Todo comenzó con la sugerencia
que me dio mi amiga Silvia, quien por
aquel entonces era profesora de inicial. Me recomendó que Helena, mi menor hija, hiciera unos ejercicios de
estimulación temprana, que
consistían en colorear hojas donde estaban impresas siluetas de
animales. En ellas, había fotocopiado un pez, un león, una mariposa y un
elefante. Al entregármelas, me dijo:
—Manuel, el hecho de que garabatee es bueno para que
la niña desarrolle su capacidad intelectual.
Después de agradecerle, decidí poner en ejecución
dicha sugerencia. Al regresar a casa, le di a Helena las hojas impresas y una
caja de colores.
Mi mujer al ver lo que hacía me preguntó:
—¿No
te parece que es muy precoz para que esté pintando?
—No lo creo, ya que he hablado
con Silvia y me ha dicho que la estimulación
temprana ayuda a desarrollar su cerebrito, y, además, a que las interconexiones
neuronales se produzcan mejor; asimismo, el próximo año que vaya al nido eso
es lo que va a realizar.
Después de observar un buen tiempo las hojas y los
colores, Heleniza se decidió por coger los
lápices y rayar de forma aleatoria las hojas. Yo le iba sugiriendo el
cómo debía de coger el lápiz y le buscaba
un color adecuado para que pintase. El pez lo pintó de variados colores
sin respetar el contorno, pero el resultado era que daba la impresión de ser un
pez tropical, escondido en el fondo marino.
Con la figura del león recogió mi sugerencia y aceptó los lápices de colores que le fui dando, pintándolo entre un marrón
amarillento; como resultado el efecto no fue muy halagador, pero quedé satisfecho
para lo que lograba a su corta edad. En la figura de la mariposa explotó su creatividad. Al llegar al elefante,
tomé el lápiz plomo y se lo di;
apenas lo recibió, lo observó minuciosamente y luego lo tiró a un costado, desdeñándolo de inmediato. Luego,
cogió el lápiz azul y comenzó a garabatear sobre la silueta hasta gastar
la punta; aproveché la circunstancia para volver a darle el lápiz plomo, pero
ella lo rechazó y quiso volver a pintar con
el lápiz de color azul, cuya punta había
gastado. Al darse cuenta de que este último no pintaba, me lo dio para que le
ayudase a resolver su problema; entonces, procedí a tajarlo.
Restablecida la punta, ella volvió a pintar sobre el elefante con una obstinada
dedicación; cuando la gastó nuevamente, volví a insistir en darle el lápiz plomo; al querer recibirlo, le ofrecí el de
color marrón, pero ella estaba
renuente a seguir pintando con cualquier otro color que no fuera el
azul. Entonces, yo le dije:
—Helenita, los elefantes son plomos.
Y ella de inmediato
me respondió con una de sus palabras preferidas:
—Mamamagi. Para la ocasión, esa palabra equivalía a
"mamá, mira que mi papá no me deja".
Mi
mujer intuyó que algo estaba molestando a Helenita, por lo que me dijo:
—¿Amor, ¿qué está pasando?
—Nada, sino que está pintando al
elefante de azul y yo le quiero enseñar
que es plomo.
—Déjala que lo pinte como
quiera, lo importante es que lo haga.
—Sí, tienes razón. Pero para mí refunfuñé:
—
¡como
si fueran azules!
Pasado un tiempo le volví a dar algunas hojas;
dibujaba de manera abstracta, por lo que deduje que cuando creciera desairaría
lo figurativo. Entre todos sus garabatos, destacaba una figura rechoncha, azul, con algo que parecía ser un elefante.
Pero aquel entonces no le prestaría demasiada importancia al asunto hasta
que ella comenzó a ir al nido donde Silvia trabajaba y donde le volvieron a dar
las figuras impresas, las mismas que pintó aquella primera vez; cuál no sería mi sorpresa al ver que volvía a
pintar al elefante con el color elegido que invariablemente era azul;
las otras figuras eran de distintos
colores, pero en el elefante el color elegido siempre era azul.
Entonces, decidí comprar una enciclopedia con fotos de animales para enseñarle de qué color era cada uno de
ellos, comencé a mostrarle los diferentes colores y a compararlos con
sus dibujos hasta llegar al elefante que en
las fotos lucía de color plomo terroso. Entonces, le hice recordar que
los elefantes no eran azules. Mi hija no le dio mayor importancia a lo que
hablamos, y siguió hojeando el libro. Pasados los días y siempre que podía
seguía pintando los paquidermos de color azul, lo cual me producía una profunda
desazón. Al quedarme intrigado por tal preferencia pictórica y en vista que no
podía darle alguna explicación lógica, fui a ver a mi amiga Carola, que era
psicóloga infantil con tendencias psicoanalíticas. Fue ella la que me dijo:
Mira, Manuel, nosotros en nuestros sueños reflejamos
nuestras inhibiciones, y en la tierna edad
de tu hija el espíritu de rebeldía aflora ante una prohibición, seguro
que le has dicho que los elefantes no son
azules, entonces ella te demuestra que no está de acuerdo y los seguirá
pintando de ese color; lo mejor es que la dejes y no le des mayor importancia
al asunto. Ya ella sola irá descubriendo que los elefantes no son azules, pero
si tú la hostigas reiterándole que son de tal o cual color, la niña seguirá en
sentido contrario.
Bueno, después de ello, saqué
en conclusión que tenía una rebelde
en potencia y lo segundo era que debía darle todas las figuras a pintar menos
la de los elefantes.
Al pasar los
días, mi hijita fue mejorando su lenguaje y su capacidad pictórica, pero para
asombro mío, al traer del colegio sus dibujos había vuelto a pintarrajear al
bendito elefante de azul. En aquel momento decidí ir donde el doctor Marcelo
Linares, oculista de la familia, para que revisara a Helenita y me dijera si
sufría de alguna enfermedad ligada al daltonismo, pero Marcelo, después de
examinarla minuciosamente, concluyó que no tenía nada. Después de ello me
espetó:
—Manuel, ¿Cómo haces para matar a un elefante morado?
—¿Qué?
—Sí, ¿Cómo haces para matar a un
elefante morado? —No tengo ni idea.
—Bueno, te consigues un rifle
para matar a un elefante morado. —¿Cómo
haces para matar a un elefante azul?
—Con un rifle
para matar elefantes azules.
—No, no puedes hacer eso, ya que no hay rifles para
ese propósito, porque no existen elefantes azules.
—Bueno, al menos en algo estamos de acuerdo.
—Mira, le
aprietas la trompa hasta que se vuelva morado, y allí le disparas con el rifle
para elefantes morados. Terminado de decir esto volvió a reír, risa que era
seguida por Helena y que no paró hasta que nos despedimos.
A la sazón fui
donde Silvia para que me pudiera explicar qué es lo que pasaba, y ella me dijo
que en el nido tenían por costumbre darles los mismos dibujos para que los
niños se familiarizaran con las tareas y, a base de repetir los ejercicios, los
padres pudieran ver los logros de sus pequeños. Entonces yo le enseñé la hoja
en cuestión en donde mi hija había teñido de añil al paquidermo; ella en tono
indulgente me dijo que no debía preocuparme, que Helenita había progresado
bastante en su ejercicio y que lo del color no era de importancia, puesto que los chicos copiaban los colores de donde los
veían y era posible que en algún sitio hubiera visto a los animales de ese
color. Comencé a buscar a los animalitos cianóticos; al primero pude
encontrarlo en el pañal que usaba; al segundo, en la manta con la cual la tapaban, y, por último, en el bello poncho que le había
comprado su abuela, que tenía mucho de esos animalejos camuflados por debajo de la capucha. Pensé que era
una conspiración contra el discernimiento de alguna corporación, seguramente
como los monopolios que nos venden los transgénicos, algo así como Popeye con
lo de la espinaca, o los pitufos azules, era meternos en el subconsciente que
los benditos animalitos pueden ser del color que nos dé la gana para vendernos
algún día gatos fosforescentes.
—Al comentarle el tema a mi mujer, ella me dijo:
—Manuel, estás llevando la cosa
al extremo, no voy a cambiar la marca de pañales, ni tampoco la manta, porque
tenga dibujos con animalitos azules. Y me parece una exageración que no quieras
que Helena use el poncho que es tan lindo porque tiene un insignificante elefantito azul.
Al pasar el tiempo, fui descubriendo que el mundo
infantil es -taba poblado de seres de colores tan diversos como extraños; llegué a ubicar un dinosaurio melón, una pantera
rosa y hasta Dumbo era azul. Era muy difícil que mi hija entendiese que
el mundo de la fantasía no era el de la realidad; además, aunque yo pintaba de
forma realista, el abstracto dominaba al mundo, ¡maldito Kandinsky!, así que
la llevé al zoológico para que viera a los animales. Llegamos donde el
elefante y ella pudo apreciarlo en todo su esplendor, escuchar sus bramidos y ver su enorme elegancia al desplazarse; ese
era su primer contacto con un paquidermo de verdad. Pasado el incidente, nunca
más volvió a dibujarlos de azul.
Helena fue creciendo para convertirse en una
muchacha inteligente y aunque yo me esforzaba para que se inclinase por el
arte, ella prefería las ciencias. Ingresó a la universidad a estudiar biogenética y se ganó una beca para un doctorado en el
extranjero. Como padre no podía sentirme más orgulloso, pero el destino
me tenía reservada una sorpresa. Un día en que me encontraba leyendo el diario
electrónico cuál no sería mi sorpresa al ver el nombre de mi hija en la primera página; el titular decía: Gran
hallazgo, prestigiosa doctora descubre variante del genoma del mamut; luego
explicaban la creación de este nuevo ser, a partir de la línea de los ya
clonados, con mezcla del ADN de los elefantes africanos y del tapir
peruano, lo cual era un enorme aporte científico, porque estos no envejecían
prematuramente y al haber una nueva subespecie, era en la práctica un nuevo
mamut que podía ser cruzado con los ya existentes, renovando la sangre y facilitando su producción. A ese nuevo animalito, debido
a su color, ella lo había bautizado el mamut azul.
Juan Alonso Aranda Company (Segundo Lugar en el
concurso de cuento “Arte y Esperanza 2010”)