VÍCTOR CLAROS AYALA
J
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ano, siempre Jano, con sus dos caras abiertas al pasado
y al porvenir. Las huevas. Pero juro que iré a verte –me dije–. Pero antes,
sí, esa flaca era mi desgracia, que los reclamos, que la movilización de mañana,
que hay que cambiar la currícula, que hasta cuándo la Comisión Reorganizadora,
que el Centro Federado, que los cachacos no tienen cuándo salir, y dejo de
contar porque de eso ya estaba podrido en la universidad. Yo sí estaba ahí para
estudiar a forro, puro libro, terminar mi carrera y graduarme, como lo quería
mi family: un señor ingeniero industrial, ¡qué caray! Luego engancharme
suavecito a una buena chamba, tener un jato propio y hacerme de una familia
bacán, con mi media naranja, por supuesto, y darle un mejor status social, qué
más se puede pedir, mujer. En esto siento que mis extremidades entumecidas
empiezan a acalambrarse, y ahora cómo calcular la hora en este habitáculo
—digo—, donde la noche lo cubre todo y sientes un pesado abrigo que te aprisiona
por todos lados y te nace la angustia de estar como enterrado vivo, como cuando
tus pesadillas de niño, allá en Huaraz, lejos del tiempo, por siempre,
eternamente. Apenas puedo sentarme con las piernas flexionadas y el respirar se
me hace más doloroso; y este olor, entremezclado con mi propia transpiración y
la atmósfera cargada de meadas y excremento, penetra en mí hasta irritarme las
fosas nasales y los ojos. Mejor cierro los ojos, que son iguales a tenerlos
abiertos en este capullo de cemento, este fardo funerario moderno en plena
década de los 90´. En medio del vaho, entre los laberintos de la mente, dejo
todo atrás, las calles, los sueños y corro como potro encabritado
en la inmensidad
del paisaje de una playa desierta, sintiendo la suavidad de la arena
blanca a través de mis pies y la brisa marina acariciándome el rostro y el
murmullo del mar, confiándome mil
secretos.
¿Mi
mujer? No, no me paltees. Mi flaca es Elena, aunque de flaca tenga poco, ella
es mi amazona, mi guerrera. Bueno, en fin, es la que pone en movimiento este
pechito. Pero ¡Cuidado! Eso sí, si me descuido me suelta su rollo social,
figúrate que una vez me enganchó en una "movi"; un poco más y meo los
pantalones que los tengo bien ajustados, perdón, bien puestos. Hubo full bombas
lacrimógenas, carreras, ¡corre, carajo! Rochabús, varazos, balas a diestra y
siniestra. Era una vaina, las cosas en que me metía. ¡Pásame la F...! ¡Fuera,
cabrón! Todo era una correteadera, ni que fuese el mismo campo de batalla.
Menos mal que tengo físico, se podría decir que soy agarrado, ¡oiga, presumido!
Así que corrí, zafé culo y no paré hasta perderme de vista, nada de cojudeces
conmigo hombre. Ahí no va para tanto aguante ¿Y la flaca? Dándole por aquí,
dándole de trompadas para allá ¡Pásame la E...! Eso sí que es joder por las
puras. Elena olvidándose de uno, pero por qué tenía que ser yo el epicentro de
sus cuidados. Basta que uno sea parte de la masa y eso vale ¡Vale! Para eso
eres, pues, joven. ¡Pásame la P...!, que
no frieguen.
La calle es pura
historia —decía Elena—, de las calles sale la libertad zangoloteando de la
mierda misma del sistema ¿Dónde se apalean al maestro, a los obreros, a los
estudiantes? ¿Dónde se marcha agitando contra la injusticia y el hambre? ¿En tu
salita, en tu zaguán? ¡No! ¡En las calles! Ahí se da todo, en la calle viva, de
las masas, de las olas humanas. Hasta que dieron conmigo. ¿Quién? La policía,
pues. Así que tú eres fulano de tal, ¿no? me dijeron. Ahora te fondeamos,
¿dónde está Jano?, preguntaron. Quién es ése, no lo conozco, les dije. Recuerdo
ardiéndome, como un tronco chamuscado, el estómago. No han dejado de golpearme
e insultarme, después. Y ahora estoy luchando contra la tumefacción de los
costados, sacudido por puntapiés que te hacen ver el mundo en estrellas, sin
hacer caso a las vendas que cubren tus
ojos, que no sirven sino para que te hagan ver mejor tu pasado y tu porvenir en
segundos, como si el vértigo de lo que sucede lo hubieran llenado en la capucha
que te han puesto sobre la cabeza para traerte aquí. Se cubre tu cabeza húmeda
de sangre, agua, mierda, o lo que sea, no sabes, pero sí te jodieron una
costilla estos jijunas; ahí sí que te ensartaron; estás molido, oye,
comelibros, ratón de biblioteca, hijito de la casa, ricura de las hembritas de
barrio. Ya, sácate la capucha, me dice alguien. Cobraste, hombre.
Aunque
ahora podría decirse que ese bichito social le había picado. ¿Preocupado, yo?,
para nada. Esto pasará. Ya verás cuando terminemos la carrera y nos casemos.
Estos berrinches son de las aulas, nada más. La flaca es pura conciencia
social, pero deja que termine la carrera, también le pasará. O que termine ya
de una vez esta vaina, digo. Sí, de eso se trata. Creo que en el fondo ellos se
ahogan en sus miedos y temores, como este oficial que para insultándome desde
la puerta, en este momento: ¡A este conchasumadre nadie le habla! Que coma su
caca si tiene, y antes de las seis le mojan el piso. ¡Ah!, eso sí, aunque haga
un calor de la puta madre, ninguno se me saca el pasamontañas.
A la
semana de la "movi" volví a verla. ¿Cómo que a quién?, a ella, a la
flaca, me la encontré en la universidad, estuvo en cama después de la golpiza.
Pero había que ver eso, cuidar que la acometida de protesta de los estudiantes
no tenga ribetes de movilización subversiva contra el régimen. Aunque, flaca, hay que reconocer que no eres
de tierra, de mineral inerte, había que salir a las calles de pura historia,
como decía ella. Para qué se inventaron las formas de
lucha en las calles, mar humano que las avenidas devoran para
devolverlas hasta el cielo, árbol de fuego que marca la marcha de los pueblos
con su tambor y sus himnos. Claro, flaca, ahí está tu corazón rebelde, mojado
de luz, y que yo digo que no has aprendido aún a no meterte en esos líos, Elena.
Y tú me increpas: desconsiderado, ingrato, egoísta, cobarde, pusilánime, y para
allí. Peleamos. Sí. ¿Cómo olvidarlo? ¿Recuerdas? Fue esa tarde a la sombra de
ese ponciano en que nos prometimos amor y el inicio de tu prédica social sobre
la conciencia, que es luz en la cabeza de los hombres para hallar su rumbo
propio, y que los jóvenes son la promesa no de su pellejo, sino de algo más
grande, más infinitamente libre, y que no pueden enterrar o callar, y que la
historia la hacen las masas, exigiendo que les entreguen lo que siempre fue de
ellos, de los jóvenes, de los niños, de los innumerables, de ti, de mí, de
nuestros hijos que nos esperarán más allá de nuestras miserias.
Sí, recuerdo,
flaca, Elenita, yo, el egoísta, el pusilánime inconsciente social de los 90´.
Yo soy uno nada más, pero espérate, cuando nuestro lugar aromado por el viejo
árbol guardián nos aguarde para sellarnos en la reconciliación. Tú eras la
cabeza iluminada, tu puño encendido de cólera en mi camino. Yo, la tierra de mi
mismo camino para que pases, pasemos, tú y yo, todas las causas. Será que por
eso no alcancé a comprender cuál era la química nuestra, lo que nos ataba y
desataba, y era entonces como si yo jalase una cuerda por un extremo, y tú, por
el otro; fuerzas definitivas, flaca, ambos cediendo la fuerza necesaria para el
punto de equilibrio, para la inequívoca comunión, flaca, ¿me escuchas?,
¿escuchas el pavoroso chirrido de la placa de metal de la puerta?, sí, la
plancha cuyo gozne herrumbroso me tuercen las neuronas, que rompe mi charla
contigo, mi pensamiento ágil que sacuden estos cancerberos, pero me pongo
alerta ahora, es tan rápido el fogonazo
de luz que entra (faro, linterna, foco eléctrico, mi propia luz
golpeándome). Parpadeo con ese parpadeo que ilumina la conciencia como
relámpago perdido en esta mazmorra de voraz tiniebla, y tiembla la aceitosa
nocturnidad de los asesinos. Sin embargo, estoy seguro que ahí han dejado caer
algo, ese sonido sordo de algo blando que cae al piso y ahí viene rodando
veloz, hasta golpearme la pierna izquierda, como si una rata herida se chocara
conmigo hasta inmovilizarse.
Percibo, a pesar
de la húmeda fetidez que llena este pequeño espacio, ese aroma agradable,
dulcificado. Tanteo, ansioso, con la ávida curiosidad del ciego, cojo esa
redondez pavorosa y mansa del fruto, y entre el temblor de mis manos me asalta
la duda, ¿es una fruta envenenada? Fruta venida con qué designio. Entre la
desgracia y la dicha pigmea de que no sea cierto; y puesto que se impone el
vivir, la froto entre las palmas de la mano, la acaricio como a un animal,
haciéndola rodar por mi mejilla, y la devoro finalmente, con cáscara y todo,
esto es, que no quede prueba alguna que comprometa este desconocido envío. Con
el último trocito que mastico con fruición, se dibuja en mi memoria el valle norteño de los grandes
naranjales, con los árboles bordados de esos soles jugosos, cuando mis padres y
la familia entera salpicábamos con la creciente cosecha el suelo de Huando y,
donde en las tardes, de regreso al hogar, iban imponiéndose las risas y los
cantos de los trabajadores en la fiesta de la cosecha que no terminaba. Es
cierto, peleamos muchas veces y cada una
de esas veces notaba un cambio, un detalle distinto. Nuestras conversas fueron
pasando poco a poco, como agua que crece, de las trivialidades de enamorados,
del amor enamorado, ¿así se dice?, a las
grandes reflexiones profundas de las que se tiñe la vida y sus preocupaciones.
Elena, hablabas, con la fluidez insaciable de tu verbo, de temas sociales, de
las situaciones políticas en las
que el mundo se enreda y se desenreda, levantando como el mar a las
olas, a los hombres. Entonces yo la
quería con extraño acometimiento, con descuidada animación. Yo callaba,
simplemente escuchaba su rara versatilidad en los temas de importancia capital
en un mundo que se mueve a velocidad cósmica. Y una que otra vez asentía ante
alguna argumentación que no alcanzaba a cuestionar, mucho menos a rebatir.
¡Maldita sea, la luz repelente otra vez!
Me salpica el agua que alguien deja caer con
fuerza al piso y moja mi pantalón y parte de mi pecho ¿Agua limpia? ¿Del
excusado? No importa, extiendo mi mano hacia el suelo, la humedezco, luego la
acerco a mi boca, y mi lengua va recorriendo muy despacio la palma de mi mano.
Voy así bebiendo un poco de vida ahora,
que estimo que deben ser eso de las seis de la tarde de un día que no puedo
precisar, ya sin tiempo. Es posible que sea también ya un tiempo sin medida,
sin calendario, que uno consume como un animal que es exactamente tiempívoro
(esta palabra no está en el diccionario, claro, flaca, Jano, Jano: Lucho, luego
existo, ¿quién lo dijo?). ¿Pero tú no me dijiste una vez que hay que cambiar
todo? Ahora recuerdo tus palabras, Jano: ¡Mira y mírate tú, pedazo de cobarde,
cómo otros construyen con sus manos el futuro que tú y tus ojos miopes no
logran alcanzar a comprender ni ver!, eso me dijiste, Jano. Pero todo pasa. Y
aquella vez me perdí, y pasó buen tiempo, flaca, hasta que me dí con él, con
Jano, que me buscaba (yo había salido de fuga, de viaje, de fingida urgencia, y
esto lo sabía Elena, no se le podía engañar), pero esa vez en el jirón de la
Unión, lo vi entre triste y corajudo, a nuestro amigo, y me dijo, como quien no
quiere la cosa, que Elena quería verme;
que no podía salir a buscarme, que dónde diablos me había metido, oye, hijo de
la pura sombra, y ahora, dada la situación tendría que llevarme con ella. Yo no
tenía, así las cosas, muchas opciones.
Me miró con ojos fieros diciéndome, apenas estuvimos solos en la plaza
San Martín: Elena nos espera; te quiere ver. Ahora se me viene la impulsiva
lógica de la realidad que no se puede obviar. Pienso: de ésta no salgo con
vida; seré una cifra más en la estadística fría de los números.
Bueno,
íbamos en lo de Jano —¡ah!, siempre este Jano de las dos caras, sur y norte
simultáneos—; me llevó hasta la choza de Collique de donde salió una viejecita
pariente de no sé quién, que preguntó: ¿Hijos, han comido? ¿Cómo están las
cosas? Y saludamos a la mamita que se escurrió al fondo de la humilde casita, y
cuando entramos vimos una manta huancaína que separaba el dormitorio hecho
con paredes de quincha, ahí
encontré a Elena, pálida ella, postrada en la cama sobre una tarima,
dándole la luz cenicienta del día en su piel sudorosa. Me miró con la ternura
trémula de quien se va lejos. Algo se me rompió dentro, viejo, perdón,
compañero; algo doloroso, quedé mudo. Me tocó los zapatos y sentí, como ahora,
un sentimiento de desastre, que te arrincona hasta estar en condición de
gusano, turbia arena deleznable, inútil. ¿Cómo estás, Elena?, le dije
estúpidamente, y estúpidamente me callé. Tanto convencionalismo, a pesar de
tener frente a ti a tu otra mitad. Así que aguanta, ahora eres mitad hombre y
acabas de ser sacudido por una ráfaga de electricidad que te barrió de un
plumazo tus recuerditos de idiota, una más y te
descargan el cerebro; vuelas
o tiemblas como con
una terciana, te joden a más no poder, hombre; pero, no aúllas, sólo un
grito de maldición ininteligible, se te pararon los pelos de punta con un
escalofrío de miles de hormigas de hielo, punzándote, sacudiéndote, hasta que
te traga la cueva oscura de la inconsciencia. Cuando despiertas, no sabes si es
madrugada, o mediodía, no sabes si es jueves, o domingo, ni puedes ya saber que
vives en el sueño, o sueñas que vives una pesadilla; cuando te paras, o mejor
sería decir, cuando quieres pararte, tu cuerpo no responde, no responden tus brazos sin fuerza
y las piernas sin dimensión, porque están como amputadas, que ya no son tuyas,
como esa vez cuando Elena te contó antes
de morir que ella no sintió, luego de la ráfaga de plomo, sus piernas, y quedó inmovilizada como para siempre en el
piso frente al fresco y vigoroso mensaje que acababa de escribir con esa
claridad ensangrentada de las letras de pintura roja que ahí se vuelca de la
lata deslizándose, buscándote para tocarte, tiñendo con tu sangre el piso, hasta que no supiste cuál era tu
sangre y cuál la pintura, Elena. Ahí apareció Jano, siempre Jano, conteniendo a
los del patrullero con disparos, y más allá, otras ráfagas de apoyo para
garantizar la tarea. Pues, se creyó seguro que el patuto pasaría por la otra
vía, nada más. Pero no. Demasiada confianza, salió uno del carro y a la
distancia disparó contra ti. Así terminabas de escribir una página de historia.
Ahí, Jano, eso sí, buen combatiente,
dispuesto a todo,
arrojando la granada, mientras rampaba, acercándose,
levantándose, y logró sacarte de esa pesadilla, diciéndote con todo su cuerpo
grandote: Resiste, Elena, compañera, los brazos por aquí, el carro nos aguarda.
Y desde ahí no dijiste más nada, compañera.
—¿Aún estás moqueando por no
hablar?—, escuchas que te dicen, barriendo tus recuerdos donde están la
viejita, Jano y tú con Elena que ya se iba. Ahora tú eres otro número oscuro,
blanco en el papel blanco, un signo negro en una hoja negra. No existes,
muchacho. Eres sólo un par de oídos que te zumban de tanta especialidad que
plasman en ti sus métodos científicos. Para eso está el orden, la ley, y sus
guardianes. Te levantas, y te aplasta la justicia de la sociedad. Así siempre
tienes que mirar sin mirar, pensar con todo menos con la cabeza, ésta
es sólo para los que piensan como un subversivo enemigo y traidor a la patria, a Dios y a la
familia. Prohibido buscar el detalle oculto de las cosas; no jodas, no sientas
nada por los de abajo, vomítate hacia arriba, no existe la miseria, ésa es sólo
una idea de los comunistas, no comprendas nada porque ahí sí te jodiste, loco;
sácate la mugre para que algún día seas algo útil para la sociedad, para tus
hijos, no puedes ni tienes que pensar en el origen del Estado, la familia y la
propiedad privada. Sácale la vuelta a lo nuevo. Adultera la verdad, de allí
nace la bienaventuranza. Tu pellejo es primero, joven; el resto, nadie te llama
a ovillar nada.
Nuevamente
se han ido los del interrogatorio. Mi cabeza piensa, mi ánimo resiste ahora en
la oscura prohibición en que sumen el pensar. Y te dices que toda ley se cumple
como necesidad, y si ésta no es así, no es ley. Que todo cambia en la tierra,
en el aire, en el agua y en el fuego, y que todo está en movimiento, ¡Oh!
¡Ecce-Homo!, y que la materia cambia desde su oriunda eternidad, ¡ay!, por
encima de ti y hasta en contra de ti, pero tú, amor de mi vida, pedazo infinitesimal
de materia bellamente organizada, eres “hombre mío en rechazo y observación,
vecino en cuyo cuello enorme sube y baja, al natural, sin hilo, mi
esperanza...”, no escapes, ni puedes escapar a esta ley. Así dijiste, Elena.
Ahora lo recuerdo. Confío en ti,
—dijiste—, confiamos en ti, incluyendo (miraste a Jano, Jano, siempre
Jano, el pasado y el futuro) a los que piensan que tú tienes ya una cruz
signada en la frente, no cambiante en tu vida. Mi vida ahora es un bregar,
Elena, como los cinco días que me tienen aquí. Aquí es que me sacan, me
levantan como a un saco sin peso. Tiembla la luz en su brusca luminosidad, las
siluetas se mueven como carbones blancos que apenas veo; me sientan en un
sillón. Me da vueltas la cabeza y como remolino blanco se descarga la luz en
mis retinas por el
golpe brutal que
me dan en la cabeza. ¿Vas
a hablar? Tuco pendejo, te quieres pasear con nosotros,
¡ya!, ¿quiénes son los otros? ¿Dónde están?, escucho que dicen. Dale duro,
carajo, si no canta. Patéale en los huevos, a ese conchasumadre. Elena, buena
compañera, no te vencieron. ¡Bueno, cuélgalo así, es sólo el comienzo para
entrar en calor! Estás jodido. Perdiste. Ahora sí te hacemos un cabro eléctrico con la descarga en el culo.
No digo nada; pero puedo hablar. Sí, avanzo, Jano ¿Voy por buen camino? Está
bien, Jano, me digo. Uno me suelta de la soga con que me han colgado,
cortésmente como al Cristo de la fábula; se cree José de Arimatea, este mojón,
que me dice: Te van a seguir maltratando, joven, te puedo ayudar. Soy tu amigo,
estos métodos no son buenos ¿Te acuerdas de las frutas que te tiraba? Pienso:
se cagaron conmigo. Puedes confiar en mí. Luego: estamos cansados, queremos que
termine esto por tu bien. Mira, levanta la cabeza, toma, te he traído comida
caliente para ti solo. Se retira. Ahora veo que no hay nadie en la sala llena
de luz. Empiezo a comer poco a poco, me dan ganas de vomitar. ¿Vas a hablar?,
oigo. Pienso: pero qué es mi vida. He
deseado en un principio vivir el momento, vivir y morir apaciblemente en un
lugar que el sistema me reservaba, negándome a ver las cosas, vivir con la
única condición que otorga la vida de verdad, porque la vida, en su esencia, en
todo hombre, es la lucha y ésta es nuestra felicidad. Ahora que ponen fin a la
historia, a las ideologías (eso hacen creer, oiga), abrazo un solo camino,
puesto que el hombre sin ideales carece de alma. Y esto también es una forma de
felicidad. ¿De qué te ríes?, me dice alguien que ha entrado y se ha plantado
frente a mí, a dos metros, con las manos en la cintura. ¿Se volvió loco este
huevón? Patéale la cara así; que vomite ahora mismo todo lo que acaba de tragar
este terruco conchasumadre! Me tumban al suelo y siento luego unas botas
pisándome la cabeza, mientras otro se pone a saltar sobre mi espalda. Generosa
esta policía, ¿quién los comandará? ¡Ya, carajo! ¡Estamos perdiendo tiempo con
esta mierda! ¡Llévenlo a la camioneta!, dice otro que acaba de ingresar a la
habitación.
Me
arrastran hacía afuera. Todo está oscuro. Me levantan dejándome caer
violentamente sobre la camioneta. Partimos. Parece oírse a lo lejos el rumor
del mar, sus olas. Creo que llegamos, vuelvo la cara y arriba veo las estrellas
que se abren como un disparo a un toldo en la noche que no te abriga, frente al
viento que silba, y se me vienen a la cabeza la sonrisa de Pablo y Efraín y
Julia y José; un mundo que muere y otro que nace. Ya no siento miedo. Y está
presente ahora la transparente permanencia de Elena, el viejo árbol, Jano y el
reencuentro en algún lugar para ver a los niños y escuchar sus risas...