MANUEL MARCAZZOLO MOLERO
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ira la calle atestada de gente,
vehículos y el neón como alhaja, pedrería de colores que contrasta con la
noche. Para él, es un placer pasear en este mundo civilizado; sentarse a la
mesa de un café, pero no en uno cualquiera, a degustar ese singular y exquisito
brebaje. Le parece inconcebible el percance que acaba de tener, aunque no es
razón para arruinar la buena percepción que está teniendo. Todo es
terriblemente bueno y lo disfruta: el clima, la gente y el placer de caminar a
su regalada gana y, en ese “y” malévolo
se enrosca el problema o pellizco que amenaza traerse abajo su buena
percepción.
Entra en la galería y del saque la
siente “plena”; avanza entre la gente que entra y sale de los negocios, otros
simplemente miran los escaparates. Los olores mezclándose: pasteles, frituras,
telas, cueros y perfumes. Allí nomás de lleno contra su nariz el aroma que lo
predispone, cancha “pop corn” y el anuncio empotrado cubierto por un vidrio:
“El nombre de la rosa”. —No me lo pierdo—,
piensas y consultas tu reloj: nueve y veinticinco, faltan cinco minutos para el
inicio de la función. Felizmente ya no hay nadie en la ventanilla, te apresuras
y depositas el dinero, la mujer que expende las entradas te mira y sonríe
indulgente. —Con usted son dieciséis, faltan cuatro y completamos el mínimo
para poder pasar la película— te dice. Nuevamente sientes el pellizco, hincón o
como lo quieras llamar, jodiéndote y agriándote el momento. Volteas, sigues la
dirección del dedo de la boletera, y ahí donde indica el dedo ves que varios te miran cómplices.
—Manténgase por aquí; yo le paso la voz— te vuelve a hablar.
Luego:
Es la crisis, señor, la cosa está que ya no se puede vivir; lleve su chocolate,
fruna, chicle o galleta; miras a esta otra mujer que te habla, y te pone ante
los ojos la caja con sus golosinas para que le compres. Te vas sin decirle
nada, ganas de insultarla, de patearla
no te faltan.
Te
sientas pegado a la ventana que mira al pasaje que da a la galería frente a la
boletería. La gente sigue pasando, como a ti te gusta, en cantidades y con los
rostros ávidos por comprar. Sostienes adrede la taza delante de tu rostro y
sientes el aroma grato de la negra esencia caliente que bebes, doblemente
agradable ingresando a tu organismo. ¡Tecnócrata!, puta, así te gritó ella, y
este pellizco que empieza a amenazar nuevamente tu momento perfecto. Eterno
cazador de momentos perfectos, el exquisito líquido ingresando en tu torrente
sanguíneo. Claro, por supuesto, la novela la has leído. Señor, una propinita,
tenemos hambre, los dos pares de ojos tristes mirándote. Mocosos vagabundos,
seguro son ladronzuelos. Señor, para un pancito, te alarga la mano. El mozo
presto, acudiendo en tu ayuda. La mujer de la boletería, nueve y cuarenta. Otro
sorbito a tu café, con estilo, las órdenes menores, mendicantes que imperaron
en la feudalidad y empezaba a surgir el desacuerdo con el sistema que dominaba,
los dulcinianos y fratichelis, hebras de la novela que acuden a tu memoria
estimulada por el café. Aquí cuatro clientes, incluyéndote tú, la abadía pugna
entre órdenes religiosas por imponer sus ideas. Dos turistas que conversan en
su lengua, el otro cliente que te da la impresión de que espera
a alguien. Un emperador y el Papa
que se disputan la hegemonía del poder
en la Europa de aquel entonces. Los tres mozos conversan entre ellos, el cajero
los mira y bosteza.
—¡Tecnócrata,
burócrata, eso es lo que eres!—, recuerdas que así te dijo ella.
—Cómo hablas así,
Mariela — le respondiste
sonriendo.
—Claro, pues,
qué se puede pensar de una persona que defiende, sustenta cínica y
mezquinamente teorías económicas que no solucionan los problemas económicos del
país.
—¿Por qué dices
esto? ¿No ves todo el esfuerzo que hacemos
por sacar adelante al país?
—¿Cuál
esfuerzo?, lo que veo es que unos pocos resuelven sus problemas y se hacen cada vez más ricos, y tú les
sirves como un buen trepón.
Te das
cuenta de lo malagradecidos que son, no saben reconocer el sacrificio que hacen
hombres como tú. Siempre dispuesto a dar la cara por tu país, hombre de
principios es lo que eres, convencido de la grandeza de la Nación, y haces todo
lo que está a tu alcance porque prospere y sea un país moderno ¿Cómo se vivía
en el país antes de que ustedes tomaran las riendas? Sólo caos, inflación
galopante, guerra, terrorismo y muchos muertos. Tomas el último sorbo de café,
un cuarto para las diez.
—Señor — el mozo
cortés—, no lo vaya a tomar a mal. Te sobresaltas, miras absorto por la
ventana.
—¿Sí?
—¿Va pedir usted
algo más? Dentro de un momento cerramos.
Los
otros mozos miran, te das cuenta que eres el único que está quedando en el
café.
—¡Oh¡ perdón, la
verdad que no, sólo estoy esperando que pase el tiempo —señalas al cine.
—El cine —sonríe
el mozo—, la situación está brava, la gente no tiene plata, ya casi no pasan función de noche. Vuelves a mirar por la ventana, en la boletería
no hay nadie, la mujer se pasea en el salón
de ingreso al cine, mira a todos los lados
y consulta su reloj.
—¿Ve?, hoy tampoco va a haber función, nadie compra así
nomás, los negocios con las justas sobreviven.
—Pero estamos
mejor que antes, ¿no?—, no te pudiste
aguantar.
—¿Antes de qué?
—te pregunta.
Te
arrepientes de haber preguntado, pero ya está hecho y no puedes eludir, no
puedes cabrearte de dar una respuesta. El mozo te mira, y su “¿antes de qué?”
lo has sentido como un bofetón. Dile adiós a la película. La
abadía, su biblioteca que era un portento del
conocimiento de aquella época. El mozo sigue allí mirándote, qué joda, espera
tu respuesta. El fuego consumiendo los libros.
—¿Antes de este
gobierno, cómo vivíamos?—, magistral tu respuesta.
El mozo te mira
y duda, a su bofetón has respondido con un mazazo. Los crímenes apocalípticos
en la abadía. Argumento contundente el tuyo. Esos diálogos eruditos entre el
exbibliotecario ciego, Jorge, y el representante de la orden franciscana,
William de Baskerville, hombre progresista
que por encargo del Abad trata de descubrir al criminal que asesina en
la abadía. Recobras confianza, seguridad en lo que eres.
— ¿El señor se
está refiriendo a la falta de trabajo, a la pobreza y al hambre?—. Él mismo se
responde: Pienso que seguimos igual de mal y eso si no estamos peor.
Los vendedores
ambulantes de la puerta del cine empiezan a retirarse. Cinco para las diez, los
encuentros sodomitas en la abadía. Los otros dos mozos, empiezan a levantar las
sillas sobre las mesas. El ocultamiento y mercadeo del conocimiento. El andar
de la gente en la galería se hace pausado.
—Sí,
precisamente de ello estoy hablando—dices, ignorando
la respuesta que el mismo mozo ha dado—, lo fundamental es que hoy, y gracias al gobierno, el nuestro, estamos
siendo parte de la democracia civilizada y moderna que se impone en el mundo.
—¿Cómo es
esto? ¿Me lo puede explicar el señor?
Las luces en el
cine se apagan, qué pena. Cierto, hoy tampoco hay función. La reunión de los
eruditos más claros de ambas órdenes; discusiones candentes de la fe. Los
franciscanos, benedictinos y en medio, como hurón retrógrado, la tenebrosa
Inquisición.
—¡Claro, no
faltaba más! —aquí te luces— Hoy, por ejemplo, nuestro país es nuevamente
aceptado como miembro de la Comunidad Internacional. Somos bien vistos en el
seno de las naciones civilizadas. Hoy pagamos puntualmente nuestra
deuda, nuestro Estado
está al día, -te faltan agallas o
eso que saben llevar los varones para reconocer que eres tú el que lo dice-, la
producción nacional ha crecido, hay presencia de los principales bancos del
mundo en nuestro país, nuestra seguridad social es una de las más modernas en
Latinoamérica. Nos encontramos integrados a la selecta red de la comunicación
digital, y, algo importantísimo, todos tenemos igualdad de oportunidades en el
mundo de los negocios—. Estás soberbio.
A ver qué te
responde este prieto. Se rasca la cabeza, no sabe por dónde coger la
contundente fundamentación que has dado.
—No pongo en duda lo que habla el señor-tampoco
lo podrías—. Lo que ha dicho no cambia nada nuestras vidas, porque cada día
somos más pobres, hay hambre, trabajo no es fácil encontrar, y los sueldos que
pagan no alcanzan para nada.
¡Uy!, cuidado,
esto más parece una confabulación para joderte el día. Mira, los otros dos
cómplices de éste
se han acercado, como quien patea
piedritas. Consultas tu reloj, diez y cinco.
— Buenas noches,
señor— se inmiscuye en la conversación—, usted se quiere burlar de nosotros
cuando dice que también podemos participar en el mundo de los negocios.
—¡No, de ninguna
manera! En el libre mercado, todos tienen igualdad de opciones.
—Y dígame, señor
¿con qué plata puedo tener posibilidad, si lo que gano con las justas alcanza
para parar la olla de mi casa?, eso que mi pobre mujer también trabaja.
¿No ves? ¿Qué te
decía?, éstos tienen influencias perniciosas, ideas subversivas, quieren que
todo se lo den fácil. ¿Qué saben éstos de sacar adelante un país como el
nuestro? dulcineanos y fratichelis, órdenes menores, hermandades mendicantes.
¿Qué le respondemos a éste? Órdenes que iban de pueblo en pueblo envenenando a
la chusma con su prédica de pobreza y humildad, y los menesterosos los seguían.
Éstos quieren que el Estado les resuelva sus problemas domésticos, son
incapaces de ver que ustedes tienen
responsabilidades elevadas y por algo no son los elegidos. Ten cuidado,
Francisco, mira la forma en que te ven.
—Esa no es
responsabilidad del Estado, si nos pusiéramos a resolver los problemas
particulares de cada uno en qué acabaríamos.
Es como si te quisieran tasajear con sus
miradas. Saqueaban, incendiaban las propiedades de los nobles señores y las de
los santos varones de la Iglesia, esa chusma no entendía de progreso. Todo
quieren que se lo resuelvan fácil, como si
ustedes no tuvieran bastante con dirigir la buena marcha del Estado.
“Populacho retrógrado”, incapaz de comprender la modernidad.
-¿Te parece
correcto a ti, —mira cómo te habla este insolente — que en nombre de lo
que llamas “modernidad”, el
pueblo con las justas coma?.
¿Te das cuenta?,
estos individuos están carcomidos por ideas, costumbres del pasado, quieren
entrabar la evolución de la historia y la marcha moral de la sociedad. ¡Sean
malditos! Por la galería casi no transita ya nadie, pasa un marica conversando con un posible cliente. Diez y
veinticinco, te quieres librar del cerco que te han tendido éstos, cómo te has
podido enganchar en esta discusión estúpida y grosera con estos hombres, que
más allá de satisfacer sus necesidades básicas no comprenden que implica
progreso y menos toman conciencia de la revolución tecnológica que estamos
viviendo.
—¿Desearían que
volvamos a lo de antes, cuando el país llegó a ser un caos y estuvo en peligro
de ser tomado por la subversión?—, les enrostras.
Los
mozos se miran entre ellos, después te miran. Qué patético se ve el café
despoblado y con las sillas sobre las mesas.
— La subversión
no es la causa, si no vea Ud., ya no hay subversión, pero hay más pobreza y una
mayor explotación.
—¡Qué! ¿Estás de
acuerdo con lo que hicieron los subversivos?
La discusión con estos individuos se te hace áspera.
—De lo primero
que deben preocuparse los que gobiernan, es del trabajo, salud, educación y
después que vengan todos los adelantos científicos que sean. ¡Ah! Pero eso sí,
que beneficien a todos.
Sí, éstos están
por malograrte el día, encima acosan e infaman al gobierno. Qué se creerán,
quieren culparlos a ustedes de los problemas que siempre han existido.
Ignorantes que son, intentan negar los
beneficios de la modernidad que
el gobierno se esfuerza por traer.
— ¡Vamos a
cerrar!— la voz del cajero quebrando el silencio incómodo.
—¡Qué tarde se
ha hecho! —dices mirando tu reloj.
Los
mozos se van retirando, el que te atendió se queda a tu lado, te entrega la
factura en una bandeja y se retira. Éstos jamás sabrán poner sus ojos más allá
de sus intereses estrechos, ni podrán ver los altos ideales que guían a hombres
como tú. Necios, se niegan a ver cuál es la fuente del progreso y de la
riqueza.
Te
pones de pie, pagas, y, con mucha dignidad en una mirada rápida al mozo que te
atendió, dejas en la bandeja la propina. Una inclinación de cabeza de parte de
él. Como hombre de ideas superiores, tienes que saber castigar todo aquello que
atente contra la democracia civilizada, así como saber diferenciar y ser
indulgente con las mayorías que son arrastradas por serpientes instigadoras. La
galería, el colorido anémico del neón. ¡Pucha! Te quiere fallar el darte
caballos. Un cuarto de hora más y dan las once. Risas falsas de homosexuales
que les sirven para llamar la atención de los transeúntes. Una gavilla de
mocosos zarrapastrosos deambula entre la gente. Te empiezas a deprimir. Los
vendedores ambulantes, que a esta hora de la noche asaltan el centro histórico
de la ciudad. La modernidad que se
construye es asfixiada por esta gente, cómicos chabacanos, ilusionistas de
medio pelo. Llegando a casa, tendrás que tomarte algo que te relaje y puedas
dormir. Mendigos, locos y toda esta fritanga de gente que te tortura, y
desnudan la democracia que ustedes dicen construir, la dejan tal cual es. Algo
en ti, aún intenta sublevarse, la realidad es más poderosa. Sientes dentro tuyo como si te dieran un manazo en la oreja
¡Good boy!