El cuco


 Oscar Gilbonio


¿
Por qué a medianoche el niño, desvelado, interrumpe su leve sueño, entre el sobresalto angustioso, abrumado de temores y trémula fatiga?

       ¿Qué pesadumbre tierna preocupa en exceso su mente: el armiño de inquietudes tempranas?

        No atina a dejar la cama. Mas gime, esperando, preso de ansiedad, que la madre lo escuche, entre aquellos intersticios oscuros del desvelo.

         Despierta ella, acude desbrozando un sendero distante e interminable tiempo, al niño que atraviesa su propio suplicio íntimo.

            Sin embargo, pese a la perturbación o la alarma, la razón es simple.

-¿Por qué no te levantas, hijo?
-Es que me cuido, mami.
-¿De quién?
-Del cuco que puede estar bajo la cama...junto al bacín o esperándome en una oscura esquina del baño.

          ¿La razón es simple? Dos pupilas como presencia incandescente, silenciosa. La oscura entidad con dedos como tizones y garras de silicio que se hunden en la recóndita idea de los niños. Sombras aleves que desbaratan la inocencia de innumerables y multilingües niños de la tierra. Es un eclipse sin sol, un pozo de primitivos y lineales temores que se agolpan contra los pequeños.

            -Pero, ¿tanto temes hijo?

     Y el niño responde bajito, con imperceptible cuidado, con su piadosa curiosidad asombrada por lo desconocido que acecha en su propia cabeza, en el fondo inconmensurable de la mente. La infancia destruida para la reflexión serena del mundo. Los siglos y su herencia desheredada:

-Tú misma me has dicho mamita...que el cuco come a los niños cuando son desobedientes, cuando dicen malas palabras, cuando no toman la sopa...

Es la torva enumeración de los pecados que no tuvieron su expiación. La desobediencia ancestral que no debe levantar cabeza jamás, el buitre que sigue ensañándose con el mortal atrevido que osa empuñar la luz, el aleteo de la lengua procaz castigada o la confusión disfrazada o la primavera oprimida.

Ella, la madre, estrechándolo:
-¡No hijo! ¡Perdóname por esto! Ya no habrá más cuco, ya no diré esas cosas.
Y el niño puesto de pie, asombrado, con su implacable inocencia:
-¿Fue engaño, mamita?
La madre llora.
-No te agaches... mami, yo te perdono...ahora voy al baño...de todos modos ¿me aguaitas?
-Ve tranquilo hijo mío, disipa tus temores; yo haré lo propio con los míos. Descansaremos.
-¿Si?
-Y mañana despertaremos con el dulce trinar de la paloma cuculí.