SOMOS DE CHUKARA

El que de vosotros esté sin pecado
Arroje contra ella la piedra el primero.
San Juan 7.32.8 .
-Son muchos este año los matriculados- nos dice el maestro mirando al hijo de Victoria Cáceres que acaba de romper el trompo de su amigo. Entonces me acuerdo:
Pasando los carnavales, estábamos en plena cuaresma. Justamente al mes que diera a luz Victoria Cáceres.
Con lluvia y con sol amanecía el pueblo esa mañana cuando llegamos. Sí, cuando llegamos; porque solamente los días de fiesta está la gente en este pueblo. O, en las horas de escuela, el maestro y los alumnos. Después, no hay nadie. Todos se van a sus barrios hasta sin ganas de irse, mirando hacia atrás nomás. Y el pueblo como barrido por el viento de agosto.
Nosotros somos de Chukara. Un lugar pequeño, rodeado de cerros altos, donde crece el maíz día y noche. Somos de ese lugar no muy cerca del pueblo. Por eso en las tardes, en Chukara, después del trabajo, los mayores comentan: Sólo el cedro del centro de la plaza arde en los días de sol. Sólo don Enrique Caminada se condena solo en el pueblo. Ni siquiera el maestro permanece allí. Se va, terminadas sus clases, como huyendo, a otro pueblo vecino. De ahí que nosotros, los escolares, teníamos miedo hasta de venir a la escuela.
-Cuando muchachos no éramos tanto, pero éstos no sé donde van a acabar con sus curiosidades.
Éramos traviesos y nos gustaba faltar a la escuela. A propósito esperábamos el tiempo, mirando la sombra del Qaqachaka, para decir que nos habíamos hecho tarde. Hasta culpábamos a nuestras madres de la tardanza. O, si íbamos, nos quedábamos jugando en la esquina de Pachaspata, y cuando menos esperábamos, ya el sol había borrado la sombra de Qaqachaka de rincón a rincón. Entonces nadie decía nada a nadie, todos callábamos nuestro silencio amiguero.
Qaqachaka, cerro alto y reloj natural de los escolares, da espaldas a la aurora.
Los más viejos, que durante la época de lluvias ya no pueden salir del pueblo, dicen que cuando en uno se afinca la vida del pueblo no le importa quedarse durante cualquier tiempo. Eso pasaba conmigo cuando muchacho. Por eso durante las vacaciones me quedaba siempre, junto al río, sembrando nuestra chacra; viniendo al pueblo por navidad, el año nuevo, los carnavales, rogando o desobedeciendo a mis padres; aceptando las exigencias de mi madre para confesarme por la cuaresma aunque para ello tuviera que ayunar los miércoles de ceniza y recibir el azote los días viernes a las cuatro de la mañana, y oír decir para consolarme: Hay que sufrir en estos días de guardar, acompañando los sufrimientos de Cristo durante su pasión y muerte.
Pero ahora quien podría decir por qué fuimos a la iglesia esa mañana habiendo llegado tarde a misa, y todavía solos. La cosa fue que, cuando entramos, Victoria Cáceres estaba parada delante de la presidenta de la Hermandad de la Virgen del Carmen con su hijo a la espalda; mientras el párroco, desde el púlpito, decía rabiando: Las mujeres que dan hijos naturales jamás verán el rostro del señor. Por causa de ellas cae la granizada al pueblo casi a diario. Los hijos ilegítimos, nacidos fuera de la ley de Dios, están condenados a ser desgraciados en ésta y en la otra vida. Para ellos no habrá nada en esta tierra, y hasta la hora de sus muertes maldecirán a sus madres por haberlos traído a este mundo. Y en el resto de la iglesia reinaba un silencio de muertos y nadie parecía comprender la situación. Sólo ojos asustados miraban a ojos recelosos como no queriendo revelarse el secreto. Entonces, comprendimos lo que decían de ella meses atrás, los que parecían saberlo todo: La Victoria está que engorda. Caray, debe de estar comiendo algo. La Victoria, dice, no quiere comer nada. Estará pues recién llenadita. ¿Será del pueblo el padrillo? Quién sabe, hombre; aunque estas muchachas parecen estar cansadas con los del pueblo; están como las perras atrayendo extraños.
El párroco seguía rabiando: Por faltar a los sacramentos de nuestra Madre Iglesia y para que las mujeres de este pueblo escarmienten hacemos estas cosas. Y la presidenta de la Hermandad arrancó del cuello de Victoria Cáceres el escapulario de la Virgen del Carmen. Entonces hubo lágrimas, aunque no sé de qué modo; lo cierto es que lloramos, porque en ese instante estaba la imagen de Victoria Cáceres, de su hijo y de nosotros, los curiosos, que estábamos allí sin saber si éramos hijos de padres casados y porque pensábamos  que la Victoria, de ahí en adelante, ya no tendría a nadie para que la ampare de las desgracias  y que, convirtiéndose en maligno, andaría asustando a la gente o tal vez comiendo criaturas en el pueblo. Por eso decidimos todos los curiosos regalarle nuestro escapulario que llevábamos colgado al cuello.
Algunos años más tarde, todos crecimos en el pueblo. Ya no veníamos a la escuela ni mirábamos la sombra del cerro como cuando éramos escolares. Es que ahora sólo descansamos en la esquina de Pachaspata, de regreso del pueblo, sudados por la cuesta del camino. Tampoco llevamos escapularios ni la Victoria trae granizo pegado a su hijo.
Hoy estamos en el pueblo por ser día de fiesta.
Pero los alumnos siguen jugando al centro de la plaza es este veintiocho quemante –se espera que el Gobernador llegue desde su barrio, para dar inicio al desfile escolar- y yo, más que espero, miro al hijo de Victoria Cáceres que está riéndose luego de haber roto el trompo “extranjero” de su amigo. Y Faustino Huaraca que también está junto a nosotros en el segundo piso de la escuela de mujeres, dice:

-Este hijo de nadie parece más gente que los legítimos de nuestros principales.

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