PERICOTES DE DOS PATAS

GERMÁN ARAPA LUQUE


— ¡M

ira, mira lo que esconde Angelino! —dice Paulino a su hermano Julián, jalándole de la camisa de bayeta.
            A la espalda de la casa ellos pastorean sus ovejas, juegan con esa plena libertad ajena a cualquier zozobra, a pesar de las múltiples recomendaciones de la madre en el buen cuidado de los animales. Sentados en la cuesta del andén más próximo disparan con sus hondas de goma para tumbar piedras que han enfilado como blanco sobre una roca grande a manera de estatuas indefensas. Comen  cebada tostada al mismo tiempo que disparan alegremente sus proyectiles, sin suerte, por supuesto, mientras las ovejas pastan a su libre albedrío en las cuestas del andén.

            El cielo azul turquesa, el aire fresco y el suave esplendor del sol de la tarde otoñal bañan el paisaje cautivador de Huancho “Lima”; todo esto contrasta con el silencio del  paraje. En esta parte de la ciudad altiplánica las cosechas ya han sido recogidas y sólo quedan los andenes a merced de los ganados,  que pacen dispersos y mansos,  casi inmóviles.

            Angelino, el primo contemporáneo de los mozalbetes, también pastorea sus ovejas cerca de su casa, distante a la casa de Paulino y Julián, juega con los carritos de piedra, jalándolos de la pita amarrados del carro, hay veces empujando por las carreteras imaginarias que él ha construido, y ahí están las quebradas sinuosas, los abismos que serpentean hacia el horizonte, los diminutos valles donde los vehículos zigzaguean hacia destinos que su conductor les traza; pero, de pronto, como si recordara súbitamente algo, deja la ruta fantástica y se dirige a su casa, entra presuroso a la habitación donde se guardan   las cosas de valor, las elementales materias de la alimentación y la vida; al poco rato sale con un paquete bajo el brazo que esconde apresurado entre los arbustos de muña, no muy lejos de la casa. Luego, a pesar de que queda todavía tiempo para pastorear, arrea afanosamente sus ovejas al corral, seguido de  “Chaco”, el perro chusco, ceniciento y huesudo, que no se le desprende.

            Paulino, que ha visto el misterioso afán del primo Angelino, sin que este lo vea, se aproxima con rapidez hacia el lugar del secreto, hurga en el arbusto que emana un tibio olor a menta, recoge algo y regresa inmediatamente con el paquete hacía donde Julián le espera sonriente. Cuando los hermanos abren el envoltorio de papel grueso de azúcar, ambos se sorprenden. Sus grandes ojos traviesos se abren más al ver el tremendo molde de queso todavía fresco, hurtado por Angelino. Sin pensar ni perder tiempo, muy orondos, le agregan la cebada tostada que disponen y, entre risas, mostrando los dientes cariados, dan cuenta del hallazgo; en tanto siguen pastando sus animales.

            Entre tanto, Angelino que acaba de guardar su ganado va directamente al lugar de su escondrijo; pero grande es su sorpresa al no hallar nada allí. Empieza a buscar desesperadamente  en los alrededores por si acaso hubiese confundido de sitio. Pero nada. Piensa que algo raro le ocurría, vuelve a mirar el lugar donde hace poco lo puso, pero no está; mira al lugar donde estaban jugando los primos, pero no les vio. Ahí murmura algo y pensativo, se rasca la cabeza. “Pero si aquí lo guardé” se dice. La cólera se va apoderando de su alma. Ve al “Chaco” que olfatea a su lado, moviéndole la cola; “este perro ha sido...”, piensa y, monta en ira, y carga todo el infortunio sobre el pobre animal,  lo golpea y lo persigue a pedradas. “Chaco”, ayayando de dolor huye cuesta abajo del andén. Angelino, sin sospechar de sus primos, se marcha, con la seguridad de que “Chaco” se ha comido el queso.

Todo esto es observado con minuciosidad por doña Jacinta madre de Paulino y Julián sin que lo notasen ninguno de los muchachos. Por eso para la noche Jacinta invita a Angelino y a la madre a compartir la cena de ese día y poner en marcha lo que tiene en mente.

            Cuando la oscuridad cae sobre Huancho “Lima” y las estrellas titilan con intensidad en el fondo azul del cielo sin luna, llegan a la casa doña Rosita y su hijo Angelino, mamá Jacinta les hace pasar a la cocina levantada con paredes de piedra, en forma circular y  techada con paja de cebada e ichu  donde se ve colgar de su interior como adornos lágrimas de hollín. Sobre una piedra saliente de la pared un mechero de cebo alumbra con su luz tenue, este bailotea en medio del humo de la leña, sacudido por el viento y está como quejándose.

            Disipado el tormento del humo, que un momento les ha hecho llorar. Doña Jacinta escurre el agua y vacía de la olla la papa sancochada sobre la “Jencuña”[1], además los invitados y los hijos reciben su “fatacaldo”[2] con charqui de carnero. Así mismo, mamá Jacinta ordena a sus hijos que traigan un molde de queso para acompañar a la papa recién sacada de la olla. Paulino y Julián se miran la cara sorprendidos. La orden de la madre entra como una lezna en el corazón de los mostrencos que se empujan el uno al otro con los hombros, insinuándose quién va por el queso, que ya debería estar allí sobre la “jencuña” con la papa suculenta. Finalmente parado un momento, Julián sale  refunfuñando hacia la otra habitación, donde debe estar la canasta del queso, la mira en medio de la  penumbra amarrada de la viga del techo, pero él no se acerca a ella y  más bien se vuelve dubitativamente a la cocina. Ya allí, simulando una inocencia que por dentro le descorazona, dice, con las manos cruzadas sobre el vientre:

—¡Mamita! Ya no hay queso, seguro que el gato se lo habrá comido, o quizá los pericotes.

            La madre mira a sus hijos y socarronamente responde:

—¡Sí! Seguro un pericote con dos patas y cabeza negra se lo habrá comido. O tal vez dos pericotes.

            Dentro de la humilde habitación las paredes de piedra parecen reflejar una asidua presencia fantasmagórica, amarilla y muerta, donde parpadea la sombra irreal y oscura de los chicos y la madre que aguarda allí sentada. La llama chisporrotea desde el fondo de cada leña que aún queda en el fogón para seguir espantando el frío incisivo que muerde en el aire. Los hermanos y el primo Angelino permanecen ligeramente callados y se van asustando más cuanto más entienden la falta en que han caído. Avergonzados como están, no atinan a dar una salida, una solución plausible al aprieto del cual son cómplices activos. Angelino está mudo.

            Doña Jacinta para hacerlos comprender la falta y para conducirlos por buen camino piensa que aún están a tiempo de corregirse y se anima a contarles, mientras comen, con el sabor irremisiblemente perdido por el asunto del queso, una historia  real de la vida misma.

            Esta había ocurrido hace mucho tiempo; sin embargo, las consecuencias estaban  vivas y frescas como si hubiese sido ayer.

            Apoyados por otras comunidades aledañas con las cuales no sólo nos unen lazos de trueque, en las multitudinarias jornadas, inacabables y amorosas del ayni, para el sembrío o la siega, en las recíprocas visitas para el baile y las fiestas y las fechas patronales, los comuneros de Huancho “Lima” se levantaron en defensa de su dignidad, contra la opresión de los mistis gamonales y el abuso de las autoridades de la provincia de Huancané. Allá por el año 1923, sí, por esos años, yo y mis padres nos habíamos escondido en el cerro “Phantani”, desde allí vimos cómo el ejército del batallón 21 de la provincia de Huancané cometió el genocidio contra los indefensos habitantes de Huancho que habían sido sorprendidos en sus casas, la soldadesca prendió fuego a los techos de paja y estas ardieron como fogatas en la noche, mientras familias enteras eran fusiladas.

            Tiempo después, curadas las heridas y reconstruido el Ayllu Huancho, de entre los comuneros de mi única querencia, porque allí nacieron mis padres, mis abuelos, todos mis antepasados, sobresalía por ese entonces don José Luque, no sólo por su tamaño y el color de su piel sino por su propia forma de vida que llevaba. Este hombre muy presuntuoso cabalgaba por esos lugares montado en su alto caballo bayo, puesto el mejor poncho de la comarca, poncho fino tejido con lana de vicuña de color camello, con ribetes en arco iris, sombrero de paja palma traída desde el Norte del Perú y botas del Ejército con espuelas de plata incrustadas, cabalgando siempre hacia Tumanta[3], su destino cotidiano.

            Ya en la comunidad, por ese tiempo empezaron a desaparecer toros, los mejores carneros, caballos, mulas y también enseres de valor de los comuneros. Casualmente ocurría también lo mismo en otras comunidades. ¡Vaya! ¡Y no había ni santo ni seña de quién pudiera ser! El recelo y la preocupación cundieron en las comunidades. Por eso las fiestas tenían una parte de prevención y rabia, y, por otro lado, de alegría y olvido. Nos decíamos algo en el oído en un momento, y, en otro, la risa por quítame la paja de encima. Sin embargo los comuneros, las familias, los afectados y aquellos que no estaban vivían confiados en la serena sabiduría de los viejos yatires[4] de la comunidad quienes calmaban la ambición o la venganza de los que desangraban a los pueblos. Se les pedía a ellos que señalaran la procedencia y hasta el origen y el rostro y el nombre de los ladrones. Pero nada. Ellos no tenían la fuerza suficiente para internarse en el mundo de los apus, que les daba clarividencia, y salir con la respuesta que necesitábamos. Así pasó buen tiempo y no se logró averiguar gran cosa. Pero, la verdad es que cada cierto tiempo seguían perdiéndose los animales: un día dos asnos, otro día una montura nueva y hasta frazadas y ponchos recién tejidos, que tenían que ser llevados por sus dueños a las ferias de la provincia y ser vendidos o cambiados en trueque por cañihua, por sacos de azúcar, arroz y otras cosas.

            Asimismo, don José Luque iba cada domingo a Huancané a tomar aguardiente con el sargento de la Guardia Civil, a saludar a su compadre, el juez Peñaloza; otras veces salía de la casa del letrado Arenas. Andaba como todo un cacique gamonal, su porte le favorecía; alto, fornido, tez de bronce, propia de la herencia ancestral, nariz aguileña, el bigote tupido parecía llenarle la cara de una seria y solemne distancia que los alejaba de los hombres, pero la sonrisa cautivadora hacía soñar a más de una moza del lugar, especialmente durante las fiestas de la comunidad donde se dedicaba a tocar huaynos hechiceros con su acordeón. Hablaba con esmerada bondad y respetuosamente se disculpaba cada vez que le llegaba una copa de licor del lado de la gente humilde y tomaba moderadamente como que se cuidaba de algo. La gente lo llamaba “hermano José”. De todas las fiestas se retiraba cortésmente, cuando se entraba al grito, a las conversaciones destempladas y cuando el alcohol surtía sus efectos nocivos, desaparecía de inmediato en la oscuridad de la noche, como un gato. Casi nunca se le veía trabajar en la chacra. Doña Catalina, su esposa, era la que administraba la casa y decía que su esposo estaba en viaje de negocios casi siempre.

          Un día que trabajábamos desyerbando en el papal, algunas mujeres murmuraban en voz baja:

—¡Dicen que se ha perdido un toro en la estancia de Chacamarca! —comentaba la más chismosa, la Ludovina Cutipa.
            Otra agregó, preguntando bajito:
—¿No será que don Pepe...?
—¡Yosay tatito[5]!  ¡Jesucristo y los arcángeles se apiaden de mí, de lo que estoy pensando, porque doña Cata siempre nos sirve  chairo  caldo  con  presas  frescas!  -dijo una vez  Floripa Condori, mi comadre.

            Las sospechas en la comunidad iban aumentando día a día. Cada vez que don José salía de viaje se perdía algún ganado. Mucho, ¿no?

            Así, una noche desapareció un toro del comunero don Manuel Quispe sin que el dueño se haya dado cuenta ni escuchado ruido alguno, mucho menos había ladrado su perro bravo. Horas después don Manuel y los vecinos, sin perder tiempo, comunicaron en secreto a las autoridades del Ayllu Huancho para coger al astuto abigeo. Ya todo el pueblo estaba preparado porque  se tenía por casi seguro quién podía ser el dañoso. Se pensaba en José Luque, así fuera otro esta vez no podía irse con las suyas. Así, pues  el indeseable fue esperado en el callejón de Sajsa-Uyo. Ya entrada la noche, con la luna muy arriba, clareando, vimos a un hombre cabalgar con trote lento hacia Huancho “Lima”. Cuando estuvo cerca de una esquina llena de árboles y piedras, los hombres, diestros en lacear ganado le asentaron las cuerdas de cabuya por diferentes lados. Era efectivamente don José Luque Luque y se veía que retornaba de Tumanta.

            El hombre de sonrisa que gustaba a las mozas se resistió ferozmente lanzando amenazas y puntapiés:

—¡Desgraciados,  suéltenme!  ¡Los   haré   meter   a  la  cárcel!  ¡Suéltenme, desgraciados! –Bramaba, con la boca llena de espuma.

            Amarrado lo llevamos a su casa, que no estaba muy lejos del lugar, para la inspección. Teníamos toda la seguridad de que él era el ladrón. Sólo nos faltaba encontrar las pruebas. Ya en su casa los comuneros hallaron  carne fresca de res en un lugar especialmente adecuado para tal fin, y que estaba al costado de la cocina en un cuarto aparte, cuando se siguió buscando, más cosas hallamos; también algunos objetos de valor sustraídos que estaban empacados, listos para llevar a Tumanta. Los comuneros  pudieron  reconocer sus pertenencias perdidas. Allí, ante la evidencia, el muy canalla tuvo que confesar sus fechorías, después de un agotador interrogatorio,  donde no se le tocó ni un pelo, sin embargo no delató a sus cómplices de Tumanta y de otros lugares.

            Al día siguiente, fue llevado a “Huayñun Pata” de la estancia Huayllaraya, allí pues donde la gente de la comunidad se reúne cada fin de mes, en ese lugar también bailamos hasta ahora. Doña cata iba amarrada junto al  esposo, más atrás eran llevados los hijos menores vendados los ojos. Los comuneros nombraron el comité de aukiles[6] para que decidiera la suerte del ladrón y de su familia, según la costumbre. Desde tempranas horas de ese día esperaron ellos el castigo ejemplar, así como nosotros para aplicar el principio moral de nuestros antepasados: “Ama sua, ama quella, ama llulla”.

            Esa mañana estaba soleada y contrastaba con los rostros serios de los comuneros. Todos esperaban pacientemente.  Los pájaros empezaron a cantar anunciando el mediodía. Los hombres dejaron de chajchar la coca de la thinka[7], ceremonia de nuestros antepasados que se lleva a cabo en cada acto, así sea para empezar el trabajo o ceremonias más grandes como ese hecho.  Estaba yo, sentada junto a mi comadre Floripa Condori, la coca estaba amarga ni con “lliktha”[8] endulzaba, así que escupí todo sin que me vean, además no me gusta. Mas los hombres masticaban haciendo bola en un lado del cachete, parecían desahogar su ira en la coca. La tonada del canto de los pájaros era más intensa.  Allí nuevamente, uno de los Aukiles abrió la “Estalla”[9] blanca con coca para  pedir licencia al Auqui Alajjpacha[10] y  a la Pacha Mama[11]: Escogió las hojas más verdecitas y lozanas y las echó en una copa con aguardiente, luego invitó a cada uno de nosotros  a hacer lo mismo; después levantó la copa invocando plegarias, seguidamente esparció el contenido de la copa hacia el cielo, una parte de la coca se enterró en la esquina de la habitación donde se encontraban los acusados. Pronto saldrían con la sabia decisión los ancianos y yatires, aún deliberaban algunos asuntos finales. Los postes estacados de eucalipto esperaban en silencio, no muy lejos de donde se reunían la mayor parte de los comuneros, ordenadamente; más allá había una ruma considerable de muña seca amontonada, lista para hacer fogata. La gente se inquietaba por la demora de los aukiles y yatires que no salían de la habitación que había allí, ¡hasta ahora están algunas paredes! ¿No doña Rosita? Al ver todo estos preparativos se me escarapelaba el cuerpo, pues nunca había visto estas cosas. Bien, mientras el reo y su familia permanecían separados entre sí, pero vigilados celosamente por cientos de ojos. La mujer lloraba en un silencio lastimoso. Los tres hijos como estaban vendados no podían darse cuenta de lo que pasaba. El  villano José Luque, consciente de sus fechorías, seguramente, pensó que esta vez no tendría salvación; por eso se le vio la cara de otro mundo. Ya en una ocasión que nadie  había olvidado se le  perdonó junto al Justo Condori, los comuneros habían sido indulgentes con ellos, debido a la  información que dieron al Ejército, traicionando a sus hermanos alzados en armas, contra los gamonales entre los años 1923 a 1925. Como repito,  la comunidad de Huancho “Lima” fue masacrada sin piedad por esa deslealtad, ahora, de nuevo había vuelto a traicionar la confianza de su pueblo, no podía haber pues otro castigo más que la muerte; ahora sí no se escaparía.

            En eso, por fin salieron los ancianos y con rostros serios ordenaron de inmediato la ejecución de los dañosos. Fueron sacados de la habitación hacia los postes de eucaliptos, donde en desgarrador suplicio mudo, pataleando las piernas, más la cara no se les veía,  pues estaban con vendas, me imagino cómo estaría de morado y con la lengua afuera al ser colgados como espantapájaros dos cuerpos grandes y tres pequeños. La gente estaba muda, nadie dijo nada, mi lengua estaba pegada y mis dientes duros al ver este espantoso castigo, luego fueron quemados y sus cenizas echadas a las aguas de Tumanta para que ni sus almas regresasen a robar. Eliminado el mal, la tranquilidad volvió a la comunidad.

            Entonces, mamá Jacinta calla y mira tiernamente de nuevo a sus hijos que están como si despertaran de  un mal sueño.  A Paulino y  Julián les remuerde la conciencia por lo que han hecho, están todavía absortos de haber escuchado la historia del  implacable castigo a la familia Luque de quienes no habían sabido nada hasta hoy. Una semana antes cuando mamá Jacinta fue a Huancané a negociar con chuño y lana, preparándose para la fiesta de la Virgen de las Nieves, ya que la víspera de ese 5 de Agosto, quería participar en la veneración y bailar dentro del jolgorio general,  ahí fue que los niños decidieron sustraer el queso de la canasta y comérselo en ausencia de la madre.

            Al final, cuando confiesan todo a la madre acerca del  queso de la canasta y lo del primo Angelino, que llora con la cabeza gacha, doña Jacinta no tiene otra cosa que decirles, a manera de norma familiar:

—Vayan, hijos, a dormir. Y cuando tengan hambre, coman, pero digan, avisen lo que han tomado. Así serán hombres razonables.

Doña Rosita, abraza a su hijo Angelino y se aúna a doña Jacinta y le dice:

—Mamay, espero que estos chicos aprendan de tu ejemplo. Mañana vendré a pasar el día contigo.

            Afuera cuando Angelino y su madre salen, bajo la luna que resplandece sobre las nubes, gira un viento cálido que también los chicos sienten desde la casa.


[1] Jencuña: Mantel hecho de lana para llevar fiambre.
[2] Fatacaldo: Caldo de morón, entero.                                                      
[3] Tumanta: Recodo del río Huancané y aledaños.
[4] Yatires: Los que saben.                                                                       
[5] Yosay tatito: Dios mío.                                                                            
[6] Aukiles: ancianos.
[7] Thinka: Ofrenda para pedir licencia.                                                        
[8] Llikta: Preparado en base a la ceniza del tallo de quinua.
[9] Estalla: manta pequeña de lana, solo para el uso de la thinka.
[10] Auqui Alajjpacha: Padre que está en el cielo.
[11] Pacha Mama: Madre tierra.