Manuel Marcazzolo
Despierto y aún faltan veinte minutos para
que sean las cuatro del nuevo día, así que me vuelvo a acomodar en la cama,
evito volverme a quedar dormido. Cuando
consulto nuevamente el reloj, ya sólo faltan cinco minutos; neutralizo la
alarma del reloj para evitar molestar a los demás que duermen. Me visto con el mayor sigilo posible, salgo
al corredor angosto, todo es oscuridad aún, evito los bultos de los perros que
duermen en el pasadizo, uno de ellos levanta la cabeza y me reconoce. De un brinco se pone en pie y me sigue, luego
de un momento, frente a mí se levanta la forma del horno artesanal, hecho de
ladrillo y argamasado con barro.
Sin
desperdiciar ni un instante, porque sino el tiempo me puede rebasar en mi
intención, lo bueno es que la noche
anterior dejé todo listo; introduzco pequeños trozos de papel por la tronera
del horno y encima de ellos cruzo delgadas hebras de leña, dejando una abertura
por donde soplo el aire y arden con facilidad el papel y la leña.
La
madrugada aún se mece en sombras, lo que me ayuda en mi labor es el alumbrado
eléctrico de la calle, que nos alumbra por encima de la pared que amuralla
nuestra. Gracias a él puedo distinguir
las cosas; introduzco más astillas de leña al horno, prendo el papel que al
principio arde inseguro, luego va tomando vigor, le agrego trozos de leña y al
rato el fuego se hace un gigante iracundo.
Dejo de meter leña, esperando que se consuma un poco la que he
introducido.
Más sosegado me siento sobre un cajón,
contemplo que el cielo va abandonando el color oscuro y se tiñe en el horizonte
de un leve azul. Del otro lado el cielo
muestra el brillo frío y duro de las estrellas.
Se empiezan a oír las voces en la calle, de aquellos que madrugan. En el silencio de la madrugada la pared que
protege la casa me parece un simple biombo por donde se van colando las
palabras y los ruidos. El nuevo día es
incontenible, una leve claridad pestañea allá tras los cerros.
El
fuego dentro del horno empieza a menguar, agrego nuevos trozos de leña,
recuerdo los consejos del abuelo a papá, de eso hace tantísimos años. Cuando
calientes el horno nunca eches demasiada leña, le decía, y su figura paternal
inclinándose en la boca del horno se me dibuja en el recuerdo. Y continuaba. Hazlo de a pocos, para que el
calentamiento sea uniforme. Una lengua
de fuego de un color rojo azafrán asoma por la tronera, contrastando con el
color pálido del nuevo día. Continúo
solo en este espacio que adosado a su tiempo me vigilan imperturbable, ya no
falta mucho para que sean las cinco, una tenue garúa dice presente. Aquí no se encuentran ya presentes ni el
abuelo, ni mi padre, ambos ya partieron.
Los que quedan aún son madre, mi hermano menor y el que esto
relata.
Cuánto
hace de aquel tiempo en que el abuelo nos miraba corretear y nos decía. Tengan
cuidado chiuchis no se vayan a caer, cómo disfrutaba a mis anchas
entonces. La casa del abuelo para mí era
una fantasía hecha de adobes y barro, sus habitaciones siempre en penumbra, encascaradas en
silencio. La única luz que profanaba
aquel espacio era el candil, y el silencio sólo era mortificado por nuestra
presencia. En el patio de aquella casa existía un molle que
sabía dar una olorosa sombra y nosotros íbamos a cobijarnos bajo su melena
chorreante; justamente el abuelo había instalado bajo aquel árbol una mesa con
sus bancas. El recuerdo de todo aquello, la casa, se enreda en los meandros de
la modernidad; hechos de aquel tiempo, han empalidecido con los fatuos
artificios electrónicos de la actualidad. En cambio hay algunos recuerdos que
nada han podido doblegar en mi memoria, la cocina rústica de la abuela es una
de ellas, donde los fogones ardían a leña y ella cocinaba las sopas más
exquisitas o los guisos más deliciosos. Todos esos manjares preparados con aves
y animales de su propiedad, que ella criaba en los corrales que estaban al
fondo, en lo más apartado del patio, adonde solíamos ir a jugar ni bien
llegábamos de visita.
El
horno exige leña, el fuego ha decrecido, y los consejos del abuelo ahí en los
pliegues de mi recuerdo. Nunca eches
demasiada leña de un solo golpe, siempre revisa la cantidad de brasa que se va
formando. Pero papá nunca fue devoto de los métodos del abuelo. Estas cosas son
rústicas, obsoletas, le decía con actitud despectiva. Quizá por eso se marchó joven de la casa de
su padre, y se avecinó con un buen ojo en los suburbios de la ciudad en
expansión. Levantó con mucho esfuerzo y
ciñéndose a las exigencias contemporáneas su casa de dos plantas, con un jardín
en el frontis de casa y otro interno para que juguemos sus hijos. El abuelo raramente nos visitó en aquel
lugar, en las contadas ocasiones que lo hizo, recuerdo que le sugirió a
papá. En tu patio se vería bien un
horno, papá sonreía al escucharlo y torciendo con displicencia los labios le contestaba. Esas son cosas de la prehistoria que ya no se
usan. El abuelo, que nunca se daba
fácilmente por vencido, le insistía.
Pero hijo, cuando desees hornear algún animalito, cómo lo vas a hacer,
además que en tu patio tienes bastante espacio para que hagas tu corralito y
críes tus animales. Casi siempre estas
conversaciones terminaban mal, papá se exasperaba y contestaba de mala forma al
abuelo. En qué mundo vive usted papá, esas cosas ya no tienen cabida en la vida
actual, si deseo hornear algo tengo mi horno a gas, el abuelo con sosegada
ingenuidad le replicaba. A mí esas cosas
no me gustan. Mi padre casi saliéndose de sus casillas le contestaba. Es que
usted vive alimentándose del atraso, no
quiere sacudirse de esas cosas que no sirven, el abuelo se quedaba meditando
antes de responderle. Quizá haya algo de
razón en lo que dices, pero de una cosa
sí estoy seguro, que si no fuera por nosotros los viejos nada de esa mierda que
adoras existiría.
Papá
murió atrapado en medio de esa fantasía de la modernidad, que en treinta siete
años nos ha traído hasta el teléfono celular con pantalla incorporada, a la
inmediatez en cualquier parte del mundo, al internet y al microondas y a los
misiles inteligentes que matan cantidades de hombres.
Todo
vestigio de oscuridad va cediendo ante el nuevo día, una tanda más de leña y
suficiente; dentro del horno los trozos de leña que arden han adquirido un tono
de rojo ígneo e impelen la fuerza de su calor.
Papá
no pudo llegar a ver dónde nos trajo su dios, la supuesta modernidad,
terminamos siendo consumidores del fausto tecnológico, dependientes de éste,
sin llegar a entender cuál es nuestra real necesidad de él. Todo ese oropel, bombarda psicodélica para
barnizar al hambre, la miseria, el atraso de las tres cuartas partes de la
población del mundo. ¿Qué gas? Cuando los humildes nuevamente tienen que volver
sus ojos a la leña, el carbón para poder cocinar sus alimentos; por eso hoy
hasta los cajones inservibles de embalar fruta tienen precio.
Son
ya las seis de la mañana, tiendo con un fierro largo las brasas dentro del
horno, para que el calor sea uniforme en el interior. Para mí ha sido una
alegría volver a esta casa, claro que debo decir que nunca pensé hacerlo, creía
que sólo estaba perdida en mi recuerdo. Pero ha sido la necesidad, me contó
madre que enfermaste papá, sumado a la crisis económica, la inflación, después
la recesión, así que tuvieron que vender la casa, el baluarte de tu
orgullo. Para afrontar los gastos de la
enfermedad, pero igual te fuiste. Así
que la familia se vino a la casa que los abuelos dejaron, que había estado
abandonada, la modificaron en algo para hacerla habitable, levantaron otro
horno tomando en cuenta los patrones del que tú levantaste. Después he llegado, sacudiéndome los muchos
años de encierro, pero aún logro respirar algo de tu espíritu, abuelo, y de la
magia de mi infancia. He calentado el
horno para asar tres conejos, que venderé para ganarme un dinero, aparece
madre, preguntándome:
-Ya está listo
el horno?
-Sí.
-Entonces
ayúdame a traer las fuentes.
-Voy.
Este
es el presente, mi presente, me pongo de pie y sé que estoy volviendo a
empezar, sonrío, en mi interior agradezco al abuelo por lo que nos enseñó.