantes
secundarios, entre hombres y mujeres, recorriendo las calles de la ciudad desde
hacía más de cuatro meses, y el viernes 13 de junio de 1969 a eso de las doce y
cuarto de la tarde y en una calle cuarteada por la aridez, la policía intentó
ahogar nuestras voces de reclamo primero con bombas lacrimógenas y luego balaceándonos
sin más por qué… Esta mañana salimos temprano de nuestras aulas dejando los
cuadernos abiertos sobre las carpetas porque los pobres también tenemos derecho
a la educación… desde un inicio ordenamos a las mujercitas a tomar la delantera
pensando que por haber nacido de una madre los Sinchis recelarían golpearlas…
pero nos equivocamos… para ellos lo más importante es el trapo verde que llevan
puesto. Recuerda, Rudecindo Contreras: empezaron con una reunión en el estadio
Leoncio Prado. De allí, rumbo a la plaza Sucre por el jirón Asamblea, exigiendo
la gratuidad de la enseñanza hasta con lágrimas en los ojos. Una vuelta por el
perímetro del parque. Luego la calle 28 de Julio. Cuando arribaron a la altura
del mercado de abastos, ya la policía estaba desplazada esperando la señal de
los jefes para entrar en acción. Entonces, no tenían por qué caer en la
provocación. Lo importante era hacer conocer tanta persecución y
encarcelamiento. Ingresar al mercado les fue imposible. Por eso decidieron
tomar la calle Vivanco con dirección al colegio de mujeres, donde la docencia
religiosa impedía salir a las alumnas amenazándolas con entregarlas a la policía
y expulsarlas definitivamente del colegio. Al verlos llegar temblaron de miedo.
Pero les bastó una llamada telefónica para provocar el acontecimiento del
puente Apurímac. Ya de regreso, cuando ingresaron a la avenida por la callecita
que viene del colegio, la policía de la retaguardia avanzó rápidamente y cerró
la distancia: miramos hacia adelante: verde; hacia atrás: verde. La avenida
Mariscal Castilla estaba uniformada de color verde. ¡Nos acorralaban! Y
nosotros no teníamos más arma que nuestra voz… Entonces, Rudecindo Contreras,
había que pensar en cómo romper esa muralla humana y de acero, demostrando
valentía hasta en la adversidad. Tan pronto como alzaron la voz, respondieron
las bombas primero y luego la balacera. Claro, de eso aún te acuerdas. Hasta
pensaste en que en este país es pecado salir a las calles y reclamar un derecho
negado. En seguida, un impacto sordo a la altura del estómago te hizo perder el
equilibrio. Aún intentaste seguir corriendo, pero tus ojos se nublaron y caíste
sobre la madre tierra, sangrando. Después, sólo una corta y desigual lucha de
cuerpo a cuerpo en torno tuyo, en tanto que el resto se abría paso
heroicamente. En ese instante, Rudecindo Contreras, unos se hallan
defendiéndose entre los tunales de Akuchimay y Qunchupata; otros, ya van
llegando al centro de la ciudad, y la policía, incapaz de contener el desborde
que acaban de provocar, no sabe a qué atenerse. Y tú, calmada la balacera de
este sector, tirado sobre un piso duro y frío, inhalando el olor seco del polvo
que levanta las llantas del vehículo que te aleja poco a poco del rumor
viviente de la ciudad, y en tus cabales, consciente de tu situación, sólo
atinas a recordar, asociado a tu propio dolor, el día que a tu padre lo
marcaron en la nalga izquierda con un hierro al rojo vivo las autoridades de tu
tierra natal, a raíz de lo cual, durante el tiempo que estudiaste en la escuela
mixta del pueblo, te pusieron de sobrenombre “El Markado”.
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