-Deme su
último favor, don Pánfilo- había dicho nuestra madre, según las personas que
afirman haber estado con ella, la tarde que dejó el pueblo-; y deje que cargue
con mis dos hijos que ni siquiera llevan el apellido suyo.
Igual, por
las mismas personas, nos enteramos que ella había llegado de cocinera a la casa
de nuestro abuelo. Sin embargo, por esa época, ya no se acordaban de la cara
que llevaba mamá. Sólo agregaban que pasado un tiempo había sido obligada a
irse del pueblo, para dejar tranquilo a nuestro padre. Y se había marchado,
dando recomendaciones a los vecinos por nosotros dos. Ya más tarde cuando ella
regresó –no sé si con intenciones de recogernos con permiso del abuelo o de
robarnos simplemente-, supimos su nombre por boca del mismo abuelo. De esa vez
ya me acuerdo, Francisco: esa tarde estuvimos jugando en el corredor de la
casa, y en eso apareció mamá en la puerta. Cuando nos dimos cuenta de su
presencia, ella nos hacía señas para salir, pero antes que nosotros
reaccionáramos, salió el abuelo: ¡Nicolasa, no me vuelvas más a fastidiar a los
chicos! Entonces mamá, bajando su mirada hasta el suelo, dio una media vuelta y
se alejo. Como te digo, Francisco, esa vez estuvimos los dos. No llegué yo a
comprender nada de eso; y tú jamás me lo supiste explicar. Tan solamente te
empeñabas a ayudarme en los mandados que el abuelo me asignaba o me consolabas
cada vez que me ponía triste. También tú, que eras mi hermano mayor, me
enseñaste a escarbar de la tierra el fruto de la imilla, esa hierbita de flor
azul morado y comer, durante la cuaresma, en los días que abuelo nos obligaba a
ayunar.
-Arréglate,
Virginia, abuelo dice que vayamos a arrear las vacas… Cuida al abuelo que es
capaz de seguirnos… Come, come, Virginia; come antes que alguien nos vea…
Límpiate la boca, enjuágate, que abuelo nos revisará cuando retornemos...
Y yo allí, a
tu lado, tratando de comer rápido.
También, por
ese tiempo, tenía la costumbre de despertarme llorando por las noches. Y tu
solía decirme ¿Por qué lloras de noche, Virginia? Cuando íbamos a botar los
animales del corral. Igual, tampoco yo llegué a explicártelo. Solamente
acostumbraba a quedarme callada, mirando el suelo, como cuando abuelo nos
resondraba. Y tú, sin insistir, con la punta de tu poncho me secabas las
mejillas. Pero, Francisco, perdóname que nunca te haya dicho la razón de todo
eso. Hoy te lo diré, para que no te vayas triste como vuelvo a decirte, por esa
fecha me daba pena hacerte sufrir con mis cosas. De ahí que no te decía lo que
en mis sueños me pasaba y hacía que me despertara llorando. Por eso mi única
forma de actuar, para disimular, era hacerte palpar los surcos que el azote de
abuelo había dejado en mis nalgas. Y tú, te quedabas mirándome hasta que tus
ojos se ponían húmedos, como queriendo zafarse de sus órbitas. En esos
momentos, mientras secaba mis lágrimas con la punta de tu poncho, recordaba: En
mi sueño veía llegar a mamá toda sudorosa, y sentarse en el poyo del patio de
la casa. Entonces yo corría hacia ella, queriendo subirme sobre sus rodillas y
besarla. Lo mismo mamá, viéndome ir a su lado, me esperaba abriendo sus brazos.
Pero antes que llegara hasta ella y le diera el primer beso, aparecía abuelo
con su voz ronca: ¡Nicolasa, no me vuelvas más a fastidiar a los chicos! Y ella
se ponía rápido de pie, Francisco, y se iba sin voltear siquiera la cara. Yo la
seguía gritando con todas mis fuerzas, mientras que ella se perdía, aparecía,
volvía a perderse en los recovecos del camino grande. Así se iba mamá. Y es
allí cuando me despertaba llorando en la cama. También abuelo se despertaba y
gritaba desde su dormitorio: ¡Cállese, carajo! Y tú, a media voz: Cállate,
Virginia, va a venir a pegarte. Sin embargo, yo seguía llorando sin poder cómo
callarme. Luego de un rato, abuelo salía látigo en mano para hacerme callar a
chicotazos. Ahora te lo confío: No era porque no quería. Estaba con todo el
sentimiento encima. No quería perderla de nuevo a mamá. Por eso seguía llorando
en silencio, Francisco, tragándome la saliva que se me hacía bolas en la
garganta. Te acordarás de eso. Estaba así durante horas, con un hipo que me
salía de no sé qué parte del cuerpo. Hasta que al final se me iría apagando con
el sueño. Y, con esa interrupción, ambos nos quedábamos dormidos a la
madrugada. En tanto que abuelo, cansado de llamarnos desde su cuarto, entraba
en el nuestro y empezaba a tirar las sobrecamas. Y nosotros corriendo asustados
hacia afuera con las ropas en la mano. Pero antes, cuando abuelo recién
llamaría desde su dormitorio, contestaríamos: ¡Ya, abuelo! Es que en mis sueños
nos levantábamos. Ibamos hacia el corral o estábamos arreando, de la chacra de
cebada del abuelo, los caballos dañinos de don Félix Gutiérrez. Finalmente
regresábamos alegres a casa. Sin embargo, todo eso había sido en sueños
simplemente. Ya cuando abuelo retiraba las sobrecamas, para descargar su látigo
sobre nosotros, nos dábamos cuenta de que aún seguíamos en la cama. Ahí es
cuando salíamos corriendo del cuarto con nuestras ropas en la mano. Durante ese
tiempo fuimos dos, Francisco. Tú fuiste mi hermano mayor y mi padre. En cambio,
de hoy en adelante, me quedaré sola en esta quebrada de la cual decías: Odio a
este lugar, porque acá nos hicieron sirvientes. También esta mañana será la
última vez que conversemos los dos. Dentro de un rato ya harán llegar tu cajón
y te llevaremos al cementerio.
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