Mañana cuando el sol
alumbre la cima de Markaqasa,
me estaré yendo.
Desde el florido alfalfar de
Chukara,
por la única calle
Pichqaqucha,
me estaré yendo.
Me estaré yendo:
Markaqawallay ñawpa llaqta,
Qalanqallay quri qullqi,
Markupampallay sarapa maman.
-Espera un
poco, Florentino.
Dice mi compañero
que viene como arreándome desde hacía buen rato.
Yo volteo la
cabeza y veo que pone su alforja, que traía colgada en el hombro, al rincón del
camino y se dirige hacia la otra orilla a descansar.
-Es fuerte
la fuerza del lado del pueblo que viene aguantándonos.
Todavía dice
Alejandro poniendo sus manos en las caderas. Entonces, comprendiendo que quiere
descansar, regreso hasta donde está, para poner mi bulto en el mismo lugar
donde guardó su alforja. Yo no llevo mis cosas en alforja. Es un costalillo el
que contiene mi encomienda. Además no es mucho lo que llevo conmigo.
-Así nos
encaprichemos, no podemos llegar de largo hasta la misma cumbre. Queda aún para
seguir caminando.
Vuelve a
decir mientras yo llego, con la mirada hacia el mismo lugar a donde miran sus
ojos, para ponerme a su lado. Al pararme junto a él me doy cuenta: lo que miran
los ojos de Alejandro es la piedra grande, blanca como tambo de arriero en la
época aguacera sentada al filo de este camino que conduce a no se sabe qué
lugares.
-Tomando
aquí un poco de aire ablandaremos la subida. Esta cuesta que se aconchaba con
la fuerza del lado del pueblo no deja avanzar.
Nosotros dos
venimos caminando desde el momento en que el sol apareció por el abra de
Qaqachaka.
Luego de
varios días de venir postergando el viaje, salimos por fin esta mañana. Con
Alejo teníamos acordado desde hacía tiempo: Vámonos
hacia el lado de la capital de departamento.-Me había dicho, todavía la vez
que trabajamos juntos en la limpieza de la acequia grande –Por el lado de la Costa ya se fueron muchos, aunque por allí te hubiera
ido mejor en la paña de algodón. Pero a estas alturas, ya no hay conveniencia
por ese lugar.
También ayer
por la tarde nos han dicho: Váyanse
nomás, en el pueblo ya no hay vida para los muchachos. Así nos dijeron y
nosotros les agradecimos. Es que en el pueblo hasta los trabajos se acaban no
bien estás agarrándote el gusto. En las ciudades es otra cosa según dicen: Allá se trabaja a gusto –afirman- aún sabiendo que no es para uno lo trabajado.
Por eso nos vamos hacia el lado de la capital. Las necesidades que se tiene en
este pueblo olvidado es la culpable para que uno agarre el capricho de
largarse.
-Espérate,
vamos a probar suerte en esta piedra que guarda el secreto de los caminantes.
Y recoge una
piedra pequeña. La envuelve con su aliento, acariciándola con las dos manos.
Luego la tira suavemente hacia encima de la grande que miramos desde la parada.
La pequeña piedra recogida del camino llega hasta la misma punta que parece
chocar con el cielo. Allí pierde fuerza y se mueve sólo en remolinos. Ahora se
queda casi tranquila y da una media vuelta rápida para venirse hacia abajo,
donde están las otras como puestas de cuña en la base.
Cuando llega
al suelo, Alejandro se ríe y vuelve a recoger para que la tire yo.
-A este
lugar lo nombran “Subida de Toldorumi”, por la piedra. Aquí se sabe lo que
vendrá después con los días. Los arrieros tiran para saber si sus mulas vuelven
con buena carga, mientras los que se van en busca de trabajo, para ver el
tiempo de su ausencia.
El regreso debe ser una esperanza
cuando se está lejos del pueblo. Se me ocurre pensar. Pero no confío a mi compañero
lo que se me ocurre.
Alejandro me
alcanza la piedra y sigue:
-Cuando la
piedra se queda allá arriba, demora el regreso. Pero cuando cae hasta besar el
suelo como esta vez, vuelve pronto, si es posible con la alforja vacía.
A veces en
el pueblo, cuando todavía se sabe lo que cuesta vivir de pobre con lo chico que
es uno, se piensa mal de los que se van. Inclusive se les maldice viendo que
los trabajos demoran en acabarse. Pero después, con los años, se llega a
comprender. A diario los padres se quejan: A
medida que los hijos crecen se necesita mayor tamaño de tela para enroparlos.
Tales cosas encaprichan. Entonces, a la hora de irse, se va uno ya sin mostrar
ningún sentimiento.
-Llegar a la
plaza del pueblo es fácil. Hasta los pies apuran solos. La cosa es cruzando el
puente. A partir de allí los pasos se te hacen pesados y el cuerpo se suaviza
hasta ponerte aguanoso de pies a cabeza.
Comentó
Alejandro varios días atrás. Y hoy dice a esta pereza para seguir adelante que
es la fuerza con que aguanta el pueblo. Ahora parece ser cierto: después que
traspusimos el último tablón del puente que une nuestra tierra con esta otra
que venimos pisando más con la punta de los pies que con los tablones, empezó
el cuerpo a traicionarnos –al menos en mi caso fue así- entonces a cada momento
me venía las ganas de descansar, de sentarme siquiera un ratito. Sólo el capricho,
que era aún más fuerte, me obligaba a seguir los pasos de Alejandro. Por eso
también él, viendo que venía algo rezagado y sin ánimo, hizo que caminara por
su delante.
Igual me dí
cuenta desde la mañana: a medida que veníamos avanzando, las cosas que abandonamos
fueron poniéndose pequeñas. Y, descansando en el codo de más allá de la Aguada
del Cura, sólo vimos las casas del barrio de Pichqaqucha como puntitos
pequeños, como nudos de rosario, orillando el camino grande. Ese mismo rato que
miramos las cosas de esta manera me resbalaron las lágrimas, y Alejandro
riéndose me dijo:
-Hombrecito,
varoncito en tu tierra, ya veremos más adelante. Guarda tus lágrimas para
después. No empieces temprano.
Alejandro
siempre vino hablador desde que partmos. En cambio a mí ni los descansos me
hacen bien. Voy algo desganado. Y no sé si el cansancio o la tristeza que llevo
dentro me quitan el valor. No tengo ganas ni siquiera para decir una palabra.
Lo que es Alejo, ya es un maestro en esto de salir. Todos los años deja la
tierra y vuelve en tiempo de cosecha. Yo soy nuevo en estas cosas. Eso también
puede que me desanime. La primera vez que me han dicho para salir, hasta los
huesos me temblaron. Pero el hambre que se sufre en esta tierra, poquito a poco
fue convenciéndome, y venirme por fin esta mañana.
-Estando en
tierra extraña, Florentino, no hay que perder la costumbre de estar agrupados.
Dice
Alejandro, ordenando su alforja.
-Siempre hay
que vivir en grupo. Juntarse con los paisanos que trabajan en las minas o las
fábricas enseña bastante. No importa de dónde sean. Ellos son pobres como
nosotros pero están bien enterados de las cosas que suceden y saben de cómo
hacerse respetar. No te confíes, muchacho. Es igual con los mandones en
cualquier parte. Siempre están buscando como agarrarlo desprevenido al pobre.
Sin embargo, tiemblan viéndote en grupo. Por eso hay que estar unidos, como
paridos por una sola madre.
Ya los dos
tenemos los bultos levantados, para seguir caminando.
-Ahora sí
llegaremos de largo hasta la misma cumbre. Pero Florentino, no me pongas la
cara de viernes santo viendo que ahí acaba todo. Estando en la cabeza del cerro
sólo veremos al guardián de los nuestros; al grande Uqulla, de igual a igual,
como si fuéramos de su mismo tamaño. Porque, a partir de allí, todo es bajada.
Entonces, cielo y tierra empiezan a juntarse para ocultarte de las cosas que
dejas atrás.
Todavía dice
Alejandro. Pero esta vez, es él quien ha tomado la delantera.
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