Cuando el
sol ya empezaba a crecer los árboles en sombras gigantes, nos recogimos camino
a la casa de don Grimaldo Linares.
Don Grimaldo,
viéndonos encaminados hacia ese lado, nos esperaba en el patio de su casa; y no
bien mostramos la cara, salió preguntándonos por el animal. Entonces por la
urgencia que llevábamos, Gumercindo Contreras, esposo de la cuñada de don
Grimaldo Linares por el lado de su primera esposa, salió al frente y le
explicó, paso a paso, de cómo el animal nos había burlado, escapándose por el
lado derecho del cerro, cuando ya lo teníamos en la cueva. Recién acabada la
noticia, nos dejó pasar a su corredor. Pero antes que don Grimaldo terminara de
descargar sobre nosotros toda la sarta de su cólera, llegó Juandico haciendo
chispas; y, sin antes fijarse en los que estaban allí, soltó su lisura.
-Ustedes ni
huelen los aprietos que pasa uno caminando solo por el monte.
Y don Grimaldo,
que ya estaba contrariado desde la noticia, se agarró de eso. Hasta de su casa
quería largarnos si seguíamos faltándole el respeto. Se ha apaciguado sólo
cuando disculpamos la mala crianza del Juandico; aunque con todo llegó a decir
todavía.
-¡Pero cómo
se te ocurre meterte en el monte, sabiendo que no estás hecho para cosas de
hombre, Juandico!
Entonces
éste, más rabiado aún y haciéndole la contra, siguió con el asunto.
-No estaría
aquí, mirando la mala traza que llevan todos ustedes si a esos arrieros no se
les ocurre pasar por el camino de enfrente.
Se hubiera
alargado la riña si Jacinto Guerra no los calla diciendo:
-Oye,
Juandico, tus cuentos nos cuentas el día domingo que no tenemos en qué
ocuparnos. Ahora no estamos para cuentos.
Allí, ciertamente,
nadie estaba con las ganas de estar atendiendo quejas. Ya todos estábamos con
la paciencia que se nos iba del cuerpo. Tampoco teníamos de qué hablar más que
de la salida de hoy. Por eso terminamos rápido con los acuerdos y cada cual
salió para su lado. Nos juntaremos en la
esquina de Aurelio Ramos antes que aparezca el sol: dijimos para terminar.
Pero antes todos habríamos pensado para eso: Estos animales son vengativos cuando no se logra terminar del todo con
ellos; y éste hará la misma cosa, esta noche, por la correteada que le dimos.
Ayer
correteamos hasta no poder levantar nuestras piernas. Eso fue el pago a la
ocurrencia del Juandico. A ese opa se le
ocurrió soltar la piedra en la cueva donde el animal estaba durmiendo. Por eso
el maldito se zafó, por encima de todos nosotros, como riéndose. Ni siquiera
don Augusto tuvo suficiente tiempo para lacearlo.
Allí lo
habíamos encontrado siguiendo el rastro que había dejado al largarse de la casa
de los Contreras, llevándose un carnero. Eso pasó cuando recién el sol empezaba
a calentarnos el cuerpo y desde esa hora estuvimos buscando al maldito por todo
el resto del día. También mucho antes de la doce, se le ocurrió al Juandico
extraviarse de nuestro lado. Cuando estábamos en medio monte nos dijo, así como
burla.
-Aguanten un
rato, voy a bajar de peso.
Y nosotros,
tomando por gracia sus palabras, alargamos con el camino hasta salir de lugar.
Recién
cuando nos recogimos acompañados, luego de la reunión en la casa de don
Grimaldo Linares, me contó con la voz que se le caía de vergüenza.
-El mañoso,
al verme solito, se me vino encima; y, luego de tumbarme, se subió sobre mí con
todo el peso de su talego.
Y sus
compañeros, que ni siquiera sospechamos, maldiciéndole al pobre desde la raíz
de los abuelos. Creíamos que se había recogido hacia su casa por flojo.
-El rato que
me tumbó para montarse, perdí toditito el pensamiento. Y después, dándome
cuenta que solamente se trataba del animal ése, quise guapear; pero al mala
maña se le dio por darme de manotazos en la cabeza hasta quitarme el poquito
valor que había reunido hasta entonces.
Con eso me
vino a la memoria el viejo Juvencio y mi finado abuelo conversando, la tarde de
la vez que lograron cazar al animal más grande que se vio en el pueblo, estando
yo aún muchacho: Los pumas son como los
gatos de juguetones; por eso hasta se montan en uno cuando lo pescan solo.
Al cual el viejo Juvencio respondió: Pero,
don Gabino, el secreto está en nosotros mismos; lo único que hay que hacer es
esos menesteres, es soltarse un pedo largo y grueso, y se verá cómo se largan
apuraditos.
-¿Y el mal
olor para largarlos, Juandico, no te salió?
Me acuerdo
que le dije.
-También, entrando en mi razón después de los manotazos,
solté uno de ésos. Pero el desgraciado, en vez de largarse, me cosió el trasero
con sus largas uñas. Y, viéndome que gritaba como para que ustedes escucharan
si andaban por ahí cerca, salió haciéndome la misma cosa en la boca. Entonces
comprendí que no había otro remedio que estarme allí, aguantando todo el peso del
maldito; hasta que aparecieron los arrieros, por el camino de enfrente,
arreando el atajo de mulas. Sólo así se bajó de mi encima el perro y fue a
perderse detrás de los árboles; y yo alcancé el “Jesús” que desde hacía rato
quería pronunciar.
Así, con el
cuento, habríamos caminado buen trecho sin darnos cuenta –con los pensamientos
hasta los pasos se acortan- ; por eso, para saber si aún andaba junto al
Juandico, le dije casi gritando.
-¡Hasta los
animales se burlan de nosotros sabiendo que somos puros viejos, Juandico!
Pero él ya
no estaba allí. Sólo en la oscuridad que ya ocultaba el camino, escuché que me
decía como en secreto.
-Así es, don
Rosalino…
Entonces, ya
cada cual seguíamos el camino a nuestras casas. Y yo, sólo con mi pensamiento,
me vine a preparar mi alimento. Es que, durante el santo día, no pusimos nada a
la boca, más que el puñado de coca antes de comenzar con la búsqueda. Esto de
cazar a los dañinos es cosa común para nosotros. De tiempo en tiempo aparecen
en un pueblo. Unos afirman que vienen del lado de la selva; otros, que salen
del los grandes precipicios de la sierra alta. Vengan de donde viniesen, la
cosa es que la gente se sobresalta no bien se le menciona. Nuestro miedo no es
solamente por los animales que pueden comerse, también es por nosotros mismos.
Hubo épocas en que estos dañinos no sólo atacaron a los animales, sino a las
mismas personas. Por eso nuestras autoridades de inmediato llaman a una
asamblea para denunciar el problema y determinar la fecha de la matanza. Aunque
eso de fijar una fecha no sirve. Estos malditos, cuando se cita un día para
cazarlos, dejan de hacer sus travesuras o se largan a otro pueblo. Y sin tener
una prueba, son difícil de ubicarlos. Lo de ayer nunca nos ha sucedido. ¡Cómo
son los años! No tener suficiente valor para correr y dar alcance al animal
ése. En fin, será la edad o tal vez la pobreza en que vivimos últimamente. A
decir verdad, ésta es la segunda oportunidad que dejamos escapar a un dañino.
La primera fue la vez que encontramos en la quebrada de Killas, una pareja de
éstos. Aquella fecha salimos temprano como ayer. Los malditos los encontramos
aún durmiendo sobre el resto de paja de cebada –en esos días no había llovido-.
Primero los rodeamos en silencio y luego les prendimos fuego por todos los
costados. Recién cuando la candela les tocó la nariz abrieron los ojos y se
pusieron rápido de pie. Quisieron guapear, intentaron zafarse, pero se
humillaron: éramos bastante y estábamos bien armados.
-Hay que
echarles lazo a estas inocentes criaturas.
Sentenció
don Pedro Antonio y laceó a la hembra; y el macho, todo asustado, empezó a
maullar.
-No te
pongas celoso, nariz ñato, don Pedro sabe respetar lo ajeno.
Agregó
Sinforiano Vega e hizo que reventáramos en una carcajada. Pero en ese preciso
instante de la risa general, el macho atropelló y logró salirse. Entonces,
dejando allí a la hembra con la soga al cuello, partimos tras el animal. Los
primeros le dieron alcance en las alturas de Chukara y lograron orientarlo
hacia la quebrada. Los más viejos nos unimos ya en Marku pampa. A eso de las
cinco de la tarde, el animal ya no daba más. Tan solamente trotaba.
-¡Hacia el
río, hacia el río…!
Ordenaron
los de la punta y hacia ese lugar avanzamos, hasta ponerlo entre el río y
nosotros. Sin embargo, el maldito, al verse acorralado, hizo el último
esfuerzo: se impulsó sobre sus patas traseras, alzó su inmenso cuerpo al aire y
cruzó el río grande de un salto. Y nosotros nos plantamos con los pies sobre la
arena húmeda. Vadear a esas alturas era imposible: estábamos en el mes de
febrero y el río llevaba bien cargada sus aguas. Sencillamente nos miramos unos
a otros sin saber cómo explicarnos. Hasta las palabras se resistían a salir. En
cambio él, luego de pararse un rato y mirarnos, empezó a subir la cuesta de la
otra banda, despacio.
Pero allí no
nos quedamos conformes: cada cual agarrábamos nuestros manojos de paja
incendiada y lanzamos hacia la otra orilla. Hasta que alguien logró hacer cruzar
el fuego. Por eso Wichinka comenzó a arder. Y ardió noche y día durante cuatro
meses íntegros, oliendo a carne asada. Allí murieron muchos animales. ¡Los
justos pagaron por los pecadores! Y según cuentan, los ciervos y venados
llegaban a los pueblos del otro lado del inmenso cerro, gravemente heridos:
unos con el cuerno a medio quemar; otros, con los ojos reventados. Y los niños,
afirman, se jugaban con ellos a los toros o se ensayaban a montar a caballo.
Las gentes de ese lado, dicen, no supieron qué hacer con tanta carnada ese año.
Hoy día
teníamos que salir temprano, tal como habíamos acordado en la casa de don
Grimaldo Linares. Sin embargo, no lo hemos hecho. Solamente Sinforiano Vega
madrugó y trajo el aviso de que hoy día descansaríamos simplemente. Me parece
que en esto han tenido razón: amanecimos con las piernas que ya no pueden más.
Pero ayer
tarde, todos anochecimos con las ganas de joderlo al desgraciado. Lo único que
nos hacían desconfiar eran nuestras propias piernas. Eso nos preocupaba, porque
no habían aguantado durante la correteada. Es que, como dicen los viajeros que
llegan casi a diario, somos viejos nomás en el pueblo. Todos pasamos de los
sesenta para arriba. Los más muchachos son difíciles de encontrarlos acá. Están
en las ciudades grandes buscando trabajo. Estando también ellos, no habríamos
desperdiciado el día de ayer para despellejarlo al mañoso. Pero la escasez que
reina en este pueblo, hace que los muchachos encaminen sus pies hacia otros
lugares. Los pedazos de tierra que debemos sembrar, no bien asome el aguacero,
no alcanza ni para la fuerza de los viejos que quedamos. Los jóvenes sobran en
este pueblo maldecido. Por eso se van a otros lugares a trabajar para gente que
ni siquiera conocen. Esto de salir tiene sus cosas: muchas veces los hijos
vuelven tristes; otras, ni se aparecen. Cuando regresan sanos, hablan de
nuestras situaciones con las noticias que traen desde esos lugares. Entonces,
aún en el corazón de los más gastados, hay ganas de seguir viviendo todavía; y
los disgustos hacia los principales renacen, se multiplican. Pero estos
muchachos se vuelven a ir, no bien acaba la fiesta grande del pueblo, a seguir
gastando sus fuerzas. Sólo cuando ya no pueden con esos trabajos vuelven a sus
lugares y se quedan sembrando la poquita tierra que encuentran. Así mantienen a
sus mujeres, crecen a los hijos que pronto también salen por el mismo camino
por donde se fueron primero los abuelos y luego sus propios padres. Así es este
pueblo. Y, día tras día, se nos acaba la tierra. Por eso los más ancianos hasta
ya queremos largarnos cuanto más antes de este mundo, para dejar el pedazo de
tierra que ocupamos con nuestras viejas. Pero antes de irnos como corriendo, lo
único que hacemos, en los días de descanso, es sentarnos a la puerta de
nuestras casas, como estoy ahora, y mirar la cuesta del camino grande que sube
como culebra, pensando que tal vez, derrepente, los hijos vuelven antes de tiempo trayendo nuevas
esperanzas. Sin embargo, el animal no aparece, tampoco hay noticias de los hijos
hoy y el día se va ya muriendo todo teñido de rojo por el sol del poniente.
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