EL REGRESO DE LUCILA CCORAC


BENJAMÍN CAMA MARTÍNEZ


C



omo si una gigantesca  mano me cerrara el paso me detengo, sin tocar aún la puerta, frente a mi casa. Todo parece en ella tan distinto, que hasta su espacio está como encogido en la noche, como si no existiera, como si yo tampoco estuviera frente a su pared de adobes, a su forma de antaño. Un punto en el inmenso terreno conquistado por emigrantes ayacuchanos peleando por un techo. Aquí he de reencontrarme con los que amo.

            Ahora que he vuelto (¡diez años!) ya no soy la misma. Y la que fue mi morada previa es esto: una obligada permanencia en las alturas que roza, desde su fría dimensión, el cielo y el infierno, la aniquilación y el optimismo, la fuerza y la debilidad. Pero qué otra cosa podría ser sino eso: Yanamayo. Una esfera de tiempo y frío siempre idéntica a sí misma, que rueda buscando aplastar la vida, triturarla de a pocos. Ahora, Lima  me ha parecido una vieja antena curvada sobre los esplendores ofensivos de unos pocos, contados, que lo tienen todo frente a los contrastantes anillos polvorientos adonde he llegado, con la vida  que no se agota. Y cuando veo la pampa que casi no ha cambiado, recuerdo la vida que viví sin vivirla del todo en el lejano presidio, su arquitectura aniquiladora, sus muros levantados para la iniquidad y el escarnio; los cantos de los prisioneros en el alba, los himnos de los presos políticos en el crepúsculo.

Pero antes, recuerdo la hora casi remota  en que me llevaron en un carguero militar de un verde de muerte, convertida en un costal con  papas  que  tiraron, ¡puaf!, unos kilos simplemente que tiraron al piso, boca abajo, tiritando,  hasta el alma, para luego cruzar  la  cordillera por los aires, y  yo sobre otros y uno sobre mí, ahogándome por la presión, haciendo tintinear las cadenas que muerden mis muñecas y los tobillos entumecidos. Y en los momentos   más   intensos  no  dejaba,  sin  embargo,  nunca de volver con la memoria a mis tesoros: Rosaura, Marita y Juanito. ¡Hola, mamita! ¡Hola, mi vida! Ellos entraban como la luz a otra luz, como ahora entre las rejas fantasmas de la memoria que me trae de nuevo la profunda noche que cae sobre la planicie desolada de la puna;  ahí, Lucila Ccorac borda un tapete, con una rosa que se abre, una espina que no hincará a nadie, pensando en ellos, los hijos ausentes,  a poco de llegar al penal, pero ¡qué rabia!, cuando recién había empezado, me dejo descubrir, pagando así mi distracción y la inexperiencia con la mezquina incautación de mi única herramienta. Se han llevado la aguja preciada, el hilo rojo, la tela beige... Es la primera requisa de la policía de Yanamayo. Habrá otras más. Y ahí escuchas unas palabras de aliento: Tienes que ser fuerte, madrecita; lo mejor que puedes hacer por los tuyos es sobrevivir aquí, mantenerte sana y aprender... ¿Qué cosas?, dije. Sí muchas, me contestó la voz de la celda del lado.  Ahí encontré que los prisioneros siempre estudian y discuten sobre la contradicción en todo el fondo de las cosas, desde una rosa hasta el universo, de lo más chiquito a lo más grande. Luego, aprendería a entender yo  también, con el correr del tiempo, a ver dónde había que dar una solución para la marcha de los acontecimientos, aun la más simple, la que nos hace más humanos entre lo humano; cada uno en su orilla, pero más humanos; cada uno con sus cosas, pero más humanos. Y luego, dónde darle la estocada a la estupidez, al pesimismo del hombre, a la miseria que lo corroe, al hambre que lo estrangula desde todos los vértices  que le apuntan sin sosiego.

Todo, todo iría comprendiéndolo. Pensándolo bien, la mordaza,  el silencio que te imponen  desde dentro o desde afuera  te crea una libertad mayor y es para que se expresen mejor del todo  la voz y el alma, la vida misma, más libre. Y en esto lo de la cárcel no todo es negro, siempre hay una luz  por más tenue  que parezca y, eso  sí, hay que saber ensancharla; tampoco todo es brillante; ni el todo es todo. En resumidas cuentas, todo en la vida parece empezar de nuevo –se empieza de nuevo, ciertamente-, y en el fondo hemos nacido para tener que empezar de nuevo desde donde estás, desde donde has llegado, aunque fracases, para ser otro, para entrar como arena deleznable o como torbellino en el futuro, en esa visión intensa de la humanidad libre que hay que saber tejer desde ahora. Pero qué digo. El hombre aprende al sufrir, y, hablando de conocer, pude ver  en mí misma, en mi cuerpo y en mi mente  lo que nunca podía haber mirado o sabido de otro modo, a no ser en más tiempo y, desde luego, con otros resultados. Pues bien, a mí me detuvieron el 90. Fujimori ya está en el gobierno. Era una semianalfabeta, aquella mujer poco leída que llegó al penal sin saber a dónde, a qué sitio, a qué lugar en el espacio, a qué tumba en la patria; es más, quien también, con el tiempo que todo lo madura y hace crecer, aprendería con mis cincuenta años a cuestas a leer en los hombres, en la vida y en los libros y a escribir mejor, pensar mejor porque así lo quería, voluntad con voluntad, y porque no me faltaron, eso sí, maestros que solícitos y pacienciosos me llevaron a descubrir en poco tiempo un libro, los cuentos que tanto prefiero hasta ahora y sobre todo si van ilustrados estos, porque siempre recuerdo que Rosaura desde tierna me llenó las paredes de la casa con flores, el sol saliendo amarillo de los cuadernos, las caritas del mundo, y los patitos, ¡aquellos patitos!, y yo comparaba cada figura que hacía mi hija  con  los  trazos indelebles de la vida misma.

Así fue que la compañera Julia, en la cárcel, me decía: Rápido aprendes madrecita, parece que tus cualidades contenidas recién brotaran, y que tú eres buena para darle a los libros, a los dibujos, un poco a todo. Eso es bueno. Y pensaba yo que eso sería porque antes no me alcanzó el  tiempo, porque desde niña tuve que trabajar, pues, en la chacra, en la casa del Gobernador del pueblo; luego con Venancio, mi marido, ayudándole en el almacén más grande de los Gamarra hasta el accidente donde murió y que mi compañero  me dejó sola con mis hijas y tuve que tener ahí que seguir yo en otros distintos oficios, sola, terminando por parar en la hacienda de Ayzarca, hasta el día en que irrumpieron hombres armados y repartieron el ganado del hacendado en medio de himnos y consignas, y yo también, terminé llevándome allí mi becerrito (que después sería la causa de estar corrida), viendo en la noche desde el cerro cómo quemaban mi casa los sinchis, y, entonces, ahí decidimos marcharnos sólo con nuestras ropas puestas; los paisanos, los comuneros tuvimos que huir a Lima por Pujas, por Vilca, por Toccto Ccasa, por San Clemente… Hay que salir de aquí, nos dijimos; los yanahumas vendrán y matarán, robarán y violarán a nuestras hijas, desaparecerán a nuestros hijos, todo, todos a Lima; adiós taita Nolasio, adiós doña Antuca, nos estamos yendo, adiosito a todos, bajaremos con nuestra ropita, nuestros centavitos, a pie, en mula, en carro, todos, todos, quemarán, destruirán todo. Así fue. Así quedará registrado. Desaparecieron al pueblo, lo arrasaron todo.

Entonces llegué a esta Lima en donde me dediqué a la venta de comida sobre una carreta, con mis hijas,  atendiendo  a  mis  comensales  que eran más los del barrio y los de más allá, los albañiles, los maestros en construcción, los obreros, los madrugadores y los nocturnos que no faltaban nunca, y, como esto no bastaba, pues   lavaba ropa yendo a casas, y en las tardes vendía en la puerta de mi casa algunas frutas, pero más eran las frutas que se malograban que las que se vendían. Aunque ahora creo mejor que haya sobrado, porque ahí nomás comenzaron a frecuentarme los amigos de mi hija mayor, de Rosaura, mientras me hacía yo también amiga de ellos, de los  jóvenes conversadores que llegaban a nuestra choza.

Pasaron dos años. Dos meses. Semanas. Días. Noches. Y los muchachos, cada vez más familiares, más de uno casi de la casa, que se dio tanto de eso de: Mamita, una porción de chanfainita, ya, ya, cómo está  usted; qué dice el negocio; qué novedades por el barrio, bueno, bueno, y así cada vez esto, lo otro, toda una encarnación de buenos chicos, qué alegres  y qué correctos, qué hormigas  para los trabajos, y ahora que lo pienso, fue lindo, más natural   que  lo   normal, la  vida misma, el mundo tal como es. Así, la llegada de los muchachos en las madrugadas o de improviso, en cualquier hora, cualquier día, cualquier noche, ya no fue un problema. Más bien los esperaba, encariñada ya!, eran como de la familia y hasta me molestaba  entonces si no aparecían. Muchas veces se quedaban, se iban al clarear la mañana sin que nadie los sintiera, como sombras celestes. Y mi hija parecía ser otra en ese entonces: más comprensiva: esto no es así; esto sale mejor si lo haces de este modo; se hizo, más ordenada. Primero lo principal, después el resto, decía. Su disciplina hacía la vida del hogar pobre más soportable y más humana que nunca tal vez. Y sus trazos, sus dibujos aprendidos en forma autodidacta se iban haciendo más seguros e intensos y yo los contemplaba con mis ojos de mirar y mi corazón de sentir lo nuestro, el sufrimiento, la penuria inacabable, el arenal ardiente de los dolores, se pintaba en la tela, y para que las cosas sean más bellas, decía, deben poseer el color que sacude, el contenido profundo que te conmociona, elevándote, elevándonos, y no escatimaba sugerencias, tal o cual modificación o agregado, y allí conformamos un equipo tan integrado para que ella pudiera plasmar en sus bocetos lo que ambas sentíamos de la existencia, de nuestra  vida nueva que se iba abriendo en la pobreza. Pero allí nomás, luego de esos dos años, un día detuvieron a los cuatro  muchachos y a la muchacha bonita que me frecuentaban. Esto lo supe por una nota que esa noche de la detención con alguien me envió Rosaura, a la casa, no sé, con quién envió, no podría precisarlo, desde algún lugar, y que me la leyó Marita, mi otra hija, donde me decía que quemara los escritos que guardaba en su cajón junto a sus dibujos, bajo la cama. Los encontré, allí estaban los papeles, dormidos. Cuando hacía cenizas de tantas letras, tan menuditas que me confundían la vista, tocaron duro la puerta y me encimó el allanamiento. Todo fue pateado: la mesa, las sillas, mi hija menor que descansaba, y a la vieja pendeja, como me dijeron, le dieron golpes. Ahí fue que tasajearon esos energúmenos mis viejos colchones, los únicos, desgarraron cada ropa de Rosaura para ver si escondía allí dentro algo que no sabría decir qué podría haber sido. En fin, me apresuraron: Rápido, rápido, carajo, no se haga, dijeron o mejor gritaron, quisieron después que todo lo pusieron al revés, que firmara yo una hoja blanca,  más acusadora cuanto más blanca (y esto lo sabría también más tarde ¡Qué no sabría además de otras cosas de la policía más tarde!).  Como apenas sabía leer y escribir, dijeron que pusiera nada más que la huella digital, ponga aquí, dijo el más liso, levante el dedo, nos acompañará para aclarar, oiga. Pero lo que sé que me aclararon ellos fue que esa noche me golpearon como nadie nunca antes lo había hecho, culatazos en la espalda, en la cabeza, diga la verdad, mierda, golpe en los brazos, arriba, abajo, en la cabeza, en el vientre, y patadas en la pierna hasta revolcarme, y yo nada que decir.

            ¿Qué quemabas, vieja pendeja? –dijo todavía uno que me zamaqueó. Yo qué podría haberles dicho, y qué es lo que había dejado de decirles con tanto golpe de uno, de dos, que opté por callar todo, y  ya que los verdugos, por cada respuesta chica o grande,  más   patadas  me daban, entonces,  allí me  dije: mejor me callo, así está mejor, que más bien venga la muerte y que el Señor, que debe estar viendo todo, si es que existe, proteja a mis dos hijas y a mi nieto, hijo de Rosaura, el Juanito y sus cuatro años. ¡Hola, mamita! decía. ¡Hola, mi vida!, yo le respondía al dueño del futuro. Ahora te veré, hijo.

            Vino después la “investigación” policial. Los grandes titulares de los periódicos: ¡Hallan arsenal en casita de esteras! Una ambulante lo escondía! Luego el “juicio”. Insistieron en preguntarme cada rato sobre Rosaura. Dónde está. Tantas cosas hablaron de ella que hasta dijeron: Es responsable de Propaganda del Partido. Ella hace los afiches con puños elevados y fusiles. Que yo había hecho bien en aceptar los cargos de posesión de explosivos, que en la cama hallaron cuatro cartuchos; que en el ropero había abundante propaganda subversiva; que en el viejo sacón de Rosaura había un revólver calibre 38 (¿y cuándo yo acepté todo esto, sí nada había?), y allí nomás, como la cosa más fácil del mundo, apurados, (¿a dónde iban apurados?), me pusieron diez años, dizque por colaboración, ¿colaboración? ¿Mis frutitas sobrantes?, ¿el plato de comida?, ¿el suelo sin colchón de mi casa? Y todavía me preguntaron ¿Está conforme con la sentencia? ¡Qué gracia, señor Juez! ¡Diga usted sí o no! ¡Qué voy a decir sí! ¡Manam! ¡Responda usted como se le está pidiendo! Juicio sumario dicen. Y se cerró el bendito juicio como se cierra un portón en la oscuridad, y entras en el infierno, así de fácil.

            Esa noche en mi celda lloré de rabia y hasta fiebre me dio, pero las  muchachas de Canto  Grande me dieron valor, ese valor cosechado en la lucha, con la vida que llevaban en la punta de los dedos, y con los días supe ganar la pelea de mentes a aquellos gallinazos, a esos de la DINCOTE, a esos del Fuero Militar. Así una vez me sacaron a la Dirección del Penal para decirme: Tú hija   es  una  desalmada  porque  no te visita; dinos dónde está (¡Ay, Señor, váyanse al demonio!). Mi Rosaura, si hubiera venido, también la hubieran detenido; eso es seguro, como dos y dos son cuatro, les dije. Quizá como queriendo revivir los últimos momentos con ella, se me dio por dibujar aquellos días, a escondidas, poco a poco con otra voluntad más grande y más clara, con las manos cada vez más firme y de pronto me encontré ante maceteros, jarras, frutas que salían de mi esfuerzo. Luego, ya retratando a las chicas, sus rostros  en sus tareas cotidianas; a los campesinos como en mi niñez; a los obreros marchando en las calles. Claro, no eran perfectos, pero había que atreverse a hacerlos mejor cada día. Éramos cinco mujeres que pintábamos: Yo, la mayor, imbuida de fe en los carboncillos,  los pinceles, las  cartulinas y los colores. Así hasta el día en que nuestro pabellón fue bombardeado, ametrallado, ahogado en la humareda de incendios y gases tóxicos. Ahí tuvimos que amortajar con cantos a tantos jóvenes en cuatro días de resistencia (mayo), que al final, tendidas en la tierra (era mayo el mes), nos pisaban y nos llamaban una a una... Vieja, ¿qué has estado enseñando a las otras? (era mayo el mes, y 92 el año, imperecedero). Ahora te mandamos a Yanamayo, terruca. Y ustedes, los que este relato leen, ya conocen cómo fue esa historia. Hecha un costal, el aislamiento  que te aplasta, el frío, la lluvia que hacía crecer el musgo en los patios silencionsos del presidio y los días que por ellos caminé (¿cuántos fueron?) Podría calcularlos, pero prefiero hoy destacar el mañana. Sobre lo sucedido, ya nada puedo hacer, pero el futuro está aquí, frente a mí y es hora de afrontarlo. En el tiempo no se espera, se hace el camino.

            Tanto rato, por fin toco la puerta, y tardan en responder, ¿cuánto habrá crecido mi Juanito? ¿Me reconocerá?, me digo. Mi corazón grita de emoción. Me distrae un tropel de niños que llegan para jugar en la pampa  bajo la luz del foco mortecino de un poste. Ahí, la puerta se abre, ¿a quién busca?, me dice una anciana, desconocida para mí. A mis hijas, le digo. La mujer contrae el rostro, me mira con un sentimiento de culpa o extravío. Luego adopta una expresión severa y me sentencia, definitiva: aquí no viven. Pero por favor... me da un portazo ante las narices. Mis ideas vagan ahora en un espacio y tiempo indefinidos, buscando  un sostén como una barca a la luz del faro que la desancle de la borrasca.

Los abrazos están para siempre frustrados, ¿dónde están? Me aturdo a pesar de sentirme dura. ¿Dónde están si no están aquí? Diez años, me digo. Todo podría haber pasado, ¿pero qué ha pasado? ¿Es mi casa o no es mi casa? Dudo. Estamos sólo yo y el silencio y la noche ominosa. Habrán visto algo raro, los mocosos detienen, entonces, el juego y se acercan. Me rodean, me miran. No los conozco. Siento que soy una  extraña en mi propio barrio. No sé si son las miradas inocentes que me conmueven o mi propio sentimiento contenido, pero mis pupilas comienzan a humedecerse. De pronto, ¡comadre!, oigo una voz aguda que llega desde el zaguán contiguo y cada vez más próxima, con la sombra que se acerca  ¡Comadrita!, le grito, sin poder contenerme. Quién diría que hay momentos en que una vuelve a ser niña y busca el arrullo placentero tal como me lo están dando estos  abrazos ¡Venga, comadrita!, dice ella. ¡Ay, las dos después somos llanto nomás! ¡Venga a mi casa! ¡Otros ocupan ya desde tiempo tu casita! ¡Venga!, dice y entramos. Allí están los viejos muebles cobijados por la sala precaria pero serena, las cosas aguardando a nadie con esa silenciosa dignidad de los objetos  al  ser retratados  en un cuadro, que no cambian mucho si no manteniéndose o destruyéndose, yendo a ser lento polvo y abandono rutinario. ¿Cuántos años?, oigo hablarme. Y Paula, con quien converso, veía sin ver las cosas de su propia casa. Parecía recordar el día  de la detención de su vecina y comadre, los empujones con los carajos hirviendo en los oídos de todos mientras se escuchaban los aparatosos disparos y el despliegue policial que llenaba el espacio de las casas desde donde reflejaban la escena huidizas miradas en la noche amenazante. Es cierto, que de eso han pasado años y cosas y hechos y fatales noticias...

—¡Paulita!   ¡Qué   vida!  ¡Todo  lo  que  nos   pasa! —dije.
—Pensaba sobre ciertas cosas, los mal sueños de esos años, Lucila —me dice.

            Y la conversación se extiende largo rato, atropellándose las palabras en los labios debido a la emoción y a tantas cosas que tenemos que decirnos ahora y que pugnan por salir sin orden, sin cronología, cortándonos una y otra vez para chisporrotear como si no fueran memoria, como si no hubieran caducado en su significación. Para Paula Avendaño, viuda de Restauración Mallqui, asesinado el 19 de junio de 1986, en El Frontón, parecen agolparse nuevamente en sus fibras íntimas los invívitos y condensados efluvios de aquellos tiempos bélicos, vertiginosos y cruentos de los 80. Ahora, está mi comadre para responder, no sabe cómo, lo que han sido los destinos de mi Rosaura, de Marita y el Juanito. Y ahí habla Paula como midiendo distancias:

—Ah,  te digo que a Rosaura...a ella no volví a verla más, luego que la cogieron, casi al año que a ti. Yo fui de dependencia en dependencia, preguntando, tratando de saber qué era de ella, con esa preocupación que tú me conoces. Ya que Rosaura  era  mi ahijada, cómo no haber indagado sobre su paradero. Llevándole la ropa que conseguí, algo de comida; pero, nada. No pude saber más de ella, hasta ahora...Sabíamos de ti, que te llevaron a Yanamayo, pero, ¡qué podíamos hacer!, no se te podía visitar, había  tantas  trabas. Tú estás de regreso, pero Marita y Juanito se volvieron a Ayacucho, no sé...

            Se escucha un sollozo, la impotencia que ya no puede detenerse, como si se quebrara algo dentro de mí. En el fondo no sólo yo sollozo ahí, sino, ¿cuántas madres, cuántas hermanas y otras tantas esposas? Y pienso en las tantas mujeres que somos juntas.

            Rosaura, ¿dónde está? Viva o muerta, pero ¿dónde? Si vive, no queda sino su regreso, la vuelta de mi hija algún día; si muerta, queda el sepultarla como se debe. Aquí Paula, viendo que pienso en algo, se levanta y me abraza y dice que ya es tarde para tantas penas y tantas alegrías, que empieza la madrugada. Efectivamente, cómo han pasado tantas horas. Bueno, le digo, dormiremos un rato en lo poco que queda de la oscuridad, pero eso sólo para comprender mejor el derecho que nos asiste de seguir cambiando el mundo, la vida. Aún queda mucho por hacer.

 Y, entonces, afuera, en el aire libre y celeste se escucha el primer canto del gallo.