EL REGALO


Oscar Gilbonio

En una barriada levantada en las faldas de un cerro pedregoso, se yergue como un trémulo blasón la chocita de Pedro, toda de esteras y maderos estacados en la escasa tierra, heridos por la acción de los afilados rayos del sol y la insaciable voracidad de las polillas. Pedro vive con su madre y dos hermanos menores, tan delgados como él. Sabe del  denso y paupérrimo tejido de la vida y los tiempos difíciles.
Su padre estaba ausente desde hace tres años: se lo habían llevado una noche cinco sombríos hombres por razones que entonces el niño desconocía. Este suceso trastocó sobremanera la existencia del hogar: su madre pareció retornar a la niñez y volverse frágil. Una foto, una prenda o el más simple objeto de uso del prisionero eran capaces de sumirla en el recuerdo palpitante pero duro. Pedro en ocasiones la había sorprendido sollozando ahogadamente y con el lustro de su inocencia la consolaba con ternura.
-¿Quién te hizo daño, mamita? Dímelo, yo le pego...ya no llores.
Ella le respondía desbordando en abrazos: todavía no comprendes, hijo mío- y apretujaba a sus tres vástagos como polluelos en su regazo.
            Con el tiempo, mes a mes, la madre fue recobrando su antigua lozanía. Algunas miniaturas labradas en hueso y epístolas entrañables conformaron su tesoro. Se posaban en su corazón como burbujas ahítas de la presencia del esposo ausente.
            En aquellos tiempos la visita de pequeños a la prisión se admitía cada tres meses y por diciembre correspondía la última del año. Pedro se propuso regalar algo a su padre y pensó que debería ser producto de su propio esfuerzo. Entonces, con su particular entusiasmo infantil salió a ofrecer sus caramelos, como lo hacía a diario, con su viejo morral sobre la espalda.
            Había quienes le impedían subir al bus diciéndole: -“Ya se te adelantaron, acaba de subir otro vendedor”,- o simplemente- “No subas, chibolo, espera otro bus”. Pero él no se amilanaba, volvía a intentarlo y cuando lograba pararse, ante decenas de miradas, iniciaba su acto declamando: “Señores pasajeros, he venido a cantarles unas cuantas canciones, espero sean de su agrado
            El rasqueteo de las conchas de abanico, el agudo vibrar de su canto y el zarandeo del transporte se combinaban para conmover corazones y lograr que “una mano en el pecho y otra en el bolsillo derecho” se dignara a comprar un dulce.
            Este es mi trabajo, damas y caballeros, en vez de estar robando así me gano unos centavos para llevar un pan a la boca de mis hermanitos y ayudar a mi madre, pues tengo preso a mi padre
            La imaginación de algunos oyentes discurría ligera y comenzaban a producirse conjeturas: ¿estará diciendo la verdad?, ¿será su padre un ratero?, ¿y si éste ha salido igual?
Respetable público, no vayan a pensar mal, mi padre está preso a causa de sus ideas
¡Pero qué chiquito tan parlanchín!- exclamaban algunos pasajeros asombrados. Él aprovechaba para insistir con ojitos pedigüeños: ¿me colabora, señor… joven…señorita?
Así transcurría el día, yendo y viniendo, trepando un microbús y otro para conseguir un escenario a sus ventas como lo hacían miles de niños en la extenuante capital. Al atardecer se devolvía a casa y encontraba a su madre planchando las prendas ajenas que había lavado durante el día, por una paga, y que debía entregar a sus dueños.
-Mami, esto gané hoy- entregaba el dinero. Y para la ocasión agregó: pienso comprarle un regalo a papá, ¿me das algo para ir juntando?
La madre meditaría unos segundos antes de indicarle “El mejor regalo para tu padre no es lo material sino saber que estás siendo responsable; pero claro, si deseas hacerlo, veremos qué puede ser”. Y le extendió una moneda plateada.
Día tras día, Pedro fue acumulando un pequeño capital y en la víspera del día de visita contó ocho soles. Se dirigió al mercado y pregunto:
-¿Cuánto cuestan esas zapatillas, señorita?
-Doce soles.
-¿Y esa camiseta manga larga?
-Once.
-Dígame, ¿y ese conjunto deportivo?
-Diez y ocho.
            Pedro no preguntó más y regresó pensativo a casa: “con algo más me alcanzaría para la camiseta”. Encontró a sus hermanos jugando con los bloques de madera que su padre había elaborado y que se convertían en autos, volquetes, casas o puentes, según la fantasía de los chicos.
De súbito se oyeron alaridos infantiles en la casa vecina. Pedro y sus hermanos se quedaron pasmados. Los alaridos empeoraron y hasta infundían un ambiente de pavor general. Pedro, como hermano mayor, sintió unas ganas furtivas de hacer algo, y más cuando recordó las palabras de su padre: “Hijo ante un problema no vale quedarse con los brazos cruzados, tampoco desesperarse, sino buscar una solución”.
Todo breve, corrió hacia la choza contigua y tras empujar la puerta de listones de madera descubrió a sus vecinitos en una dolorosa escena: el mayor quién sabe en qué travesura se había roto la cabeza y la pequeña no atinaba sino a llorar desesperadamente ante el reguero de  sangre.
Pedro pronto avisó a la vecina de al frente y juntos llevaron al lesionado a la posta médica. Ahí controlaron el sangrado y limpiaron la herida. Era necesaria una sutura y no todos los medios requeridos estaban disponibles. Hacía falta el hilo y la anestesia. Algún familiar o amigo debía correr por la compra.
Pedro palpó las monedas en su bolsillo, pensó en el regalo, observó al herido. Y decidió finalmente.
Al siguiente día, cuando el padre escuchaba atento, pegado a las mallas del locutorio carcelario, la versión de la madre acerca de los sucesos del día anterior, el rostro de aquel hombre, curtido ante lo injusto del aislamiento y las privaciones, se fue iluminando y, finalmente, estalló en un hálito de victoria.
Pedro recién disipó sus dudas. Si bien comprendía que había actuado con un fin noble, le afligía el no haber podido otorgar el obsequio de sus sueños. Ahora la sonrisa paternal lo alentaba. Al despedirse, deslizó sus manos por los barrotes y el padre le estrechó con las suyas y con suma devoción le dijo: “el mejor regalo que me has dado es saber que ayudas a quien lo necesita”
Pedro podía oír los propios latidos de su corazón emocionado.
El padre, en su celda, al abrir un pequeño paquete descubrió un par de medias deportivas con una nota que rezaba: “Aunque mereces mucho más, recibe este regalo como expresión de mi cariño. Tu hijo”