REFLEJOS INOCENTES


HELÍ DE LA CRUZ AZAÑA

C

uando uno de los niños alcanzó a ver que la profesora se acercaba presurosa en dirección al aula, corrió hacia su pupitre y exclamó agitado:
—¡La profesora! ¡La profesora! ¡Viene la profesora!

            El resto de alumnos que se hallaban fuera de sus asientos, al oír el inesperado anuncio del niño, se sobresaltó y empezó a desplazarse atropelladamente, chocando unos con otros. El ambiente bullanguero del aula se iba tornando en silencio grave, pasmoso.

            Cuando los últimos rezagados tomaban posesión de sus asientos, la profesora hizo su ingreso.

—¡Buenos días, niños! —, saludó sonriente, como cada mañana.
—¡Buenos días, profesora! — respondieron al unísono los niños.
—¿Cómo están, chicos? ¿Alguien ha faltado a clases? — y dispuso sus objetos sobre el escritorio.

            Nadie contestó. Sorprendidos por la pregunta, los niños solo acertaron a mirarse entre sí, recelosos.

            Si bien la pregunta no tenía un carácter distinto al de una simple inquietud, a la profesora le interesaba conocer en lo más mínimo la actitud que los alumnos adoptaban, fuera en conjunto o de manera individual, frente a las interrogantes planteadas; reacciones que ella iba registrando detalladamente en una libreta de anotaciones, para luego examinarlas a la luz de lo métodos y parámetros de observación de la personalidad infantil. Éste era un trabajo de campo que venía realizando silenciosamente teniendo como grupo de estudio a sus discípulos, que oscilaban entre los cinco y siete años de edad. Así, mientras iba registrando la asistencia de los alumnos presentes, también realizaba las anotaciones de aquellas manifestaciones psicológicas que ella podía observar en cada uno.

            La profesora, joven titulada en psicología infantil, trabajaba como tal en una institución de salud mental, pero debido a sus magros ingresos se desempeñaba como educadora. La crisis económica que ahogaba el país, obligaba a miles de intelectuales y profesionales pequeño-burgueses a buscar un empleo secundario con el cual sostener sus decaídos presupuestos. Ibethe, que así se llamaba, no tenía inconvenientes para desenvolverse con eficiencia en las actividades de aplicación que su carrera le ofrecía, de tal manera que, como ambas actividades guardaban estrecha relación, ella la aprovechaba para desarrollar su trabajo de investigación.

            Después de pasar lista a sus alumnos, se levantó de su silla y se encaminó al frente, procurando atraer la atención de los niños:

—¡A ver, pongan atención! El día de hoy, como nos toca arte, vamos a aprovechar para actividades de dibujo y pintura,  ¿están de acuerdo?
—¡De acuerdo, profesora! — contestaron animosos los niños.
—Bien, entonces saquen sus cuadernos de dibujo, sus colores y borradores…

            Los niños abrieron prestos sus mochilas, maletines y bolsos donde cargaban sus útiles. Muchos no contaban con éstos, ya sea porque se les había quedado en casa o porque simplemente no los tenían. Como Ibethe sabía de este problema –un problema educativo que se repetía en todos los niveles de la educación pública- encontró la solución, improvisando una salida salomónica: logró que todos los niños hicieran uso colectivo de los útiles. Y cuando consideró que todos los alumnos  podrían desenvolverse a pesar de las dificultades, procuró armonizar el ambiente de la sala, levantando así los ánimos alicaídos de algunos niños que reprimían su turbación de no poder contar con los útiles requeridos. Estos últimos aún no comprendían que el hecho de no contar con aquellos implementos obedecía a la miseria de sus padres, agravada por la profunda diferencia de las clases sociales existentes en la sociedad.

—Bueno, niños, pongan atención nuevamente— dijo la profesora— ahora que ya están formados en grupos, van a trabajar en silencio. Nadie debe estar moviéndose ni caminando por los pasadizos. Los lápices, los colores, el borrador, el tajador o lo que sea, deben utilizarlos de los que hay en cada grupo de trabajo formado. Por ningún motivo deben recurrir a otros grupos. Cualquier inquietud deben consultármela para ver cómo les puedo ayudar, ¿de acuerdo?
—¡Sí, profesora! —respondieron todos.
—Bien, ahora pongan mucha atención a lo que voy a indicar— advirtió Ibethe—. Lo que tienen que hacer es lo siguiente: van a dibujar y pintar un tema que exprese algo muy querido por ustedes. Algo  por lo que tienen mucho afecto y no cambiarían por nada del mundo, ¿me entienden? A ver, para que estén claros, les doy unos casos. Veamos, por ejemplo, si yo tengo una mascota y ésta me es muy querida, entonces, debo dibujar mi mascota; otro, si yo tengo un juguete que es muy querido, entonces, dibujo mi juguete; otro, si me gusta el mar, la ciudad o el campo, y me son muy queridos esos paisajes, entonces, debo dibujar esos paisajes, ¿me entendieron ahora?

—Si, profesora, ¡Qué fácil! — respondieron unos.
—¡Uuuuh…!Qué papayita! —replicaron otros.
—Bien, niños, me alegra que sean inteligentes. Ahora pónganse a trabajar en silencio. Y cuando terminen no se olviden de ponerle título a sus dibujos. Ah, los que terminen antes pueden entregar y salir al patio.

            Los niños, al escuchar estas últimas palabras de la profesora celebraron con algarabía, y luego, extendiendo sus cuadernos de dibujo o las hojas bond entregados por la profesora, apoyaron los codos sobre las láminas blancas e inclinaron sus cabecitas, concentrados en bosquejar la imagen que a cada uno se le manifestaba en la mente.

            Sarita, con sus escasos cinco añitos, niña muy despierta, inteligente y conversadora, era para la profesora una fuente de constante orgullo. Le causaba admiración por ser una niña que aprendía con facilidad sus lecciones y se destacaba entre los niños alcanzando notas sobresalientes en su rendimiento integral. Era la única niña que, cuando conversaba con la profesora se comportaba con una madurez propia de adultos. Sin embargo, así como tenía esas virtudes, también poseía sus defectos y uno que la profesora había advertido era que, cuando se indignaba por algún acto que a ella no le agradaba, la ira la expresaba cargada de impotencia. Todo un dilema para la profesora fue este contraste en el comportamiento de la niña, y aunque había decidido investigarla con acuciosidad, todavía no había dado el primer paso en la búsqueda de ese objetivo.

            Sarita, consciente que el ser más querido de su vida era su padre, decidió dibujarlo en su hoja bond. No usó otros colores más que el gris carboncillo del lápiz grafito que utilizaba diariamente. Recordó la última vez que había visto a su padre y se puso a hacer sus trazos tal como lo dictaba la memoria. Se esmeró por plasmarlo muy hermoso y lleno de adornos. Y cuando terminó de dibujar, trazó unas letras mayúsculas grandes debajo del dibujo que decía “MI PAPITO”. Luego, observó detenidamente una y otra vez su dibujo para ver si algo le faltaba y como consideró que ya estaba completo, se sintió satisfecha y, sonriente, se levantó de su asiento para acercarse al escritorio de la profesora y entregárselo.

—Ya terminé mi dibujo, profesora— dijo la niña con voz queda, alcanzando la lámina.
—Muy bien, Sarita, puedes salir al patio—replicó la profesora, recibiendo el dibujo.

            Cuando la niña cruzaba el umbral de la puerta, encaminándose al patio, Ibethe se quedó paralizada observando el dibujo que acababa de recibir.

“¿Qué es esto?”, dijo para su coleto. “!No entiendo!”. Intrigada se puso a examinarlo en forma exhaustiva, pero no encontró nada comprensible.

Irónicamente, la frase del título resaltaba con una claridad inverosímil, pero no guardaba ninguna relación con el dibujo; éste era un enmarañado de líneas que se entrecruzaban dando forma a diminutas figuras romboidales.

Pero también adquiría el aspecto de una doble lámina de redes o algo por el estilo. Sin embargo, en ambos casos coincidían con un mismo fondo: una sombra oscura, fantasmagórica, misteriosa. “No puede ser”, volvió a decirse ensimismada en sus pensamientos, “algo está fallando en Sarita”. Instintivamente se arrepintió de pensar así, pero ya no pudo evitar que una corriente de escalofrío le surcara el cuerpo de cabeza a los pies. Un temor que la aturdía empezó a invadir su alma.

Esperó con ansiedad que todos los alumnos entregaran sus dibujos y salieran al patio para poder conversar en intimidad con la niña. Y una vez que todos abandonaron el aula, mandó a llamar a Sarita. Ella se acercó corriendo.

—¿Sí, profesora? ¿Me llamó usted? — preguntó la niña, acercándose.
—Sí, hijita, te mandé llamar…—dijo la profesora, sin poder disimular su preocupación.
—Quiero hacerte unas preguntitas, ¿me permites?
—Sí, profesora ¿por qué? — contestó Sarita, con resolución.
—Bueno, primero debo felicitarte por el hermoso dibujo que has hecho— dijo Ibethe, tratando de dar confianza a la niña; es muy bonito.
—¿Si? — dijo la niña alegre. Sus ojos y su rostro se encendieron de tierna felicidad—. Entonces, ¿le gustó, profesora?
—Sí, ya te dije que es muy bonito…— reafirmó la profesora.
—¡Gracias, profesora! — se encantó ella.
—¿Así que dibujaste a tu papito, eh? — siguió inquiriendo Ibeth.
—Sí, profesora, es lo que más quiero en la vida—dijo Sarita, con inocencia natural.
—Yo quería dibujar a mi mamá y a mi papá juntos, pero más lo quiero a mi papá. Además, mi mamá también lo quiere mucho; por eso dibujé sólo a mi papito.
—Hmm… Ya veo, ya veo—respondió sin convencimiento la profesora, observando meticulosamente el rostro de la niña, tratando de encontrar algún rastro de anormalidad, y luego, inesperadamente, preguntó:
—¿Has ido al médico últimamente?

            Sarita frunció el entrecejo, sorprendida por el giro de la conversación y contestó intrigada:

—¿Al médico? No, profesora, no he ido…
—Hmm…¿Tampoco has tenido dolores de cabeza últimamente? — volvió a inquirir Ibethe.
—¿Dolores de cabeza? Hmm…Creo que sí, no me acuerdo— respondió la niña.
—Ajam… entiendo, entiendo— articuló la profesora, como convencida de que lo que quería averiguar lo había conseguido. Luego añadió: ¿Para mañana puedes comunicar a tu papá o tu mamá que vengan? Quisiera conversar con cualquiera de ellos…

—Mi papá…—Sarita iba a mencionar que su padre no iba a poder ir, pero se acordó de que su madre le había dicho muchas veces que no hablara de su padre en la escuela. Entonces cortó la frase y continuó—: mi madre va a estar muy contenta de venir a hablar con usted, profesora, le comunicaré su encargo.
—Bien, Sarita, entonces, mañana la espero a ella. Ahora puedes continuar con tu recreo…—concluyó.
—Sí, profesora. Gracias— dijo la niña y se alejó con pasitos rápidos en dirección hacia donde jugueteaba un grupo de niños.

            La profesora se quedó mirándola absorta en sus pensamientos. Una sombra de angustiante preocupación atenazaba su espíritu.

            Esa misma tarde, Sarita comunicó el encargo a su madre. Ella, al recibir la noticia, se inquietó un poco y se sintió avergonzada por la irresponsabilidad de no haberse acercado a la escuela en más de cuatro semanas para saber cómo iba el rendimiento de su pequeña. Desde luego, ella tenía confianza en que su hija estuviera bien en sus estudios, pues sus notas así lo indicaban.
            Lo que le había impedido acercarse a la escuela era la abrumada ocupación en un taller de confecciones y sus tareas domésticas. Así que esta vez, solicitando una tolerancia en su centro de trabajo, se presentó a la escuela, muy temprano.

—Buenos días, profesora, me informó Sarita que usted quería comunicarse conmigo— saludó la señora Martha, estrechando la mano de la profesora. Luego se excusó por no haber ido antes:
—Discúlpeme, profesora, no he podido venir estas semanas. Espero que mi hija no le haya ocasionado molestias…
—Gracias por venir, señora Martha— correspondió la profesora, y añadió: —precisamente quería hablarle de Sarita. Se ha presentado un problema…
—¿Un problema? ¿A qué problema se refiere, profesora? —dijo inquieta, la madre de la niña.
—Por favor, señora Martha, quiero que lo tome muy serenamente, sin desesperación, que eso no va a conducir a nada. Debemos actuar con mucha serenidad para poder saber qué pasos hay que dar para resolver este problema. La niña tiene un problema de salud —anunció fríamente, Ibethe—. Quizá usted, señora Martha, tenga conocimiento de este problema. Quisiera que me lo comunicara si es así… Yo no me he dado cuenta hasta el día de ayer. Naturalmente, la niña parece estar en un buen estado físico y cualquiera que la ve puede pensar que está bien de salud, más no es así. Su problema de salud es de orden mental.
—¿Mental, dice usted? ¿Quiere decir que mi niña sufre de algún trastorno mental? — se alarmó, incrédula la madre, e insistió—No puede ser, es absurdo. Mi Sarita tiene buen comportamiento. Yo lo sabría si ella tuviera alguna alteración, ¿no?, ¡yo lo sabría!...
—La entiendo, señora Martha, la entiendo. Tranquilícese. Yo misma no comprendo aún cómo una niña inteligente y sobresaliente, como es Sarita, puede estar padeciendo una alteración. Tiene que haber algún factor de casualidad. En estos casos, no hay nada que no tenga su origen en algún hecho que esté afectando el interior de la persona. Como le digo, yo recién ayer me he llegado a dar cuenta de este problema, cuando hice dibujar a los niños un tema donde debían expresar aquello que era más querido para ellos. Entonces Sarita me entregó este dibujo, donde, según ella, ha dibujado a su padre. Vea, señora Martha— dijo la profesora, sacando el dibujo de un folder y alcanzándoselo— convénzase usted misma.

            La madre cogió la hoja bond con el dibujo mencionado y se puso a observarlo con detenimiento. Vio las líneas entrecruzadas con su fondo sombreado y oscuro. Quizá ella tampoco hubiera podido imaginarse lo que observaba. Era una figura ininteligible, imposible de ser descifrada por cualquier mente adulta. Sin embargo, al pie de esta figura irreconocible, los símbolos gráficos lo explicaban todo. Sarita había exteriorizado y plasmado en su dibujo lo que su consciente, tierno e inocente, había abstraído: el reflejo de la naturaleza transformada por la mano del hombre.

            Al ver el cuadro pintado por su hija, la señora Martha se ensimismó transportándose en sus recuerdos. Evocó imágenes vivas de aquel aciago día en que su esposo fue intervenido y detenido por la policía. Eran tiempos en que el pueblo había decidido tomar las armas y asaltar los cielos; su marido era un obrero que trabajaba en una empresa de capitales extranjeros. Para que firmara las actas de diligencia policial donde habían registrado pruebas “sembradas” los policías lo habían molido a golpes. Incluso, habían llegado a chantajearlo golpeando a su mujer. Mas él permaneció inconmovible en su actitud de no firmar, consciente que al hacerlo se comprometía y comprometía a otros. Los engorilados se lo llevaron con rumbo desconocido. Fueron días de angustiosa búsqueda de su marido, pero nadie le daba razón de su paradero. Entonces, cuando llegaba la quinta semana de desaparecido y ella ya se imaginaba lo más funesto, unos compañeros de trabajo aparecieron por su casa y le comunicaron que su marido había sido confinado en la prisión de máxima seguridad, acusado de realizar supuestas actividades de “terrorismo”. Miles y miles de hombres y mujeres hacinaban las prisiones por estas causales políticas. Y aunque a su marido, en un proceso abierto, nunca pudieron demostrarle la responsabilidad en los hechos que se le imputaban, lo penalizaron con una condena injuriosa.

            Recordó que, cuando acontecieron estos hechos, ella se encontraba en un avanzado estado de gravidez esperando a su hoy pequeña Sarita. Fue muy duro para ella asimilar este golpe de la vida. Creyó que el mundo se le venía encima y estuvo consternada y consumida al borde de la desesperación. En la soledad de su desamparo lloró desconsoladamente muchas veces, ahogando su indignación e impotencia, de no poder hace nada contra aquel poder opresor que la había hecho desgraciada. Logró aferrarse a un hilo de esperanza, sostenida por el latido silencioso del ser que llevaba en su vientre y por el brillante futuro que roturaba la historia. Entonces, su mundo volvió a sonreír, superando la tribulación.

            Recordó las recientes fechas en las que había ido a visitar a su marido. Era doloroso encontrarlo en durísimas condiciones infrahumanas. El odio del enemigo que tiene el poder en sus manos se expresaba en una crueldad vil e insana. Sin embargo, aun cuando todos sabían que los hombres del pueblo, libres y aherrojados, llevaban la procesión por dentro, por el giro de la causa, él nunca dejó de recibirla con una sonrisa calurosa y optimista. “Ten paciencia, Martha —le decía—, son circunstancias políticas muy difíciles que vivimos, pero ya cambiarán…”. Aún no había tenido la oportunidad de estrechar a su hija entre sus brazos. El carácter restringido de la prisión impedía todo contacto directo con la visita y él tuvo que resignarse a observarla desde el otro lado del locutorio. Sarita empezó a crecer, articulando sus primeras palabras, y luego, conversando en cada visita con su padre, creía que su padre era un ser invisible. Como nunca alcanzó a verle la cara, la niña nunca supo cuáles eran sus rasgos físicos, de tal manera que se limitó a idealizar su imagen, de una manera vaga y difusa, tal como lo percibía a través del locutorio.

            Se le anegaron los ojos emocionada de sensible consternación al comprender que su pequeña, a pesar de su corta edad e inocencia, tenía que pagar las consecuencias del influjo de una sociedad injusta.

—Ah, era esto…—dijo pausadamente, enjugándose los ojos y tratando de forzar una sonrisa. Sí, profesora, así es como ve Sarita a su padre.
—No comprendo…—dijo intrigada la profesora, apoyándose en el respaldo de su silla.
—Bueno, le explico profesora—ofreció Martha—. El papá de Sarita, mi esposo, está recluido en la prisión de máxima seguridad. Nunca he hablado de esto, profesora, pero como la situación así lo amerita hoy lo doy a conocer. A Sarita ya estoy llevando continuamente a visitarlo, pero cuando estamos allá en la prisión no podemos saludarnos ni siquiera con los dedos. ¡No podemos tocarnos, profesora! Usted viera qué situación tan inhumana y torturante es. ¡Ni los animales podrían estar así! Entonces no nos queda otra cosa que hablarle a través de unas mallas con las que está hecho el locutorio. Nosotros casi ni le podemos ver el rostro porque es un lugar frío, oscuro y tenebroso. Seguramente eso es lo que Sarita ha dibujado. Como no ve a su padre, concibe que la imagen de él es así— terminó de explicar.
—¿Ah,si? ¡Es increíble! Nunca hubiera imaginado eso. Yo,… yo pensé que Sarita estaba enferma — tartamudeó desarmada, la profesora.
—No, profesora, no es así. Creo que se ha equivocado en sus apreciaciones— sentenció la madre.

            Afuera, en el patio, bajo un cielo que empezaba a pintarse de acero y un sol de las ocho de la mañana de un día de primavera, Sarita jugueteaba con sus amiguitas, sin saber que su madre y la profesora habían llegado al desenlace feliz de un problema del cual ella, sin siquiera imaginarlo, era la protagonista.