Oscar Gilbonio
Renzo despertó risueño, dispuesto a
poner en práctica lo aprendido en su clase el día previo. La profesora había
tratado sobre la importancia de la comunicación entre padres e hijos y él lo
había comprendido y estaba decidido a tomar la iniciativa en su hogar.
Después de asearse los dientes, Renzo ocupó
su lugar en la mesa. La madre, atareada en la cocina, preparaba el desayuno
cotidiano, el padre que se había vestido terminó por tomar asiento también. Cuando
Renzo iba a dirigirle la palabra el padre extrajo un periódico de la casaca y se
entretuvo con las grandes hojas que formaron una barrera infranqueable entre
los dos. Renzo adelantó el torso y alcanzó a divisarle el rostro pero lo vio tan ensimismado en la lectura de la
página deportiva que vaciló un instante. Entonces, el padre súbitamente miró su
reloj y señaló “se me hace tarde, sírveme ya mujer”. Luego engulló sus
alimentos y despidiéndose apresurado salió a trabajar. El niño pensó “cuando
regrese será”.
Asistió al colegio y cuando la profesora
preguntó quien había ya conversado algún tema de su parecer con sus progenitores,
Renzo estuvo entre los alumnos que se quedaron sin levantar la mano. “Es una
tarea pendiente” reiteró ella que gustaba de promover la socialización de sus pupilos.
Cuando regresaba a casa apuró los
pasos: encontraría a su madre y sus hermanos mayores, podrían conversar temas
variados y sin prisa, ¡esa sería su oportunidad!
Ya en la sala, se dirigió a su madre
que terminaba de servir el almuerzo:
-Mamá, ¿puedo decirte algo?
-Sí, hijo- respondió ella mientras encendía el televisor
y ocupaba el mueble.
-Es sobre la comunicación entre padres e hijos…
-¡Ah!, soy toda oídos… pero… ¿me esperas un ratito?
-Bueno, te espero- respondió Renzo, creyendo que eso le
daría más tiempo para ordenar sus ideas.
La madre
pareció aprobar la postergación puesto que se acomodó mejor para no perderse el
desenlace amoroso de su novela preferida. El pequeño la vio sumergida en el
drama de los personajes ficticios y aguardó con paciencia.
Cuando
la novela terminó, la madre apagó el televisor y, precisamente, en ese instante,
hizo su aparición la hermana, llorando.
-¿Qué te pasa, Janeth?- preguntó la madre. Janeth no
respondió pero por su evidente pesar la madre dedujo:
-¿Se trata del cholo de Julio?..., ¡seguro peleaste!
Janeth, que era adulta, asintió.
-¡Déjalo mejor hija!, – aconsejó la madre,- a lo mejor
tienes suerte y encuentras un novio guapo y con plata, así como la María de la
novela.
Renzo
observó a su hermana, no se parecía en absoluto a la María Bonita y su madre continuaba
consolándola, por eso pensó que lo suyo no era tan importante de momento y se
dirigió al cuarto de su hermano en busca de otra circunstancia. Lo encontró
contoneándose al compás de una música a todo volumen, la radio sobre el hombro
y la mirada en el espejo, intentando imitar a su artista favorito. Renzo, ante
la indiferencia de su hermano y fastidiado por el ruido, se devolvió donde su
madre a pedirle permiso para salir a la calle.
Con sus
amigos del barrio jugó un partido de futbol y al final del evento, sudoroso, volvió
a casa.
El padre
retornó del trabajo y cuando Renzo se disponía a conversarle, aquel ordenó al
hermano mayor ¡Prende la tele, para ver qué están dando!
El
hermano buscó en los canales y sintonizó un programa de videos musicales. Renzo,
en vista que nadie lo atendía, también optó por mirar aunque no entendía porque
cantaban en un idioma distinto.
Cuando
terminaron los musicales, anunciaron películas para mayores. Los padres
ordenaron a Renzo que a la cama se fuera.
Antes de
acostarse pudo percatarse que su perro descansaba en un rincón de la habitación;
se acercó, le acarició la cabeza y se dispuso a contarle lo que le había
ocurrido durante el día. El can por momento respondía con suaves ladridos y
levantaba las orejitas.
Renzo se
durmió cansado de buscar una ocasión para conversar.